Pedro había estado en la casa media hora antes para buscar agua. Yo le pedí que subiera, que se quedara, pero me dijo que tenía que seguir. La protesta había sido reprimida y desplazada de la autopista Francisco Fajardo hasta Altamira y se fue.

Estas bombas que están lanzando ahora me trancan el pecho, me dan un ardor, pensé, es como un fuego. Las anteriores daban picazón: estas duelen.

Sentí un tumulto en la calle frente a la ventana de mi cuarto. Estaba descansando porque había estado de guardia. Me asomé y gritaron: ‘¡Muévete, Héctor, muévete!

Pude leer sus labios. ‘Murió’. E hizo el gesto de la mano de manera horizontal de izquierda a derecha a la altura del cuello

De los doscientos treinta y cinco empleados, se fueron doscientos treinta y uno. Quedaron dos horneros. Uno de mantenimiento, un vigilante interno y un servicio privado de seguridad.

Armando fue en la mañana a la Universidad Central de Venezuela a meter sus papeles para estudiar medicina. Quería ser anestesiólogo y tener seis hijos

Iba hacia Caracas en un taxi. Cuando prendí el teléfono, a la altura de Boca de Uchire, me enteré por las redes sociales lo que había pasado con César. Le dije al taxista: ‘¡Devuélvase, mi hijo está herido!’

Fui con mi esposa al CCCT a solucionar un problema del celular, para luego ir al plantón del 5 de junio. Paré mi moto en las afueras del centro comercial, frente a la Carlota.

Cortaron las guayas de doce ascensores. Cayeron hasta el fondo, destrozados. Dañaron las bombas de agua. Rompieron las carteleras.