Álbum de familia

Epidemia

24/03/2022

Un indio en su curiara, Estado Bolívar, 1928 Fotografía de álbum familiar ©Archivo Fotografía Urbana

Sobre la acera de El Palacio de Gobierno

se encontraron Edwin Madrigal,

el dueño de la librería La Española

y Argenis Echenique, cronista de la ciudad

de San Fernando.

Edwin (el librero) le dijo a Argenis:

Sabías, Argenis, que el cuerpo humano se divide

en dos partes.

¿Cómo va a ser? (respondió Argenis).

Pues sí, se divide en una parte carnal

y otra representada por un impulso

que desafía a la muerte.

Cuando un jinete cruza un río

punteando un hatajo de novillos

y debe salvar el centro del cauce

con sus volcanes de agua,

pues no existe otro ánimo

que ese desafío a la muerte

para cruzar tales turbulencias.

Así le ocurre a un hombre

cuando se sube a lo alto

del campanario mayor

a limpiar la esfera blanca de los relojes

o alguien se alista en un bando

durante una guerra civil.

Alientos semejantes definieron la vida

de Quijada de Plata

y El Tuerto Vargas.

La muerte también embriaga, Argenis,

como quien se toma una botella

de ese aguardiente anisado que llaman

La Palmita.

¡Ahhh!, ya entiendo (respondió Argenis).

Pues no vayas a creer que este cuento

se queda en el dibujo de unas pocas estampas

porque hoy como a las cuatro de la mañana

se ahorcó Eduardo Montoya

pegándose un mecate al cuello

y amarrándolo a la alcayata

donde solía colgar su chinchorro.

Allí lo encontraron.

No solo eso, cuando dieron las seis

en el reloj de la iglesia,

Eulogio Sandoval hizo algo parecido

pero colgándose del centro de una viga:

uno de los maderos que mantienen la tensión

entre las columnas principales

ayudando a equilibrar la estructura

del techo de caña amarga.

Luego, como a las nueve, Natividad Ramírez

se guindó de las ramas de un taparo

sembrado en el patio central de su casa:

su cabeza era del mismo tamaño que tenían

las taparas maduras que colgaban

del retorcido arbusto.

Y muy cerca de las diez, Antonio Cristal

hizo exactamente lo mismo.

Luego del suceso la familia revisó

el escaparate de su cuarto

encontrando unas enormes hormigas

que habían anidado bajo sus camisas blancas.

Los insectos cuidaban apacibles sus huevos

como si fueran granos de arroz.

No sé, si este último detalle

guarde alguna relación con lo dicho.

Pero cosa extraña ha sido la desaparición

de las velludas moscas

al interior de las tenerías

donde salan los cueros de las reses

y los ponen a secar

todavía húmedos por la descomposición.

Desde hace más de dos semanas

siento que la ciudad llama a la muerte

y este deseo etéreo vaga sobre sus techos

como un fantasma.

La cara de Argenis ennegreció de temor.

Ocurrían muertes cada media hora

o cada hora a lo sumo.

Sintió náuseas,

había desayunado recientemente,

eran las once y veinticinco,

se debía cumplir la media hora

en que el anhelo fatal

embriagara la mente

de algún otro parroquiano.

Edwin Madrigal regresó

a su librería La Española

recostándose en una silla

tras un mostrador de vidrio:

se le veía preocupado.

Argenis Méndez

llegó a su casa.

Sus hermanos y sus padres habían salido

ignorando lo acurrido en las calles.

La náusea

lo volvió a sorprender,

era algo que obstruía su esófago.

Argenis caminó hasta su cuarto,

sobre el dintel de la puerta

un reloj de péndulo campaneaba

y en la mesilla junto a la cama

permanecía encendida

una sencilla lamparita de petróleo.

Es difícil explicar lo que carece de explicación.

Y sin desvestirse se tendió sobre el lecho

y se plegó sobre sí mismo:

como si fuera un ciempiés negro

que se enrolla en forma de espiral.

 

………………………………………………

 

Esa noche, revisando su ropa, la hermana encontró

un papelito doblado con este poema:

 

«Me acuerdo de Cunaguaro

yo tenía dieciséis años.

Soplaba un viento el camino

y no levantaba polvo.»


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