Mi profesor de ruso

15/03/2022

Air+Man+Space (1912), de Lyubov Popova

Yuri presumía que a él no le hacía daño el frío. Cuando llovía y la temperatura bajaba, caminaba a la intemperie sin inmutarse, y celebraba que ese clima le ayudaba a respirar mejor. Para él, el frío que pudiera llegar a hacer en Caracas no era gran cosa. Yuri sostenía que el secreto del frío estaba en el viento. Desde que nació, conoció los vientos de la estepa. Según contaba, éstos arrasaban a toda velocidad la tierra desde Mongolia hasta su ciudad, y con ellos venía el polvo, el agua helada del Volga y las nubes de colores que salían de las fábricas del sur de Rusia. Aseguraba que ni en Siberia había llegado a sentir el frío que traía el viento de la estepa.

Yuri Arsenievich Bogolyubov llegó a Venezuela en 1996. Nunca fue claro con la razón que lo hizo venir a Sudamérica. Unas veces decía que le resultaba más interesante venir acá que a Estados Unidos, país que ya sentía conocer a través de su literatura, otras que tenía amigos que se habían aventurado antes y le habían animado a venirse, pero que ya todos habían regresado o muerto.

Tras llegar, dio clases fugaces de ruso en todas las universidades que pudo, mostrándose como una curiosidad sin saberlo, pero se decepcionaba una y otra vez por distintas razones. Sin trabajo estable, se anotó en la embajada como profesor particular. Así fue como lo conseguí.

Todos los martes y jueves en la mañana recibía en mi casa a Yuri, “Jorge”, como le gustaba que lo llamaran, para tomar mis lecciones. Bajaba a buscarlo y lo encontraba de espaldas a la puerta del edificio. Cuando oía el cerrojo tras de sí, volteaba su físico de duende recrecido: contextura gruesa, enorme barriga, barba al estilo Lenin y mejillas sonrosadas. Llevaba siempre un cigarrillo en la boca. Al verme, le daba una aspirada profunda y lo arrojaba al suelo. Luego se tapaba la boca y carraspeaba. Me extendía firmemente su mano para saludarme. Su rostro permanecía serio, repasándome con los mismos ojos severos y meticulosos con los que miraba a la gente en la calle.

Al subir al apartamento, comenzábamos alguna tarea, como por ejemplo repasar el verbo “ir” y sus más de diez variaciones. Jorge asentía o corregía con desgano. El trabajo de instructor de su idioma nunca fue su vocación.

Veinte años atrás había enseñado literatura en su Volgogrado. Eran tiempos mejores, al menos para él. El Partido abrigaba una promesa que daba sentido a la vida de millones de rusos, protegiéndolos de los vértigos de la libertad. Jorge creía en esa promesa. Hablaba con orgullo del camarada Jrushóv, de la victoria sobre los alemanes y, las pocas veces que se refirió al camarada Stalin, lo hizo con cierta precaución, como si todavía le pudiera estar escuchando detrás de las paredes.

No importaba que la tienda de vajillas de su abuelo hubiese sido expropiada por el Estado. Jorge se consideraba un verdadero patriota y mencionaba la tragedia de su abuelo burgués con expresión risueña. Sin embargo, todo había terminado. Tras la caída de la Unión Soviética sólo tuvo estómago para vivir cinco años de capitalismo salvaje en la madre patria. Cuando no pudo más, en 1996, abandonó Rusia para siempre. Cuando le preguntaba sobre la posibilidad de volver, aunque fuese de visita, me decía que Putin había convertido Rusia en un país de asesinos y prostitutas. Que no tenía ningún lugar al cual volver. “Mi país ya no existe. Rusia ya no tiene nada para mí”.

Cuando se agotaba de verme pasar revista a las conjugaciones, hacía un gesto de hastío, se levantaba apoyando ambas manos en la mesa y anunciaba las primeras palabras que salían con satisfacción de su boca: “Vamos a fumar”. Entonces se aproximaba a la ventana, encendía un cigarrillo y comenzaba a hablar.

Una vez llegó furioso porque, según dijo, habían secuestrado al embajador de Bielorrusia. El suceso no salió en las noticias. Le importaba especialmente porque, tras la caída de la Unión Soviética, Bielorrusia y Armenia fueron los únicos dos países “que no habían traicionado”, sostenía. “Todos rusos están hablando de asunto, pero embajada, solidaria con gobierno venezolano, no ha dicho nada”, afirmó. Según le dijeron, iban a pagar el rescate. Tras un momento de silencio se volteó y preguntó con más ánimo:

–¿Por qué ustedes no ponen ‘ejecución mortal’?
–¿Pena de muerte? –le corrijo.
–Sí, eso.

Me encojo de hombros, entonces Jorge agrega:

–Aquí sería provechoso. Rusos no tenemos miedo a muerte. Venezolanos, sí. Una novia alemana que tuve aquí me dijo que venezolanos tenían miedo a tres cosas: a perros, a trabajo y a muerte.

2

Nos encontrábamos repasando el caso prepositivo, detallando cómo el ruso se toma con mucho cuidado la diferencia entre estar “en” o “sobre” un lugar. La lección del libro soviético utilizaba distintos espacios, como plazas, fábricas, países que integraban el bloque tras el “Muro de hierro”, o esas avenidas inmensas llamadas “perspectivas”. Mientras enuncio estar, imaginariamente, “sobre” la calle Pushkin o “en” Leningrado, noto que Jorge apunta su mirada al vacío. Su actitud comienza a asustarme, pero continúo recitando los tediosos ejemplos del libro. Enseguida advierto que me deja de corregir. Apenas me detengo, dice:

–¡Usted no sabe lo que eso fue para nosotros! Despertábamos, nos montábamos en el metro, íbamos y volvíamos del trabajo, pero sabíamos que no íbamos a ningún lugar. Estábamos perdidos.

A partir de ahí comenzó a contarme atropelladamente, a veces en ruso a veces en español, lo que fueron los primeros años después de la caída del comunismo. No me habló de la debacle de la economía, ni de las colas para conseguir alimentos, ni del desplome del sistema de salud. Me habló de la corrupción. No se refirió a las grandes fortunas que se amasaron de la noche a la mañana con la venta de las propiedades del Estado, sino de cómo sus colegas de la universidad, sus camaradas del Partido, comenzaron a vender cupos y notas a los estudiantes. Incluso le ofrecieron una participación, pero se rehusó. Lo que más le molestaba no era que de la noche a la mañana se le pusiese precio a todas las cosas, sino que ya nada tuviera sentido. En dos años, varios de sus colegas habían comprado lujosos apartamentos; en cambio, él se decidió por el exilio.

Jorge termina de hablar y se para en la ventana. Fuma su cigarro en silencio mientras contempla el Ávila y la arboleda. Al terminarlo, lo arroja con fuerza y me dice con solemne firmeza, mientras señala a los árboles:

–Ver verduras es bueno para temperamento.

3

El pueblo ruso ha cambiado poco desde Iván El terrible para acá. En todas sus castas, clases sociales, o a lo largo de toda la tabla de rangos civiles de Pedro el Grande, hay un temor crónico a la incertidumbre y al desorden. Es comprensible. El caos en el fin del mundo no es poca cosa. La última vez que lo sufrieron fue durante el desmoronamiento de la URSS. En esa oportunidad, el desempleo, la escasez y la corrupción campearon. Antes habían vivido las dos guerras mundiales, el ascenso de los bolcheviques al poder, y una guerra civil de cinco años que se desencadenó con la abdicación de Nicolás II. El país estuvo a la deriva hasta la victoria de Lenin, incluso hasta mucho después. El saldo de víctimas todavía es motivo de discusión, pero se estima con seguridad que la “checa” (aparato represivo antecesor de la KGB) realizó por lo menos 250 mil ejecuciones sumarias para la nueva dinastía, y tras la guerra, más de 7 millones de niños rusos quedaron en las calles.

Pero incluso antes de eso, en el siglo XIII, los ineptos y desunidos boyardos provocaron la ira de Batu Khan, hijo de Jochi, nieto de Genghis Khan y líder de la Horda de Oro. Los El Khan, al encontrar débiles y desunidos a los señores rusos, los sometió junto con su pueblo a dos siglos de terror y les dejó la amarga lección: la preservación del orden es vital para la supervivencia. Ésta se consigue por medio de la cohesión de todas las fuerzas, y a través de un líder temible y poderoso que las concentre y dirija, por los medios que sean necesarios. Jorge, quien en teoría sería parte de la llamada ‘inteligentsia’, me hizo entender que para la mayoría de los rusos, él incluido, la libertad sonaba sospechosa, y los grandes cambios les parecían, en general, cosas del diablo. Cuando le pregunté por Gorbachov, Jorge se sonrió mirando hacia el suelo y dijo:

–Mire, camarada Gorbachov muy bueno. Gran líder socialista. Pero rusos demasiado salvajes para él. Gorbachov mejor en mundo libre.

4

En una oportunidad, Jorge me invitó a recibir una clase en su casa. Tomé el metro, y al salir de la estación, me di cuenta de que no había estado nunca en ese lugar, una de las partes más peligrosas de una de las ciudades más peligrosas. El absurdo se completó cuando saqué de mi bolsillo un pequeño mapa que mi profesor me había dibujado la clase anterior para guiarme. Aún recuerdo las instrucciones que me dio:

–Usted baja en estación Gato Negro. Va a salir junto a muro (dibuja un muro). Usted camina junto a muro y le da vuelta (dibuja una línea irregular que circunda el muro). Luego va a ver panadería (dibuja un edificio y lleva la línea irregular hasta él). Entonces va a ver por puesto (dibuja una camionetica e indica con una flecha por donde montarme en la camionetica). Luego sube, sube, y se va a bajar en redoma. Yo lo espero ahí.

Por suerte, exactamente todo estaba donde debía estar: el muro, la panadería y el carrito por puesto. Me monté y tras pocos minutos de estar subiendo las empinadas y estrechas calles, veo a Jorge esperándome en la redoma. Al bajarme me saluda satisfecho de que hubiera llegado y me va mostrando la zona mientras caminamos a su casa:

–Si quiere comprar pan vaya por aquí. Muy bueno y muy barato. Si quiere comprar drogas baje a esa cancha.

Pronto llegamos al lugar. Era una casa mediana de dos plantas donde mi profesor alquilaba una habitación en el piso de abajo. Jorge abrió una puerta de latón y entramos al patio, un espacio rectangular en el que tenía dos matas de lechosa. Me contó que las había plantado y que pronto darían fruto. Luego abrió una segunda puerta de latón y pasamos a la casa.

Entramos a un pasillo que desembocaba a la cocina. Del lado derecho había una larga mesa de madera pintada de blanco con algunos libros abiertos sobre ella, y al lado izquierdo otra puerta entreabierta. Jorge me indicó que me sentara a la mesa mientras iba a la cocina. En unos minutos volvió con una bandeja, dos tazas grandes y una greca inmensa llena de café negro. Sirvió bastante café y se llevó la greca. Volvió de la cocina con una botella de ponche crema que sirvió en ambas tazas hasta casi rebasarlas. Luego procedió a ponerles cuatro cucharadas de azúcar a cada una.

–Tome, pruebe café como lo tomo yo. Hoy tendremos clase alcohólica –dijo extendiéndome una taza.

Tras el primer sorbo de la singular mezcla comenzamos la clase.

Durante tres cuartos de hora estuvimos conjugando verbos, repasando los casos prepositivo, dativo e instrumental, y comprobando vocabulario. En una de las situaciones del libro soviético, una mujer discutía con su marido en qué lugar iban a pasar las vacaciones. No se decidían entre Sochi y Sofía. Yo leía el texto en voz alta, enterándome a medias de lo que trataba, pero Jorge negaba con la cabeza. Me indicó que parara la lectura y dijo:

–Esa situación estúpida. ¡Diálogo imposible!
–¿Por qué? –pregunto.
–Porque rusos nunca tan formales y cordiales con mujer. No, ¡con mujer rusos insolentes! Aquí venezolanos muy civilizados. Aquí hombre joven presenta mujer “mi señora”, “ésta mi señora”. En Rusia, mujer como bestia de establo. Además, ahí no dice que son militares. Sólo militares pueden ir a Sochi. Para los demás muy difícil.

A Jorge no le gustaban los militares. Según él, Brezhnev, quien había sido general del Ejército Rojo hasta 1946, le había hecho mucho daño a la Unión Soviética militarizándola, pues la había estancado. Pero lo peor era que, bajo su mandato, los militares le habían quitado al pueblo la alegría del 9 de mayo, el Día de la Victoria, que conmemora el final de la Gran Guerra Patriótica[1], como si los civiles no hubiesen luchado y sufrido lo suficiente.

Hicimos una pausa. En lugar de fumar, Jorge me invitó a conocer su biblioteca. Se levantó y corrió la puerta del pasillo. Adentro me encontré en una habitación grande con ocho estanterías de metal repletas de libros en ruso y en alemán, pues el profesor, que no sólo hablaba un español que había aprendido, como una vez me dijo, “haciendo compras en mercado”, también sabía alemán. No lo hablaba, pero lo podía leer.

–Vea y pregunte por lo que le interese, está en su casa –me dijo.

No podía creer que todos esos libros rusos estuvieran ahí. Luego me explicó que los había hecho traer en barco, a los meses de su llegada a Venezuela. Revisé los libros, maravillado. Apenas pude reconocer algunos autores, y con ellos unos pocos títulos, pero noté que buena parte de la biblioteca no descartaba a aquellos que Jorge catalogaba como traidores que criticaron a la URSS. Aproveché para preguntarle sobre varios de ellos. De Brodsky me dijo que era un gran escritor, y un traidor; de Solzhenitsin que había sido un buen escritor hasta que se volvió un traidor; de Nabokov me dijo que era el “traidor máximo”, que no era buen escritor y que ni siquiera era ruso.

Cuando le pregunté por Tolstoi, me dijo que su versión de la invasión de Napoleón era muy fantasiosa y que pretendía cambiar la historia, pero que Guerra y Paz le gustaba mucho, que lo estaba leyendo por cuarta vez y además que no sólo se llamaba Guerra y Paz, sino que el título también se podía traducir como Guerra y Mundo.

De Dostoievski me dijo que su libro favorito era Memorias del subsuelo y me corrigió explicándome que el título realmente era Apuntes del subsuelo. Dostoievski, a su manera de ver, había avergonzado a todos los rusos frente al mundo con Los Hermanos Karamazov que, por supuesto, era una obra maestra.

Cuando le pregunté cuál de los dos era su favorito, me respondió que ninguno, que su favorito era Chejov.

La clase de ese día terminó con una charla de “introducción al país”. Así era como designaba la sección de la cátedra en la que, cansados de repetir frases, Jorge hablaba de la cultura rusa. Ese día me explicó que “el mejor coñac del mundo se produce “en la región rusa de Armenia”. Y que “en región rusa de Georgia se produce el vino favorito de camarada Stalin”. Me explicó también que Estados Unidos, el “Imperio del Mal”, no hizo bien en apoyar la independencia de Osetia. Agregó con total convencimiento que hubiese sido más práctico darle nacionalidad y asilo a los 300.000 osetas que no querían ser rusos. “Es un disparate que región con menos de 300,000 habitantes quiera ser país”.

Al terminar la clase, Jorge se despidió ceremoniosamente. Me dio la mano y me dijo:

– Usted ahora sabe cómo vivo. Yo vivo bien. Mi dacha[2] muy tranquila. En la mañana sopla viento muy frío y a veces neblina. Muy provechoso para mi salud.

4.2

Con el tiempo, las epifanías de Jorge en la ventana fueron subiendo el tono reflexivo:

–Tenía que acabarse –dijo como para sí mismo–. Modelo económico socialista destinado al fracaso. Aquí lo verán tarde o temprano.
–Jorge, ¿qué está diciendo? ¿Usted no es comunista?
–Sí, porque comunismo más humano, pero no se puede realizar.

Estuvo un momento en silencio y luego declaró con firmeza agitando su cigarrillo:

–¡Yo soy traidor de falsos válidos espirituales!

En otra ocasión me preguntó:

–¿Usted sabe por qué Pushkin suicidó?
–No –contesté–. Pushkin no se suicidó. Pushkin murió por una herida recibida en un duelo contra su concuñado, Georges d’Anthès.
–Eso no cierto –replicó–. Pushkin suicidó. Verá, Pushkin era duelista excelso. No podía perder contra francés. Pero estaba arruinado. Había conseguido trabajo escribiendo historia de Rusia, pero primer tomo no se vendió bien. Para librar a familia de deudas retó a francés a un duelo y se dejó matar

Sonrió moviendo su cabeza de lado a lado y concluyó:

–Zar pagó deudas.

5

Un día recibo un SMS de Jorge: “Rodrigo, disculpe. Mañana no voy a poder darle clase de idioma ruso. Muy enfermo. Me hizo viejo y flojo. No se puede vivir tan mucho”.

Jorge nació en Stalingrado[3] y tiene 61 años. Su padre, Arseni, vivió la atroz Batalla de Stalingrado, donde perdió los dos pies. Sus víctimas se calculan en 2 millones de muertos. Su madre, Natalya, era jefa de mucamas en un hotel de la misma ciudad. Ambos eran rabochi; vale decir, proletarios. Aparte de no poder caminar, el padre era un hombre enfermo. Tenía una afección en la vista que lo obligaba a ver televisión de lado. Además era hipersensible al frío. Cuando faltaba el gas, Natalya llamaba a la oficina respectiva, diciendo que por su incompetencia un veterano de la Batalla de Stalingrado estaba pasando frío, haciéndoles creer que Arseni había sido militar, por lo que los burócratas de la empresa estatal corrían a restablecer el servicio. Ella murió de infarto a los 60 años y, según los médicos, su hijo heredó la misma condición. Jorge ha sufrido de anginas de pecho en varias ocasiones. Igual sigue fumando cerca de una caja de cigarrillos diaria. Y cuando se siente mareado o dolorido, dice que “es por causa de las radiaciones solares”.

A la semana siguiente me cuenta que fue a ver “al cubano que queda por casa”. Se refiere al Centro de Diagnostico Integral, CDI. Me pregunta si ellos hablan misma lengua que venezolanos. Le digo que sí, pero con su acento. Me dice que no les entendía y que en su idioma le mandaron a tomar una aspirina diaria.

A la siguiente clase, Jorge no viene. Tampoco avisa que va a faltar. Desaparece varios días hasta que llama y refiere que ha estado en cama pues se había desmayado en el metro y lo llevaron a un hospital “de verdad”. Al hacerle los exámenes de rigor le detectaron una cardiopatía isquémica.

Al final le mandaron un montón de medicinas. La aspirina no figuraba entre ellas. Me dijo con sorpresa que los médicos descubrieron que, aunque no se hubiera dado cuenta, había sufrido dos infartos en el pasado. Luego de darme la información, me explicó que estaba llamando a todos sus alumnos (no tenía más que dos) para pedirles dos meses de adelanto para comprar sus medicinas y dos meses de vacaciones para hacer su tratamiento. Acordamos y nos encontramos al día siguiente. Al entregarle el dinero, y antes de separarnos, fumando su cigarrillo, me dijo que le producía tristeza, y hasta miedo la idea de morir, porque “al morir, no volvería a oír música”.

6

Después de una pausa de dos años volví a ver a Jorge. Lo llamé para saber cómo se encontraba y si podíamos retomar las clases. Me preguntó por mis asuntos y me dijo que gustosamente podíamos continuar nuestro trabajo, pero que tenía nueva enfermedad. No me dijo más.

A la semana, bajé a buscarlo y me encontré con que había sufrido una parálisis facial. Su ojo derecho se encontraba desnivelado en relación al izquierdo. También se veía más gordo. Tenía problemas para respirar y se movía más despacio.

Una vez en el apartamento, me contó que habían sido tiempos duros. Seis meses atrás habían matado a su último alumno. A partir de ahí surgió la parálisis facial. Además, la compañía rusa para la que trabajó dando clases al personal venezolano había decidido dejar de dar este beneficio. Además, por primera vez lo oí quejarse del frío. Incluso con el tiempo de sequía, se quejó de que el frío de su dacha se le calaba en los huesos y no lo dejaba dormir.

La buena noticia era que en un mes tendría una entrevista de trabajo en un instituto de idiomas. Si lo contrataban, podría estar más tranquilo y buscar tratamiento médico. Pero, si obtenía el empleo, seguramente tendríamos que dejar las clases otra vez.

Mi profesor declaró que yo ya sabía ruso y que no abriríamos más libros de idiomas. Ahora empezaríamos a leer a los grandes autores. Primero lo intentamos con los ensayos de Mandelshtam, pero al ver que era todavía demasiado difícil, pasamos, con un poco más de éxito, a leer los cuentos del narrador y periodista de finales de siglo XX, Sergei Doblatov.

En este corto tiempo me di cuenta de que ya no fumaba tanto como antes. No más de tres veces veces se paró en la ventana en todo el mes. En todas ellas permaneció en total silencio.

Pasado el mes, Jorge fue aceptado en su nuevo trabajo. Era, al parecer, un sitio manejado por otros rusos. Estuve un tiempo sin saber de él hasta que recibí un SMS pidiéndome que nos encontráramos lo más pronto posible en la Plaza Altamira y que llevara dinero. Al día siguiente nos encontramos al mediodía.

Jorge lucía tranquilo e indiferente. Nos sentamos frente a la fuente y me contó que tenía un problema con su jefe. No le entendí prácticamente nada de lo que dijo. Sólo que el jefe andaba en un zapoy[4] y lo insultó, y que él no se quedó callado. Cuando le pregunté si aún tenía trabajo se puso la cabeza entre las manos y dijo que no sabía. Hablamos de su enfermedad. Por lo que pude entender, se trataba de un tumor en el cerebro. Agregó que no había por qué preocuparse, que había conseguido una doctora amiga que lo iba a tratar. Después de un momento en silencio, se aclaró la garganta y me dijo: “Por favor, disculpe mi insolencia, ¿puede dar dineros?”. En el momento sentí pena, pues sólo tenía conmigo lo que quedaba de mi quincena. Le pregunté cuánto necesitaba y me respondió que necesitaba quinientos. Cuando le entregué la plata, la miró, se sonrió y, como si el universo entero dependiera de aquellos pocos billetes que se posaban en su mano, con tono alegre dijo:

–Muchas gracias. Me estaba muriendo sin nada para fumar.

***

[1] Nombre que le dan los rusos a la Segunda Guerra Mundial.

[2] Casa de campo donde la nobleza rusa iba a veranear.

[3] La ciudad se llamó originalmente Tsaritsyn (1589-1925). Luego fue rebautizada Stalingrado (1925-1961). Finalmente adoptó el nombre de Volgogrado, “Ciudad del río Volga”, desde 1961 hasta el día de hoy.

[4] Sesión de consumo contínuo de alcohol que dura más de dos días y puede llegar a abarcar una semana completa e incluso más tiempo.

***

Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 21 de junio de 2015.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo