El viaje de Marco Coello

14/03/2022

Marco Coello retratado por Roberto Mata ©2016

1

Armando Coello no tenía un Plan B, solo tenía fe.

Sin pasaje ni destino confirmado, Armando y Marco Coello bajaron al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar el 3 de septiembre de 2015. Eran las diez de la mañana y el tráfico, todavía de temporada de vacaciones escolares, era ligero. Los 51 kilómetros de recorrido desde la casa en el sureste de Caracas hasta el principal aeropuerto de Venezuela eran el inicio de un Plan B inexistente.

Marco, de 19 años, estuvo detenido 165 días en PoliChacao por los delitos de incendio, daños materiales, instigación a delinquir y agavillamiento. Se le acusó de quemar unas patrullas del CICPC el 12 de febrero de 2014 durante una marcha convocada por centros de estudiantes de varias universidades, los partidos Voluntad Popular, Alianza Bravo Pueblo y otros dirigentes de oposición para plantear una salida a la crisis económica y de inseguridad en el país.

Compartió calabozo con seis Policías Nacionales, un CICPC, cuatro PoliChacao y cinco compañeros de causa: Luis Felipe Boada, Nelson Gil Palma, Ángel González, Demian Martín y Christian Holdack. Los compañeros de causa en dos literas, dos por colchón. Todos compartiendo un baño.

Muy cerca del aeropuerto llegó al celular de Armando un mensaje a través de la plataforma Wickr que se borró de inmediato y que indicaba una pre-reservación a Miami y un localizador en American Airlines. Ya tenían un destino.

Al bajar del carro y despedir al amigo de la familia que los había acompañado, asumieron un viaje familiar. Padre e hijo que se toman unos días, forran maletas, usan chaquetas de viaje, llevan cámara fotográfica, sonríen y cumplen unas vacaciones siempre postergadas: Orlando, con Disney incluido.

Esa mañana Armando despertó a su hijo Marco y le pidió hacer una maleta:

— ¿A dónde vamos, papá?

— No sé a dónde. A enconcharnos, lo que sea, pero no podemos quedarnos acá.

Dorys Morillo de Coello, madre de Marco y esposa de Armando, aún dormía. Su trabajo como uno de los abogados de la causa contra Marco la hizo llegar tarde a casa la noche anterior, exhausta. No la despertaron. Marco se fue de su casa sin decirle nada a su mamá, sin despedirse.

El día anterior un amigo de la familia les pidió un número telefónico que no estuviera intervenido para poder darles una información importante. Armando recibió la llamada en uno de los cuatro teléfonos públicos de la Plaza Bolívar de El Hatillo en Caracas. El mensaje fue sencillo: Marco, quien no tenía prohibición de salida del país, tampoco tenía alerta en los aeropuertos internacionales. Sin embargo, era muy difícil conseguir pasajes pagados en bolívares para poder abandonar el país. Aún así viajar era el único chance para no ser condenado, creían.

El martes 1 de septiembre, dos días antes, el rumor en el Tribunal Supremo de Justicia era que condenarían y quedarían privados de libertad, en la última audiencia, al dirigente político Leopoldo López y  a otro. Ese otro era Marco Coello.

A los 19 años y ante una posible condena por diez, Marco decidió no presentarse y su padre lo apoyó.

Antes de llegar al mostrador de American Airlines, Armando desarmó su celular. Marco lo había dejado en casa. Durante el trayecto no había recibido ni hecho llamada alguna.

— ¿Cuál es el motivo de su viaje? —preguntó el despachador de la aerolínea.

Armando respondió que durante muchos años había tenido el sueño de llevar a su hijo a Disney, en Orlando. Había llegado el momento.

El despachador le hizo una broma a Marco de que se tomara una foto con Mickey y se la mandara, a lo que éste respondió que prefería, en todo caso, que fuera con Minnie.

Las risas duraron poco porque el pasaporte de Marco no estaba asociado a ningún localizador.

— Chamo, como que no vas a ver a Mickey.

Ambos pidieron que lo volviera a pasar.

Segundo intento.

Segunda negación.

Al tercer intento apareció el localizador asociado al pasaporte.

Los boletos de ida y vuelta a Miami tenían fecha del 3 al 15 de septiembre, unas vacaciones por un poco menos de dos semanas. Comprados en Panamá por una sobrina de Armando y por un costo de 860 dólares cada uno. No tenían reservación de hotel, ni carro alquilado ni tarjeta de crédito para usar fuera del país. Tampoco efectivo. Armando solo tenía un dólar doblado en cuatro, que nunca sacaba de su cartera.

Armando definió algunas estrategias que debían cumplir para pasar inmigración. Marco debía estar leyendo en todo momento y así mantener el rostro hacia abajo la mayor parte del tiempo. Siempre dar la espalda a las cámaras de seguridad, esperar que se acumularan pasajeros y, durante el chequeo manual, acercarse mucho al guardia para que no le pudiera ver bien la cara. Distraer a los guardias y funcionarios con chistes y buscar conversación era la misión de Armando, al punto que dejó que se le cayesen los pantalones al quitarse la correa durante los rayos equis.

Un funcionario llamó aparte a Marco.

Un yesquero, guardado por error en el morral, hizo que el funcionario a cargo del detector de metales le pidiese que lo abriera. El funcionario retuvo el yesquero y Marco respiró de nuevo.

Una caja de cigarrillos diarios era la consecuencia de la ansiedad durante todo el proceso judicial en su contra.

El siguiente paso fue hacer la cola para ser atendidos por el funcionario del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería, a quien debían presentar los pasaportes. Aunque no estuviese en una lista ni en el sistema, el rostro de Marco era de dominio público y de muy fácil reconocimiento.

[2]

— Si quieres me matas pero yo no voy a firmar algo que no hice.

El 12 de febrero de 2014, Marco y Armando salieron en transporte público desde su casa en El Hatillo. Armando se quedó en La Boyera para hacer una diligencia bancaria y Marco continuó hacia Plaza Venezuela, donde se encontraría con un amigo y la madre para asistir a una concentración convocada por la oposición y los dirigentes políticos María Corina Machado, Leopoldo López y el alcalde metropolitano Antonio Ledezma.

Días antes, y en el marco de una serie de protestas en los estados Táchira, Mérida, Trujillo, Carabobo, Zulia y Lara, el alcalde había invitado a la ciudadanía durante una concentración en Chacaíto:

“El próximo 12 de febrero todos podemos movilizarnos por Venezuela. Será el día de la familia al lado de la juventud. Todos unidos, trabajadores, estudiantes, profesionales, educadores, familia del barrio y la urbanización, podemos demostrar que todos tenemos los mismos sueños y que para hacerlos realidad es momento de poner al servicio de nuestro país la dignidad y nuestro valor cívico. Es hora de movilizarnos por nuestra Patria y su mejor destino, si no lo hacemos seremos responsables de la pérdida de nuestra Democracia y su bien preciado: la libertad”

Hoy el alcalde Antonio Ledezma se encuentra detenido. Desde el día 19 de febrero de 2015, bajo la acusación de los delitos de conspiración y asociación para delinquir. Podría recibir una sentencia de hasta 16 años de cárcel. El coordinador del partido Voluntad Popular, Leopoldo López, se entregó el 18 de febrero de 2014 y fue sentenciado el 10 de septiembre de 2015. Debe cumplir una condena de 13 años y nueve meses. Los cargos son instigación pública, daños a la propiedad en grado de determinador, incendio en grado determinador y asociación para delinquir.

Plaza Venezuela estaba repleta y la indicación era desplazarse a la Fiscalía General de la República, en Parque Carabobo, para consignar un documento que exigía la liberación de cuatro estudiantes que habían sido detenidos en la región andina de San Cristóbal, en el estado Táchira, y enviados al norte del país, a Coro, en el estado Falcón, a 488 kilómetros.

Fotografía de Roberto Mata ©2016

Marco tenía 18 años en ese momento, estudiaba primer año del Diversificado en Humanidades. No tenía visa estadounidense y aún no se había inscrito en el Registro Electoral. Estaba por primera vez en esa zona de la ciudad, cuando comenzó un enfrentamiento después de la entrega del documento, entre estudiantes y la policía.

En la confusión de las detonaciones, las piedras y la gente corriendo en todos sentidos, se separó del amigo y de la madre. Quedó solo, sin saber hacia dónde correr, y una bomba de gas lacrimógeno le golpeó en la cadera. Perdió el equilibrio y cayó aturdido.

Un hombre sin identificación y vestido de civil lo apuntó y le dijo: “Pégate ahí y quédate quieto”. Marco creyó que era un robo y lo golpeó para huir. Otro hombre también lo apuntaba. Entonces pensó que era un secuestro. Fue encañonado y golpeado hasta que, ya rodeado por varios, el golpe de un extintor de incendios en su espalda lo hizo perder la consciencia.

Minutos después estaba en el edificio del CICPC, en la brigada de antiterrorismo. Acostado en el piso y esposado, boca abajo, fue golpeado con pistolas y pateado, amenazado para que no levantara el rostro, para que no viera quién lo golpeaba. No era el único. Habían hecho una selección y los estaban agrupando de esa manera.

Lo llevaron aparte y le exigieron firmar una declaración donde confesaba la supuesta responsabilidad de los hechos del día, los destrozos al edificio de la Fiscalía General de la República, la quema de unas patrullas del CICPC y el pago que recibía de parte de Leopoldo López. Marco se negó. Le dijeron el nombre de su padre, madre, hermana, trabajos, direcciones y que de no firmar les podría pasar algo a ellos. “Yo no voy a firmar. Yo no hice eso y nadie me está pagando”. Un funcionario le puso una pistola en la cabeza y la cargó, pero otro apartó el arma y dijo: “No lo mates aquí. Hay cámaras. Si quieres lo llevas afuera y lo quiebras”.

Lo envolvieron en una colchoneta de goma espuma, lo golpearon repetidas veces con un palo de golf y un bate de béisbol. Lo rociaron con gasolina y amenazaron quemarlo vivo con un yesquero. Le aplicaron choques eléctricos con un teaser. Él se negó a aceptar algo que no había hecho.

— Este chamo no va a firmar. Métanlo preso y lo mandan a tribunales… —dijo uno de los funcionarios al escuchar que Marco pedía que lo mataran de una vez.

Esa noche, ya entrada la madrugada del jueves 13 de febrero, liberaron a varios de los detenidos. A los dieciséis que quedaron los metieron esposados en un autobús. Ninguno de ellos se conocía, aunque a todos eran acusados de lo mismo: la quema de las patrullas. Los llevaron de la sede del CICPC en Parque Carabobo a la Brigada de Acciones Especiales, el BAE, en Puente Hierro. Allí los funcionarios del CICPC llegaron a quitarles lo que tenían. A Marco sólo le quedaban los pantalones. Lo dejaron en ropa interior y zapatos.

“¡Estudiantes, los vamos a matar!” fue el recibimiento de los presos en los calabozos del BAE. A las nueve de la mañana una antropómetra del Ministerio Público llegó a tomarle noventa y ocho medidas a cada uno de los dieciséis detenidos para compararlas con las referencias de las fotos. Tamaño de las uñas. Distancia de ojo a ojo. De ceja a ceja. Medida de la pupila. Medidas de todo el cuerpo. Los pusieron a hacer posiciones específicas.

Al día siguiente, Marco y los otros quince detenidos fueron trasladados a los calabozos de los tribunales en el Palacio de Justicia. Él tuvo que ir con pantalón y camisa prestados, sin identificación. Les tomaron huellas dactilares y les ofrecieron defensa pública. Esa noche, gracias a los contactos con una trasnacional que tiene relaciones comerciales con el Estado venezolano, la abogado Dorys Morillo de Coello supo dónde se encontraba el detenido Marco Coello, su hijo. La pudo ver sólo por diez minutos para explicar lo que había sucedido. Marco vio a su mamá y lloró. Dorys actuó como abogado: sin lágrimas. Él se dejó abrazar por ella. Las esposas no permitieron más.

A las siete de la noche, fueron llevados sin esposas a la sala de presentación. A la medianoche liberaron a diez de los detenidos y seis quedaron privados de libertad con los cargos de incendio, daños materiales, instigación a delinquir y agavillamiento. El centro de reclusión sería PoliChacao.

Era 14 de febrero, día de los enamorados. Ya habían pasado dos días. El domingo 16 en la tarde, Marco y Armando se vieron. Fue la primera vez que Marco vio llorar a su padre. Armando lo quiso abrazar, pero Marco le pidió que no lo hiciera: no soportaba el dolor después de las torturas.

3

Un mes después de recibir el beneficio de libertad con régimen de presentación, en julio de 2014, Marco solicitó la visa a la Embajada de los Estados Unidos de América en Venezuela y se la aprobaron. Ahora, en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, le tocaba otro tipo de prueba: comprobar con el SAIME que en realidad no existía una alerta sobre él ni prohibición de salida del país.

La funcionaria que recibió sus pasaportes lo hizo de forma educada y afable. No hubo contratiempo alguno. Sin embargo, al salir de la zona del SAIME estaban unos funcionarios de chalecos rojos acompañados por Guardias Nacionales. Estaban allí por alguna personalidad del gobierno. No era por ellos. Ni los miraron, aunque tuvieron que pasar por el frente.

No podían usar tarjeta de crédito ni pasar las de débito por un punto comercial. Tenían un capital de 15.000 bolívares en billetes de 10. Comieron en la esquina de un Subway y de espaldas a la sala. Armando tuvo que contar 300  billetes para pagar Bs. 3.000 de un sándwich.

La puerta 28 fue la asignada, el vuelo el 914, el grupo 4 y los asientos 19D y 19E. Decidieron esperar en la puerta 20 después de evaluar la dirección de todas las cámaras para no quedar expuestos. Tomaron refrescos con sabor a uva.

Nadie sabía dónde estaban. No había ningún tipo de comunicación. Sólo tocaba esperar y pasar desapercibidos.

De pronto Armando oyó en la distancia que repetían con insistencia su nombre. La voz se fue aproximando. Era una mujer que había sido alumna de él y novia de su hijo mayor. “¿Qué hace por acá? ¿Para dónde va?”, le preguntó. Y Armando le respondió al oído que le guardara el secreto: le dijo que estaba en plan de fuga. “¡Señor Armando, usted sí es rochelero!”, le dijo y se alejó con mirada pícara.

Llamaron a abordar al grupo 4 y Marco se sentó en la ventana. Cuando el avión empezó a avanzar en la pista se persignaron. Al despegar, Armando y Marco lloraron.

[4]

Durante los 165 días de reclusión en PoliChacao, Marco aprendió a convivir bajo una serie de códigos y protegerse de los otros privados de libertad así como de las chiripas que pueden penetrar en los oídos durante la noche.

Su vocabulario se redefinió con palabras claves para comunicarse con los otros reclusos. La chola es “la plástica”. El agua es “la vital”. El huevo es “el yensi”. El jugo es “el néctar”. El cigarrillo es “el chimbombo”. La almohada es “la recostadora”. La cabeza es “la pensadora”. La ropa interior es “el báquiro”. Y la celda es “el Buggy”. Una mirada equivocada, un gesto fuera de lugar o usar un vocabulario distinto implica “manchar la rutina” o “botar los dados”. Y eso se traduce en represalias. Para evitar todo esto, los infractores se convierten en pastores de camisa manga larga, corbata y asumen la obligación de recitar cualquier Salmo ante la petición de un preso.

Marco tenía la “rutina manchada” por haber compartido celda con los policías. Y tuvo que hablarle claro al resto de los presos: “Si quieren comparto calabozo con ustedes. Estoy aquí por terrorismo, no por delito común”. Fue la única forma que encontró para respetar.

Durante las noches no había espacio para que pudiesen dormir todos. Había unos treinta reos despiertos esperando el turno para acostarse mientras cantaban reguetón o hacían prácticas religiosas. Nunca había silencio. Y cuando lo había era el momento más peligroso: podía ser un intento de fuga o un pase de factura a un reo.

A Marco lo trasladaban esposado. En ocasiones unían sus manos a sus pies por medio de una cadena. Si no le agradaba al policía, le ajustaba las esposas hasta dejarle las manos moradas. En ocasiones llegó a los tribunales junto a un preso común de la cárcel El Rodeo.

— ¿Qué pasó, convive? ¿Cuál es la causa?

— Hurto, ¿y tú?

— Terrorismo.

Así rompía el hielo y sobrevivía. Logró que lo respetaran, que le tomaran cariño y que le tuvieran miedo.

El único día que pasa rápido durante la reclusión es el día de la visita. Durante el resto del tiempo, una hora o cinco son lo mismo. Marco hoy sufre de estrés postraumático, pesadillas y deseos suicidas.

5

Marco conoció a Leopoldo López el día que lo esposaron junto a él, a tres meses de estar detenido. Los sacaron a cada uno de un calabozo en tribunales y antes de subir a la audiencia, por seguridad, les colocaron las esposas.

— Tranquilo, chamo, vamos a salir de esto.

— Sí… me imagino.

Sólo lo había visto por televisión. Nunca tuvo la paciencia para escucharlo completo.

Miércoles 23 de julio de 2014. A Christian Holdack y Marco Coello los trasladaron esposados desde PoliChacao a los tribunales. Los llevaron al piso cinco y ahí los separaron. Su mayor temor era ser trasladados a otro penal. A las once de la noche, la juez Susana Barreiros abrazó a Marco y lloró con él después de otorgarle la libertad bajo medida cautelar.

No fue fácil para Marco aceptar lo que le decía la juez. Cuando lo logró, quiso cambiar su salida por la de Holdack, a quien veía muy mal. La juez no aceptó.

Salió de los tribunales por una escalera que desconocía, acostumbrado a entrar y salir por los sótanos. Llevaba las manos atrás, aunque ya no tenía las esposas colocadas. Descubrió que ahora le tenía miedo al espacio abierto y a la noche. Un vigilante del edificio al verlo paralizado, le dijo: “Marco estás libre, ¡vete!”.

Desde un teléfono prestado llamó a Armando y a Dorys para que lo fueran a buscar.

Esa noche, después de celebrar con todo el que se acercó a su casa, se acostó en la cama de su cuarto intacto, sin boleta de excarcelación ni cédula de identidad. Lo hizo en el borde, como si todavía estuviese en Chacao y compartiéndola con otro detenido. Le costó dormir pensando que él había salido y Holdack no.

A partir de ese momento Marco se presentó en tribunales los días lunes, miércoles y viernes, durante los 408 días que estuvo bajo medida cautelar. Escuchó a los 142 testigos de la Fiscalía decir “Ellos quemaron las patrullas del CICPC”. En ocasiones la resignación le permitió quedarse dormido durante las audiencias.

Regresó a PoliChacao a despedirse de sus compañeros, en especial de Demian y Christian, a recoger algunas cosas y a regalar otras.

Durante ese tiempo se graduó de bachiller por parasistema, se inscribió en el Registro Electoral, consiguió un trabajo como mensajero de confianza, tuvo novia y volvió a jugar fútbol con Urbano Sánchez, aquel amigo con quien fue el 12 de febrero a marchar.

Miércoles 26 agosto de 2015. El tribunal de control le admitió el 80% del acervo probatorio a la defensa de Marco Coello. Por un recurso en la legislación venezolana que se conoce como “la comunidad de la prueba”, esas pruebas pasan a ser admitidas en el proceso y benefician o perjudican a todos los imputados por igual. En ellas estaban las razones por las cuales debían ser absueltos los cinco imputados Ángel González, Demian Martín, Christian Holdack y Marco Coello como autores materiales, y Leopoldo López como determinador.

En la legislación venezolana hacen falta ambas partes, autor material y determinador. Y en el juicio se evacuaron todas las pruebas de los 142 testigos promovidos por el Ministerio Público, la parte acusadora.

El miércoles 26 de agosto era el día para que la defensa presentara las pruebas documentales: experticias, videos, fotos. La juez Susana Barreiros prescindió de la evacuación de esas pruebas y llamó a conclusiones. A pesar de ser admitidas por el Ministerio Público, cerró el periodo probatorio. Barreiros violó el derecho de la defensa.

En el tribunal se sentaban los abogados Dorys Morillo de Coello y Carlos García Guevara, con Marco a un lado. Dorys nunca se comunicaba directamente con él. Lo hacía a través de García Guevara, pero ese día Marco se volteó y le dijo: “Mamá, me están condenando”.

Esa noche Armando Coello llamó a sus sobrinos, quienes siempre han sido su apoyo, y les dijo: “Nunca me voy a perdonar haber tenido los recursos y no haberme llevado a mi hijo antes”.

Lunes 31 de agosto de 2015. “Tuvimos la oportunidad y no la utilizamos. Esta noche me quedo preso”, le dijo Marco a su padre.

Aquella tarde sus abogados lograron desmontar las pruebas y desarticular la estrategia de la Fiscalía en su contra, a cargo de la fiscal segunda Narda Sanabria Bernathe, con competencia plena, y el fiscal Franklin Nieves. La audiencia tuvo que ser diferida para el viernes 4 de septiembre.

Hablaron poco en el camino a casa y Marco le afirmó a sus padres que no se había quedado preso ese día, pero que el viernes lo dejarían con seguridad.

Armando no tenía Plan B. Había tenido fe hasta ese día.

Pensaba que la defensa ganaría. Estaba blindado el caso. En eso confiaban él, Dorys, el resto de los abogados y Marco.

Esa noche la familia Coello Morillo no durmió.

Martes 1 de septiembre de 2015. Hay un rumor en el tribunal. “Se quedan dos: Leopoldo López y otro”.

Viernes 4 de septiembre de 2015. Al igual que en las audiencias anteriores, al tribunal no se puede ingresar con teléfonos, bolígrafos, tabletas, yuntas en las camisas ni libros. Los maletines y los lentes son revisados por el SEBIN y sólo aceptan llevar relojes de aguja.

El imputado Marco Coello Morillo no se presentó a la audiencia final.

— ¿Con quién se quedó él anoche? —le preguntó la juez Susana Barreiros a la doctora Dorys Morillo de Coello.

— Marco estuvo con su papá

— ¿Me da por favor nuevamente sus números telefónicos?

Dorys se los dio.

— Y le dan unas gotas de valeriana a la doctora Dorys, que está muy angustiada —dijo la jueza, tomando a Dorys por un brazo y animándola a que estuviese más tranquila.

Leopoldo López le preguntó discretamente a Dorys:

— ¿Ustedes no viven juntos?

— Sí, pero en ocasiones ellos hacen planes juntos.

Dorys sacó un rosario y le pidió a Dios que le protegiera a su hijo.

La juez Susana Barreiros, después del almuerzo dijo:

“Siendo hoy día viernes 4 de septiembre a las tres de la tarde, este tribunal ha constatado la ausencia del imputado Marco Coello Morillo y una vez chequeado el registro migratorio se ha comprobado que salió el día jueves 3 en horas de la tarde en un vuelo de American Airlines a la ciudad de Miami. Por lo tanto, desde este momento se separa a Marco Aurelio Coello Morillo de la causa y se pide a su defensa se retire del estrado”

Leopoldo López abrazó a Dorys y le dijo:  “Yo a su edad hubiese hecho lo mismo”.

Dorys se quitó la toga y pidió permiso para quedarse como público. La juez se lo permitió. El trato entre ellas siempre fue respetuoso. Barreiros es menor que la hija mayor de Dorys. En más de una oportunidad salió del despacho a recibirla, a darle los buenos días, a pedir un café “para la doctora”. Incluso la fiscal Narda Sanabria llegó a reconocer que Dorys, a pesar de ser la madre del imputado, era un abogado profesional.

6

“¿Son familia del escritor Paulo Coelho?”. Ésa fue la pregunta más compleja que les hicieron en la inmigración de Estados Unidos. Armando lo afirmó bromeando y ofreció libros de regalo al funcionario de inmigración en el Aeropuerto Internacional de Miami. Colocaron sus huellas dactilares y fueron bienvenidos.

Marco llegó a Florida un día antes de la audiencia final, sin pagarle a nadie y sin hablar inglés.

Su familia los esperaba afuera.

Dorys en Caracas, sin saber dónde se encontraban su esposo y su hijo, no estaba preocupada, a pesar de la comunicación cortada. Sabía que estaban juntos porque faltaba el carro de la casa y la moto de Marco seguía en el estacionamiento.  Eso le dio tranquilidad

El martes 8 de septiembre introdujeron la solicitud de asilo para Marco. A los seis días lo llamaron para tomar sus huellas.

Marco no tiene alerta de Interpol.

7

El miércoles 21 de octubre de 2015, 49 días después de que se fueran de Venezuela su esposo y su hijo, Dorys abandonó su casa. A las 4:45 de la mañana fumó el último cigarro en el jardín y sin voltear se fue al aeropuerto para reencontrarse con su familia en Florida.

A Maiquetía la llevaron unos amigos cercanos. Antes le tocó cerrar varios capítulos: vender el carro y la moto, vaciar la nevera, repartir la despensa, recoger los álbumes de fotos, conseguir inquilinos, dejar la grama cortada. Mientras tanto, Guarimba, la perra de Marco, ya iba en camino a su dueño.

Marco no puede volver. Armando no puede volver. Dorys no puede volver.

En Miami, Marco tendrá una entrevista con un oficial de inmigración entrenado especialmente en la Ley de Asilo para comprobar si ha sufrido daño significativo por raza, religión, nacionalidad, opinión política o ser miembro de un grupo particular. Estará acompañado por su abogada Elizabeth Blandón y su primo, abogado e intérprete, Richard Ríos.

Otorgar el asilo es una decisión del oficial y, en caso de que sea afirmativa, la respuesta llega por correo. Tenían la esperanza de que la entrevista sería en cuestión de días. Ya han pasado ocho meses.

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Este artículo fue publicado originalmente en Prodavinci el 14 de mayo de 2016


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