Perspectivas

¿Por qué leemos a Ramos Sucre?

27/03/2022

José Antonio Ramos Sucre

Hay quien busca o encuentra en su escritura «la ofendida belleza» o «el imposible amor»; también un humor de sonrisa contenida y casi secreto, así como paisajes de trazos marcados, hirientes, o difuminados a lo Leonardo, a lo Reverón. Para no hablar de quienes admirablemente se abisman en la ejecución de su prosa personalísima, plena de adjetivos lógicos, insustituibles, inesperados. Y de quien, de manera obsesiva y luminosa, como Alba Rosa Hernández Bossio, sigue su expresión contemporánea hasta verla venir desde remotas inflexiones: clásicas, en griego, latín y otras lenguas.

La construcción de sus textos, en los cuales la imagen baña y constituye al texto mismo, ha encontrado en la designación de Guillermo Sucre una forma singular: cada uno de ellos se realiza en la imagen, pero esta despliega poderes propios hasta convertirse, según Sucre, en «imágenes imaginantes». A mi manera de ver, en potencia de la escritura a partir de sí misma.

Ramos Sucre adquiere los idiomas desde su infancia; apenas salido de la adolescencia, venido desde Carúpano y Cumaná a Caracas, trabajará por el resto de su vida como traductor en la Cancillería. También desde muy temprano -y según sus palabras, esto surge por el exceso de disciplina cumplida ya en la pubertad- padecerá de un creciente insomnio que lo conducirá al suicidio al cumplir cuarenta años, en Ginebra.

[No deja de ser incitante saber que el joven poeta griego, su estricto contemporáneo, Kostas Karyotakis (1896-1928), tuviera inclinaciones por un estilo poético similar y también eligiera morir casi al mismo tiempo. Ninguno de ellos tuvo noticias del otro; pero el caldo político que los rodeó guarda similitudes].

Es famosa su utilización de un yo, como instrumento de desdoblamiento personal y como sostén de las innumerables personas poéticas que despliega su obra. Dice en «La vida del maldito», publicado en 1923:

Yo adolezco de una degeneración ilustre, amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal (…) Mi alma es desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investigación (…) Detesto íntimamente a mis semejantes, quienes solo me inspiran epigramas inhumanos…

En uno de los grados de su yo, como acabamos de ver, lo íntimo es hiriente, destructor.

Al girar hacia la captación de lo externo (desde personajes o mediante un él indeterminado) el resultado también es implacable. Por ejemplo, en zonas de sus siguientes textos.

En «Tiempos heroicos», el líder de la Independencia extiende la patria como algo «perturbada y efímera entre dos océanos», ya que él es «un ídolo complacido en hecatombes». En «La venganza del dios», este castiga a los seres «engrandeciendo la riqueza de la tierra que mancillan», porque «el desafuero de los habitantes afeaba la fama de aquella tierra amena». En su «Alabanza a Bermúdez» detecta a «los naturales intensos de la costa» y sobre ellos «el azufrado tinte y el cavernoso terror de la Divina comedia», ya que «la guerra es situación anómala, donde es más bochornoso el robo y se disculpa el homicidio». En «Los herejes»: «Los soldados, los diablos de la guerra, dejan ver el tizne del incendio o del infierno en la tez árida y su roja pelambre». En «El cirujano»: «Yo estudiaba la anatomía bajo la autoridad de Vesalio y me encaminaba a aquel sitio a descolgar los cadáveres mostrencos (…) Nadie podía solicitar las reliquias deplorables, con el fin de sepultarlas afectuosamente». En «Bajo la ráfaga de arena»: «Los naturales se habían dividido en facciones y se consumían en una guerra ilimitada (…) El espanto dominaba en las aldeas reducidas a cenizas». En «El casuista»: «El rey desvariado preside la corte y juzga las controversias al pie de un álamo de plata, en el territorio de lontananza fúnebre». En «La valentía»:

El clérigo lleva los mastines violentos, asidos con la traílla (…) Dirige los perros a un prócer inclemente, versado en los rodeos de la caza, émulo del sol y obstinado en escogerlo para cifra de su vanidad y señal de su escudo.

Y hay que leer completos sus poemas «El político», de El cielo de esmalte, y «El mandarín», de Las formas del fuego, en los cuales la página entera es un minucioso paradigma de la injusticia, de la crueldad. En aquellos textos y en estos los terribles protagonistas parecen enceguecer ante el dolor, oponerse a la límpida imagen con que Ramos Sucre ha introducido al lince como figura de sabiduría, y cumplir la designación que Lope de Vega vislumbrara en su soneto a la noche: «lince sin vista».

Para nosotros, que vivimos intensamente los hechos y las terribles y veloces noticias sobre dictaduras, totalitarismos, persecuciones, cárceles, torturas, invasiones, ideologías políticas y religiosas, guerras, hambrunas, migraciones, mentiras, poderíos, efectos de la riqueza inmoral, para nosotros el friso de sus más de trescientos poemas, ensayos y narraciones resulta impositivamente natural: Ramos Sucre anotó hace más de un siglo las constantes de hoy.

Veloces y sangrientas noticias actuales; un poco demoradas para las décadas inmediatas a 1910, pero no menos incisivas en el claro o cifrado lenguaje diplomático y político que durante veinte años Ramos Sucre tradujo, comprendió y guardó a diario mientras trabajaba en la Cancillería. Si la disciplina de su niñez y adolescencia, introducida por su tío el padre Ramos, lo cercaba con el infierno, ahora este pasaba ante sus ojos de manera simultánea: en el frío y cómplice lenguaje diplomático y en las calles de su ciudad, aterida bajo una total dictadura.

Dos signos pueden recoger aquella angustia: su insomnio, cada vez más absoluto en un país que dormía; su breve prisión de 1919, tras ser delatado por «predicar» en clases contra el gobierno.

El director de la academia militar, donde él era profesor, envió al vicepresidente José Vicente Gómez -hijo mayor de Gómez- un telegrama acusándolo de hablar mal del gobierno en su clase de inglés, exigiendo «el pronto retiro de tan perjudicial elemento». Ese mismo día fue recluido en la comisaría y sometido a interrogatorios por más de una semana, hasta que por intervención de personalidades influyentes fue liberado,

explica su biógrafa Hernández Bossio y concluye:

… esta prisión, debió durar desde el 18 de agosto, día del telegrama acusatorio, hasta finales de ese mes. Ramos Sucre se defiende negando que pueda ser enemigo de nadie, porque no es libre, sino atado de pies y manos por sus deberes familiares (y su nombre). Se infiere que su obediencia intachable a la autoridad de usted es obligada; (…) pareciera una carta de sumisión total, y lo es, pero esta es forzada. En ninguna parte elogia al régimen gomecista, como sí lo hacen todas las cartas de los intelectuales que apoyan al régimen.

Pero la obra de Ramos Sucre es un implacable reflejo de la crueldad circundante. A su modo indirecto y a veces lento, la literatura ha triunfado: hay un objeto escrito, sumado a nuestra realidad, contra aquellos procedimientos y aquellos años. Muchos otros autores de entonces fueron aniquilados por el poder; de otros se guarda lo que fue la relación directa de la injusticia y el sufrimiento; pero el verbo distanciado, quizá enigmático, primordialmente sometido a pruebas intelectivas y sensibles de Ramos Sucre transmitió en su exacto momento el horror y, hoy, la cíclica vida lo retoma. La belleza no es inocente, ni para nosotros ni para aquellos gobernantes, idénticos a los del presente.

También nos ha dicho Guillermo Sucre:

Todo es historia para él; a un tiempo, nada lo es. La historia es nuestra enajenación: la creemos real y resulta ficticia, la intuimos como ficción y se vuelve real (…) Ramos Sucre fue uno de los poetas que, en la Venezuela de su tiempo, tuvo una visión (im)personalmente crítica de la historia. («Prólogo» a Obra poética, México, Fondo de Cultura Económica, 1999).

Quizá el poeta nos hable hoy de aquel, su mundo, que casi repite al nuestro. Aquello puede ser considerado historia, pero fue un presente vivo para el autor, como los sucesos actuales para nosotros. ¿No es acaso la historia una fluctuación del mal que nos convierte en lince y topo a la vez? ¿Advertimos cómo nos determina ese accionar parcial, equívoco, que asume ser por nosotros? ¿Podemos permitirlo, admitirlo?

La obra, el mundo de Ramos Sucre: aquí los tenemos, en apariencia sin otra redención que la de la belleza o la de la escritura. La obra de Ramos Sucre está entre algunos de nosotros; la leemos; ¿qué pasaría si fuese un objeto escrito deliberadamente entre todos?


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