
Teresa de la Parra
Como cualquier persona, un novelista puede leer innumerables libros durante su vida. Distracción, aprendizaje o enigmática forma para reconocerse, ese gusto, esa tarea quizá no deje huellas aparentes en su obra. A veces, sin embargo, el narrador desliza nombres de autores, títulos de textos o citas de ellos, que parecen obedecer a preferencias muy profundas. (Lo cual tiene su equivalente en otras variaciones del fenómeno: un silencio notable ―como tal vez lo practicó Teresa de la Parra; o una prolongada admonición, como en Borges contra Gracián.)
Lo anterior sugiere que tales vinculaciones no fijan un determinismo entre el narrador y sus lecturas sino ciertas inclinaciones sensitivas, conceptuales o existenciales. Tampoco imponen estrictamente correspondencias inmediatas, producidas por la moda, aunque así ocurre a veces. En el mundo del pensamiento, un remoto escritor puede imantar la imaginación de alguien actual, quien lo absorberá y lo interpretará desde su nueva perspectiva.
En la medida en que un narrador es consciente de sus vivencias y de su técnica, sabe que únicamente puede transmitir lo más personal de su conocimiento, aunque éste surja cubierto de dudas y de sombras. No se escribe para ilustrar tesis filosóficas o políticas ajenas. La ficción misma es un tono de filosofía privada.
II
Teresa de la Parra se adelanta en América Latina a vislumbrar nuestras ciudades del siglo XX, con sus remanentes de vida colonial. Prosa ágil, casi vacilante por su frescura, despliega ella para detenerse en personajes que recorren un complejo espectro moral y anímico.
En Ifigenia, la acción penumbrosa de la abuela y la tía; el cautiverio solícito de Mercedes Galindo; la sed burocrática y el brutal delirio ante el petróleo de Gabriel Olmedo; la ríspida María Antonia, el lúcido, festivo y débil Tío Pancho, giran alrededor de María Eugenia Alonso, la joven protagonista que, si bien condensa un poco de todos ellos, también contrasta por su espíritu libre, sus ensoñaciones, su inocencia.
En Las memorias de Mamá Blanca cada una de aquellas oposiciones son graduadas por personajes cuyo desfile debe obedecer a la gracia, al humor, a la picardía y la rebelión, pero siempre macerados por una modulación compasiva, tierna.
Las alusiones culturales (y literarias) de María Eugenia Alonso vibran sesgadamente. Las hay de diferentes imbricaciones; como cuando se nimba a una figura femenina con el aura de Penélope, Semíramis o de Julieta; como cuando la actualidad del momento destaca a. Wagner, a Sacha Guitri, a Isadora Duncan; también parecen indicar preferencias actitudinales cuando nombran a Demóstenes, Mirabeau, D’Annunzio y franca admiración literaria cuando se pronuncian exclamativamente los nombres de Musset, Bécquer, Chénier.
Algunas de las cartas de Teresa de la Parra citan, se oponen, evocan o comentan frases e imágenes de numerosos escritores. Desde Colette, Rolland, Hugo, Mann, Barbusse, Dickens, Daudet, Kipling, Gracián, Unamuno, sin omitir a varios latinoamericanos como Isaacs, Lydia Cabrera, Mistral, Enrique Bernardo Núñez y Zaldumbide, hasta Paul Morand y Eugenio d’ Ors. Y también en ellas es notable la lista de filósofos: Plotino, Cicerón, Aristóteles, Santo Tomás, Bergson, Nietzsche, Kant, Schopenhauer, Vasconcelos.
Cierto que a muchos de estos últimos no parece leerlos directamente la novelista y que el remoto punto de partida (1931) debió ser una historia de la filosofía de Messer. Apropiado (y sorprendente) proceso para los últimos años de una mujer tan sociable y aguda: la obsesiva visión que le deparaba comprender los misterios del pensamiento filosófico parece un ardiente consuelo ante la enfermedad fatal.
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Comentaremos enseguida cuatro aspectos visibles en la escritura de Teresa de la Parra sobre sus lecturas de novelista.
“Tanto la lectura de Proust como el ensayo de Ortega y Gasset la ‘Deshumanización del arte’ y ‘Sobre la novela’ me han hecho bien en el sentido de que he hallado muchos puntos de coincidencia entre opiniones y lo que yo naturalmente siento y pienso”.
Teresa de la Parra anota esto al margen de su diario, en Neuilly, el 18 de octubre de 1931. Es un día en que ha comenzado a ordenar papeles viejos (algunos de 1924) y rompe y clasifica materiales. Allí mismo dice: ‘Son cuatro años intensos de mi vida los que he visto pasar. A pesar de alguna monotonía, cuántas cosas olvidadas, de valor documentario para mi vida interior, y qué melancolía ver cómo nos vamos muriendo en lo que dejamos atrás lo que fue todo en un momento dado y está ya marchito a pesar de recordarlo con cariño y ternura’.
Esta es la única referencia a Proust que conocemos en lo que se ha publicado de Teresa de la Parra. Una narración tan memoriosa, tan armoniosamente vital en la construcción del pasado de sus personajes; tan adicta a los espacios interiores, a la conversión de la prosa en un acto respiratorio, dulce, dramático a veces, como lo es Ifigenia, inexorablemente gravita hacia la sensibilidad proustiana.
Por lo menos desde 1922 Proust había dejado de ser un escritor excéntrico para la exigencia francesa. La venezolana, frívola y culta, no debe haber tardado en descubrir a ese autor, aunque escribiera Ifigenia en su refugio de Macuto. Como un zeitgeist, el relato de la Mamá X, redactado en 1922 e incorporado después a la novela, ya muestra esa búsqueda del milagro del tiempo.
¿Qué estaba leyendo Teresa de la Parra de Proust, según su diario? Nunca lo sabremos. Pero la lectura y el momento entero en que ella hace la anotación iluminan una honda vinculación con la manera de hacer reverberar memoria y presente según el narrador francés: otra vez el pasado, la revisión de lo que fuimos, la intensidad convertida en marchitez y sin embargo viva, dentro de la escritura que rescata aquellos momentos.
No debió ser la primera vez, entonces, que la narradora sintió el bien que le hacían esas coincidencias “entre opiniones y lo que yo naturalmente pienso y siento”. ¿Qué nos dice su inmenso silencio sobre Proust, no es una manera tácita de aceptar su cercanía literaria?
Aunque leídas para el público en 1930 las Tres conferencias, por su tema, por las consultas bibliográficas y epistolares y probablemente por el sentido de su orquestación, debieron irse fraguando inmediatamente después del éxito de Ifigenia. La “influencia de las mujeres en la formación del alma americana” estaba muy cerca de la historia de abuelita y de las señales del mundo colonial en la Caracas de María Eugenia Alonso. También de una vislumbrada novela sobre Bolívar.
Ahora la novelista saluda con complicidad a Bernal Díaz del Castillo porque su “falta de estilo”, su “desaliño” le parecen acentos deseables (sobre todo a ella, tan prosista en Ifigenia, tan calculadamente espontánea en Mamá Blanca). Retrata a la ñusta doña Isabel, madre del Inca Garcilaso de la Vega, pero se detiene en éste para celebrar su estilo y la estructura de su obra mayor: “donde su prosa sonriente llega a la más alta cumbre creadora es en Los Comentarios Reales. Memorias de su infancia, recuerdo de recuerdos que otros le narraron…” En Sor Juana reconoce a “uno de los más complejos genios femeninos”, que de haber nacido en Francia en la misma época hubiera deslumbrado por su talento literario. Aunque no se detiene en esos aspectos formales, cómo deben haber impresionado a Teresa de la Parra las dotes lúdicas de Sor Juana ante la construcción del poema. La forma se realiza con el fuego de la perfección, pero dentro de ella alguien vigila: la explica, la contradice o su burla, mientras el poema afirma su duradera organicidad. ¿No había hecho algo similar Teresa de la Parra con una novela que es a la vez diario, carta y parodia?
De nuevo en estas conferencias la narradora menciona a numerosos personajes del teatro, la poesía y la ficción; y nombra algunos de los autores con quienes ya se relacionaba desde antes: Rousseau, Corneille, Chateaubriand, madame de Staël, Humboldt, Andrés Bello. Establece así un discreto tejido para extraer contemporaneidad a la Colonia, discreción que apenas deja filtrar lo que debió ser un ambiguo impulso de información para Teresa, la mujer: el nombre de Freud.
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En efecto, al final de la segunda conferencia, mientras evoca el incidente de un olvido (algo cruel, pero referido con humor, ocurrido a su muy anciana tía Teresa Soublette), Teresa de la Parra escribe: “(…) era un olvido, uno de esos olvidos realmente involuntarios, pero que Freud descendiendo a lo más hondo del subconsciente haría derivar del temor violento de aburrirse en compañía de la pobre vieja romántica. También ella se valió de recursos freudianos para guardar fresco su ideal”.
Una ilustración de la psicopatología de la vida cotidiana, una omisión social. El olvido que revela aquella otra zona de la realidad que nos posee como presencia o recuerdo. ¿No hay una misma línea reflexiva en la escritora que pasa por Bergson, Proust y Freud?
Un año después, el 23 de septiembre de 1931, vuelve a Freud en su diario: lee sobre psicoanálisis “con gran interés especialmente ahora que he ido aceptando ciertas cosas que juzgaba arbitrarias al principio”. Y describe:
“Antenoche hice una experiencia muy interesante. Traté de recoger el sueño y analizarlo según el método que indica Freud. El sueño correspondía a preocupaciones de la víspera, a opiniones oídas en conversaciones anteriores, todo en una forma simbólica que se podía analizar fácilmente gracias a coincidencias muy curiosas”.
Con audacia, podríamos pensar a partir de estas anotaciones que Freud no estuvo presente, como apoyo teórico, en la elaboración de Ifigenia. Lo cual no impide que haya escenas perceptibles desde el claroscuro freudiano en la novela (la larga divagación, las horas de la duda en la noche de María Eugenia ¿no podrían corresponder a esta advertencia de Freud sobre la Gradiva: “la vida anímica posee mucha menos libertad y arbitrariedad de lo que suponemos, y hasta quizá carezca de ellas en absoluto”?).
Al parecer, la narradora estaba más interesada en aplicar un método de interpretación a sus propias experiencias que a la literatura, porque tampoco hallamos signos conflictivos deliberados de Freud en Mamá Blanca, excepto, tal vez ―lo que sería decir todo lo contrario― en el diseño general de la anécdota: “en los tres o cuatro primeros años de la vida quedan fijadas ciertas impresiones y establecidas ciertas formas de reacción ante el mundo exterior que no pueden ser despojadas ya de su importancia y sentido por ningún suceso ulterior” (Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci). La narración de Mamá Blanca dejaría entonces de poseer la simetría bergsoniana que guarda Ifigenia para convertirse en una exploración de lo inconsciente a partir de imágenes poéticas: el “misterio dual” de la esterilla.
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Al mostrar la acción de las mujeres criollas en el preludio de la Independencia, la tercera Conferencia de Teresa de la Parra las exhibe ―a medias ingenuas, a medias muy informadas― escondiendo, haciendo circular y leyendo libros de los enciclopedistas. Allí está Voltaire y su “pestífero Diccionario Enciclopédico”.
También la inquieta María Eugenia acaba de descubrir en su encierro caraqueño la biblioteca circulante que le permite, por mediación de la inefable Gregoria, leer cuanto se le ocurra. “¡Ah, si tía Clara supiera, por ejemplo, que estoy leyendo ahora el Diccionario Filosófico de Voltaire! ¡Qué escándalo y qué horror le causaría! Pero mis lecturas tienen el doble encanto de lo delicioso y lo prohibido, y el Diccionario Filosófico cuando no está en mis manos yace enterrado como un tesoro en el doble fondo de mi armario de espejo”.
Por una vez la escritora de las Conferencias y la narradora de Ifigenia, a través de su protagonista, coinciden en un autor y un libro, en una lectura que se está haciendo.
Esto no ocurre por azar. La obra de Teresa de la Parra está atravesada por un vertebral concepto de la libertad, de la justicia, de la armonía. El reparto de personajes en Ifigenia, como decíamos al comienzo, constituye una gama de mentalidades y de actitudes, que convergen hacia el aéreo espíritu de la joven. Pero ésta es a la vez espontánea y analítica, sabe sopesar lo práctico y lo ideal, ama la tradición y el presente; su rebelión pudiera llevar como emblema la búsqueda de un equilibrio.
El cuadro de Mamá Blanca —política, humor, naturaleza, Estado― reviste aun mayor significación: la sociedad debe cumplirse dentro de lo liberal y la tolerancia.
En ambos libros, la prosa quiere ser informal, naciente; el humor, compasivo y placiente. El lector está invitado a participar en una experiencia de convivencia: ¿no revela todo esto las calculadas y delicadas aspiraciones filosóficas de Voltaire
El Diccionario filosófico portátil (1764) de Voltaire cumplió con su título. Recorre su país, recorre Europa, pasa a América; y ya lo vemos atravesando el tiempo para caer en manos de una adolescente arisca o de su refinada creadora. Dirá el filósofo sobre Descartes: “hizo una filosofía como se hace una buena novela: todo parece verosímil y nada es verdad” (Cartas filosóficas). Él había preferido un pensamiento más próximo a lo vital y dentro de esto, el buen humor, la desatención a las supersticiones, la lucha contra la intolerancia.
Admirador de la cultura inglesa, Voltaire no rehúye la sátira, la ironía y hasta el sarcasmo. Desoye el canto de las abstracciones (¿no son éstas el pecado de Tío Pancho y de Primo Juancho?), porque el mundo se nos entrega desde las sensaciones, y en la elevación de las mismas encontraremos la sociedad. “Pensar en sí mismo, haciendo abstracción de las cosas naturales es no pensar en nada: y digo absolutamente en nada, entiéndase bien” (Anotaciones sobre los pensamientos de Pascal).
Concreción para el pensamiento; reconocimiento del optimismo y de la gracia: cultivo de la discreción, de aquello que revela y madura nuestros sentimientos, nuestra pública intimidad: un rastro voltaireano en la novelista y sus personajes. ¿No lo acepta así Richard Rorty? Propone en La historiografía de la filosofía: cuatro géneros: “podemos esperar continuas revisiones del canon filosófico con el fin de armonizarlo con las necesidades presentes de la cultura superior”. Especialmente si ese canon se convierte en principio inmerso en la vida cotidiana, tal como nos lo ha mostrado la obra literaria de Teresa de la Parra: el “desaliño” de Bernal Díaz repica en las Memorias; la sonrisa que nos despierta María Eugenia deviene de su astuta candidez. ¿No se inclina todo esto hacia una emoción voltaireana?
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En julio de 1925 la novelista escribe su famosa carta a Miguel de Unamuno, verdadero diálogo sobre Ifigenia.
Concluye la misma con algunas consideraciones sobre el espejo y Narciso. Así como en el relato de Guillermo Meneses, La mano junto al muro, hay dentro del cuarto de Bull Shit un espejo que podría equivaler a la vibrante y cambiante órbita de la narración misma, en la novela de Teresa de la Parra, María Eugenia y algunos otros personajes reciben el comentario, el paralelismo de algún espejo, cuyo soporte final es también la escritura.
“Si como Narciso me ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento, créalo” pide la escritora. En efecto, ya ella misma ha reconocido poco antes que el espejo “no solamente nos vacía o nos desdobla, sino que nos multiplica además hasta lo infinito en partículas tan insignificantes, que las vamos perdiendo como alfileres (…)”
El espejo, que convierte en Narciso a todo el que se le asome, ha dado cuenta de la alígera voluntad de María Eugenia. Multiplicada en los otros y por los otros; graciosa, pero sin energía suficiente para convertir lo abstracto en concreción (es decir, en decidir su destino), se multiplica para terminar en una unidad tal vez “insignificante” —de acuerdo con sus aspiraciones previas.
(Fragmento del libro Fulgor de Venezuela, Caracas, 2013)
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Referencias:
- Abbagnano: Historia de la filosofía. Montaner y Simón, S.A. Barcelona, 1955.
Apuntes filosóficos, 4, revista semestral, Escuela de Filosofía de la UCV, 1993.
Sigmund Freud: Psicoanálisis del arte. Alianza Editorial, Madrid, 1970.
Jacques Lacan: Introducción al Entwurf en El seminario de Jacques Lacan, Ediciones Paidós, Barcelona/ Buenos Aires, 1983.
Hamlet, revista freudiana, Ediciones Paidós, 1992-1993.
Teresa de la Parra: Obra completa, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.
Richard Rorty: Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós Básica, Barcelona, 1991.
La historiografía de la filosofía: cuatro géneros en Philosophy in History, Cambridge University Press, Cambridge, 1984.
José Balza
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