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“Armando fue en la mañana a la Universidad Central de Venezuela a meter sus papeles para estudiar medicina. Quería ser anestesiólogo y tener seis hijos. Ese día, 3 de mayo, suspendieron las clases en el conservatorio, en El Paraíso, donde estudiaba viola. Decidió irse a la protesta con su hermano mayor, Alejandro (21), donde se encontraría con su padre. Había cumplido dieciocho años dos meses atrás.
Antes de eso, no se lo permitimos. Decía que quería un país que se pareciera, aunque fuera un poco, al que le habíamos contado haber vivido.
En la tarde, recibí una llamada de mi esposo:
—Mónica, te voy a buscar, a Armando se lo llevaron al Hospital Domingo Luciani.
Soy médico. Y Armando estaba manifestando en Las Mercedes. Sabía que de estar herido lo habrían llevado a la Policlínica Las Mercedes o al CDI.
Cuando le vi la cara al médico, no hubo necesidad de que me dijera nada. Es la misma cara que me ha tocado poner muchas veces. Es algo que se aprende con los años de servicio. Solo pedí verlo. Me entregaron la ropa primero y supe que era un tiro. Lo destapé, estaba envuelto. No tenía dolor en la cara. Era un rostro en paz.
Armando me cuidaba, me llamaba varias veces al día. Me sobreprotegía. Me peleaba la fumadera, me pedía que me abrochara la camisa, no me dejaba cortarme el pelo, me celaba. Me abrazaba. Mi esposo lo enseñó a ser cariñoso. Era arquero, jugaba futbolito. Era miembro de la Orquesta Simón Bolívar, bailaba salsa casino, ayudaba a reparar cosas en la casa con su papá, estudiaba inglés, era muy organizado con su tiempo. Se graduó de bachiller en 2016 con promedio de 18,63. Le hacía la tarea a los amigos.
Todavía no me he sentado a llorar, ni a pegar gritos, ni a tirar vainas. Lloro de a poquito, calladita, sola en la noche, sin que mi esposo me oiga. No sé por qué. No quiero que mi hijo ni mi mamá me vean llorando.
Alejandro y Armando iban a las marchas juntos y compartían cuarto. A pesar de tener uno para cada uno, nunca quisieron separarse. Cuando montaron a Armando en la ambulancia, no dejaron que se montara con él. Alejandro me pidió dormir en mi cuarto en un colchón al lado de la cama. Ha dormido con nosotros en la cama. ¿Cómo le decimos que no?
No tengo preguntas a quien disparó. Solo le diría que estoy segura de que más nunca va a poder dormir en paz. Son personas que cumplen órdenes, pero las ejecutan con mucho gusto. Están de acuerdo con esas órdenes. Quizás la orden no era matar, pero todo el que dispara puede matar.
Creo en Dios, soy católica. Mi esposo es ateo. Armando era creyente. Quizás Diosito lo necesitaba a su lado.
El día del entierro fui vestida con pantalón anaranjado y camisa amarilla. Le pedí a la gente no se vistiera de negro porque el luto va por dentro. Armando era muy alegre y lo honré de esa manera. Lo enterramos con su ropa y zapatos preferidos. Son de color verde. La viola, Pepita, no se entierra. Está en casa.
Sobre su tumba no han sembrado grama todavía. El camión de la grama tiene sus días. Juan Pernalete, Miguel Castillo y Armando Cañizales están juntos en el cementerio, uno al lado del otro.
Hace pocos días, agarraron a un infiltrado en una protesta y gritaron todo lo que le querían hacer en nombre de los muertos en las protestas. El asunto se estaba saliendo de control. Me tuve que meter y hablarle directo al que estaba más alterado:
‘¡Estás frente a la mamá de uno de esos muertos y no vas a hacer nada incorrecto. Nada fuera de la ley. Te vas a mantener de este lado de la historia!’
Se quitó la capucha, me pidió disculpas y me abrazó”.
***
Mónica Carillo D’Lacoste, 50, Médico Pediatra, Hospital Periférico de Catia. Madre de Armando Cañizales.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 3 de junio de 2017.
Roberto Mata
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