Perspectivas

Conmemorar la paz: en los cincuenta años del tratado de Varsovia

22/03/2022

El canciller alemán Willy Brandt se arrodilla ante el Monumento a los Héroes del Gueto de Varsovia el 7 de diciembre de 1970. Fotografía de Imago | Sven Simon

Aquello de la imagen que dice más que mil palabras es un lugar común y, como suele suceder en estos casos, corre el riesgo de todas las simplificaciones. No, no siempre una imagen dice más que las palabras. En esta era de los fakes sabemos hasta qué punto las imágenes pueden callar, ocultar y confundir.  Pero hay ocasiones en las que sí se cumple el aserto. ¿Qué agregar, por ejemplo, a la  icónica imagen de la Genuflexión de Varsovia, en la que un Willy Brandt se arrodilla en señal de respeto y humildad ante el monumento al Levantamiento del Gueto? Era el gesto contundente y definitivo de una nueva relación con el pasado. Y también con el futuro. La decisión por convertir a la nación que hacía apenas medio siglo, como una avalancha indetenible, se había lanzado sobre Europa y que ahora tenía la firme convicción de vivir en democracia y de promover la paz.

Olvidar sus prodigios militares de antaño (y hasta avergonzarse de muchos de sus aspectos), pedir perdón, en vez de reclamar cuentas, privilegiar lo que se puede construir en el futuro a lo que se puede arrastrar en el pasado. Brandt actuaba de manera radicalmente distinta a lo que usualmente vemos en esa forma de discurso político que son las historias oficiales. Basta con repasar los grandes manuales, la pintura y la estatuaria heroicas, que adornan plazas y oficinas públicas, las toponimias y otros lugares de la memoria, así como los martirologios y panteones de los que se hablan en las escuelas, para compulsar hasta qué punto ha sido considerada la guerra, y no la reconciliación ni el perdón, la savia de las naciones. Tradicionalmente, si en alguna parte se buscaban ejemplos de virtud republicana, se esperaba aprender el heroísmo, o se creía alcanzar la gloria, en los campos de batalla y no, por ejemplo, en el trabajo duro, callado y cotidiano del labriego; la sucesión de días, en apariencia grises y tediosos, en los que se construyen caminos y torres, se enseña a los niños y se cuida a los enfermos. Entre los historiadores esto ya no es así (y la verdad no lo ha sido desde hacía más de un siglo), pero no siempre lo que ocurre en la academia se refleja en la calle, ni mucho menos logra alinearse con los intereses políticos.

Por eso fue y sigue siendo tan significativo el gesto de Brandt, así como su acogida muy favorable por Polonia (porque una cosa es pedir perdón y otra es ser perdonado).  Y por eso, también, lo es que, a más de medio siglo de aquello, los Estados de Polonia y Alemania hayan apostado a conmemorar y a celebrar la paz. Sus historias cruzadas podrían darles argumentos para largos memoriales de agravios; muchas de las páginas más dolorosas que han vivido -¡y vaya que son muchas!- fueron producto directo de su dificilísima relación. Tienen muertos, muchos muertos, que cobrarse entre sí, pero un día decidieron decir basta, cortar la cadena de la violencia, dejar las ofensas atrás o, mejor, asumirlas, metabolizarlas y superarlas (proceso, por cierto, que calza muy bien con uno de los más famosos principios de la filosofía de la historia alemana: aufhebung). Si algo debemos recordar todos los que nos ocupamos de la historia, desde sus políticas (para las cuales los alemanes también nos han legado una categoría famosa: vergangenheitspolitik) hasta su enseñanza en las escuelas, es que pocas mejores herencias le podemos legar a las generaciones futuras que las de librarlos de los odios de sus mayores.

Por supuesto, eso no implica olvidar, porque el olvido es un camino rápido y fácil para repetir errores. Implica, sí, la aufhebung, conocerlo, comprenderlo con sentido histórico, separar el grano de la paja, y avanzar con lo que aporta su legado. Además hoy estamos en momentos en los que la herida, que empezaron a suturar alemanes y polacos en 1970, demuestra cuán viva pudo haberse mantenido si no la trataban a tiempo.  El pasado 24 de febrero un fantasma que creíamos desaparecido se volvió a cerner sobre el planeta. No es que las guerras habían desaparecido, por mucho de que nunca había sido, en conjunto, tan pacífico como el día de hoy, y no es tampoco que los conflictos por territorios hayan dejado de ser acicates para las armas, ya que las fronteras producen todos los días chispazos que, cada tanto, generan incendios. El asunto es que la guerra que se está librando en Ucrania ha llevado todo esto hasta donde menos se lo esperaba: las puertas de la Unión Europea, con toda la visibilidad que esto le da y el temor que genera. Si una de las regiones más libres, estables y democráticas del mundo puede verse sacudida por algo así, todos nos preguntamos, con angustia, qué puede quedar para los demás.

Del mismo modo, el conflicto de Ucrania tiene un peligroso aire de familia con el que en 1970 Polonia y Alemania decidían liquidar. No solo se trata de que nuevamente alguien apele a derechos históricos, reales o supuestos, sobre ciertas áreas para justificar una intervención armada (exactamente lo que el tratado de Polonia y Alemania expresamente dejó atrás), sino de que esos territorios que hoy se disputan a cañonazos y misiles, en muchos casos son los mismos, y en todos forman parte de la misma región y los mismos problemas inveterados, que hicieron estallar en 1939 la guerra entre Polonia y Alemania que en dos años se hizo mundial. Hablamos de esa amplia franja de pueblos, riqueza cultural, pero, lamentablemente, disputas entre imperios y naciones que quieren afirmarse, que es la Europa central y oriental. Si tomamos en cuenta que en 1939 no fue Alemania la única que invadió Polonia, sino que a los días la acompañó la Unión Soviética, que esta le arrebató al expoliado país vastos territorios y que a muchos de ellos los incorporó a la Ucrania soviética, la relación entre la invasión de 1939 a Polonia y de 2022 a Ucrania se muestra inmediata. Un buen segmento de la Ucrania que hoy Rusia quiere conquistar se lo había quitado a Polonia en 1939. Por eso debemos mirar al conjunto, al proceso en su dimensión más amplia, para entender de qué trata la paz germano-polaca que acá celebramos, así como la guerra ruso-ucraniana que lamenta prácticamente toda la humanidad.

Fotografía de CAF | AFP

La guerra entre Polonia y Alemania a los dos días se hizo europea y generó una alineación de actores que más o menos es a la actual, con Occidente en un bando y la URSS en el otro, por el momento al lado del III Reich (razón por la cual casi todos los comunistas del mundo eran entonces “pacifistas”, opuestos a cualquier gesto contra Hitler). En 1941, cuando Alemania ya se había engullido a Europa occidental, rompió su matrimonio por interés con la URSS y decidió invadirla en una de las operaciones militares más grandes de la historia. Ucrania, para el momento una de las repúblicas soviéticas, se convirtió de inmediato en uno de los grandes escenarios de la guerra, y si hoy quienes nos ocupamos de la historia en esta parte del mundo recordamos a Kiev o a Jarkov, es por las batallas de aquella hora sangrienta y tremenda. Se habló entonces de una Ucrania más o menos independiente bajo la órbita alemana, pero la guerra, ya mundial desde diciembre de 1941, finalmente fue favorable a la URSS (ahora, por las circunstancias, aliada de Occidente) y tras su victoria definitiva no solo retomó todo lo quitado a Polonia en el 39, sino que fue por más (por ejemplo, un pedazo a Checoslovaquia, que también incorporó a la Ucrania soviética). Como coletazo del conflicto bélico, siguió una importante guerra de guerrillas en Polonia y Ucrania hasta la década de 1950, pero sin ninguna perspectiva de éxito en el nuevo contexto de la Guerra Fría. Los campos de prisioneros y los paredones fueron el destino de la mayor parte de aquellos guerrilleros polacos y ucranianos.

Todo lo anterior está entre los sucesos más tristes y oscuros de la historia europea.  Si se trae a colación en medio de un recital de piano y de la conmemoración de la paz, con el terrible sabor que deja en la boca, se debe a dos cosas: a que nos pone en perspectiva el tamaño de lo que está ocurriendo ahora, y con eso de la urgencia de atajarlo antes de que se ponga peor, pero sobre todo porque nos pone en perspectiva la magnitud de la genuflexión del Willy Brandt y del gobierno polaco al aceptar el gesto y abrir una agenda enfocada en el porvenir. La guerra había terminado solo veinticinco años atrás. Salvo los muy jóvenes, el resto de los polacos y alemanes tenían recuerdos (en general muy malos recuerdos) de ella, o habían oído sus historias por protagonistas inmediatos. Varsovia apenas se terminaba su reconstrucción, después de la saña con la que fue bombardeada y después demolida (su reconstrucción, por cierto, hoy es referencia en todos los estudios de restauración del mundo). La comunidad judía era un vacío estruendoso para cualquier polaco que haya sido más o menos consciente en 1939, uno con el que hasta en la actualidad hay dificultades para lidiar. Parte principalísima de la sociedad hace apenas dos décadas, tras la Shoá, parecían borradas del mapa. Gran parte de los polacos, además, tenían muy pocos años en las nuevas ciudades en las que habían sido reasentados, en un experimento social tan gigantesco como cruel: se les trasladó compulsivamente desde los territorios tomados por la URSS a los que los aliados les habían dado a Polonia de la Alemania derrotada, y de los que, a su vez, se había expulsado de sus hogares y de su patria a unas diez millones de personas. La histórica Prusia fue eliminada por decreto, la mayor parte de su territorio fue repartido entre Polonia y la URSS, y sus habitantes también obligados a abandonarla. Como grandes demiurgas, las potencias vencedoras movían y reubicaban a polacos y alemanes como simples piezas de sus tableros.

Así, la nueva frontera entre Polonia y la República Democrática Alemana, línea fronteriza Oder-Neisse, era considerada para la República Federal Alemana una injusticia desde todo punto de vista inaceptable. No aceptaba como legítima la pérdida de todos aquellos territorios hacia los cuales, por decirlo de alguna manera, Polonia fue “empujada” hacia el oeste (además, tampoco reconocía al RDA). Aquello era una natural causa de inquietud: ¿no había comenzado la guerra de 1939 con la excusa del “Pasillo Polaco”? ¿Cómo reconciliarse después de todo eso? ¿Cómo decirles, por ejemplo, a tantas personas que consideraban que tenían cuentas pendientes que lo mejor era pedir perdón, estrecharse las manos y trabajar para que algo similar no volviese a ocurrir? ¿Cómo crear la confianza para alcanzar la convivencia y la paz?

Los expertos en irenología, la ciencia que se centra en los procesos de construcción y mantenimiento de la paz, hablan de la “paz imperfecta”. Es decir, la respuesta a todas estas preguntas es que la única manera de alcanzar la reconciliación es aceptando que nunca se podrá alcanzar todo lo que se desee. Y que aquellos, que suelen ser muchos, que simplemente piden venganza, tal vez sientan que no obtienen nada. Para 1970, Europa alcanzaba un cuarto de siglo de paz -una paz, es verdad, en vilo por el temor atómico- y ya tenía algunas lecciones aprendidas. Medido como se midiera, por dolorosas que hayan sido las heridas, el orden existente, sobre todo en Occidente, era preferible al horror sufrido en la década de 1940 y, la verdad, vista en conjunto, que toda la primera mitad del siglo XX. Alemania, que había pagado un precio espectacularmente alto por el ensayo del nacionalsocialismo, partida en dos se reinventaba como una república occidental democrática y como un país comunista, en ambos casos tomándose muy en serio el cometido. Que la vieran como una vecina confiable era complicado y necesitaba de grandes gestos simbólicos, así como de acciones muy contundentes.

Willy Brandt, el legendario alcalde socialdemócrata de Berlín al que le tocó sortear la crisis de 1960 y la construcción del muro, llegó a la cancillería en 1969 con un programa de renovación. Uno de sus puntos más resaltantes fue la Ostpolitik, que implicaba regularizar las relaciones con los países del bloque comunista. Sobre todo con los dos más complicados: la República Democrática Alemana, vista como una especie de escisión ilegítima creada por los soviéticos, y con la cual las relaciones eran tan malas como podía demostrarlo el Muro de Berlín, y Polonia, comprensiblemente temerosa del no reconocimiento de su nueva frontera occidental. Sin embargo, y este es un dato trascendental, el antecedente de reconciliación más importante vino desde Polonia. Poco antes, en 1966, se cumplieron mil años de la cristianización del país. El comunismo, como lo demostró al mundo el papa San Juan Pablo II, no solo no había podido dominar a la Iglesia Católica, sino que la convirtió, sin ella desearlo, en la principal (por no decir única) voz autónoma del país.  En este contexto, la Iglesia decidió asumir su milenaria historia sin rodeos, por incómoda que esta pudiera ser, lo dijo con claridad: la cristianización de Polonia tenía mucho que ver con Alemania, y en gran parte del país, por mucho tiempo, las actuales iglesias polacas y alemanas habían sido una sola. Si algo enseña el cristianismo es a perdonar a los que nos han ofendido y a reconocer las faltas propias, por lo que la ocasión era la propicia para dar un paso adelante.

Fotografía de CAF | AFP

De ese modo, en 1965, el episcopado polaco publicó la muy sonora (y sonada) Carta pastoral de los Obispos polacos a sus hermanos alemanes. Reconociendo las raíces comunes, llaman a la cooperación con los cristianos alemanes (católicos y protestantes) y, sobre todo, dicen la frase que inmediatamente se hizo famosa: “perdonamos y pedimos perdón”. Perdonamos todo lo sufrido, que había sido tanto, por la invasión y ocupación alemanas, y pedimos perdón por lo que pudo haber hecho Polonia en la posguerra, por ejemplo, con los millones de alemanes expulsados de sus hogares. Era una voz firme, que decía cosas muy incómodas, pero con la frente en alto y los brazos abiertos. La respuesta del episcopado alemán fue inmediata. Y a nivel oficial, pronto vino la de Willy Brandt al visitar Polonia cinco años después. No solo el gesto de arrodillarse ante el monumento de los caídos en la rebelión del Gueto de Varsovia, que recorrió la prensa del planeta y hoy sigue siendo, como se dijo al principio, icónica; sino por la firma, el 7 de diciembre de 1970, del Tratado de Varsovia, en el que se reconoció la Línea Oder-Neisse. Es decir, el gran gesto simbólico y la gran acción concreta para construir la confianza y la paz. Dos años después, en 1972, se restablecieron formalmente las relaciones, que es el cincuentenario que celebramos hoy.

Naturalmente, había demasiada historia como para que los resquemores se disiparan de un día para otro. El Tratado generó mucha polémica en Alemania y, veinte años después, cuando la República Democrática Alemana colapsó y fue integrada a la República Federal, la nueva Alemania, unificada, muy rica y ahora más grande, hizo temer a algunos por el reavivamiento del deseo por los territorios cedidos a Polonia en 1945. Fue el momento en el que había que honrar, con contundencia, la palabra. Y eso ocurrió el 14 de noviembre de 1990, se ratificó el tratado de 1970.

Ya va medio siglo de armonía entre Polonia y Alemania, lo que da una esperanza al mundo: contra todos los pronósticos, la paz y el perdón al que apelaron los prelados polacos, lograron imponerse. Esta verdadera aufhebung es el motivo de la celebración que nos congrega. Y es lo que permite apostar a que la parte de aquel conflicto matriz de hace ochenta años, que hoy hace sonar de nuevo los cañones, pueda desembocar en un deseo igual de perdonar y de pedir perdón. ¡Que así sea!

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Palabras pronunciadas en el evento “Cooperación y confianza para construir la paz”, organizado por las embajadas de Alemania y Polonia, que tuvo como acto central el recital de piano de Anna Miernik.  Caracas, 19 de marzo de 2022.


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