Se ha sustituido el nombre de la autopista Francisco Fajardo por el de Gran Cacique Guaicaipuro. Fotografía de Federico Parra | AFP.
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«Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo».
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas.
Se cuenta que el príncipe Grigori Potemkin levantó pueblos de utilería para demostrarle a su soberana, la reina Catalina la Grande, que él había tenido mucho éxito para desarrollar los territorios de Rusia que estaban bajo su mando.
En nuestra situación opresiva, esto requiere mucho esfuerzo. Basta con crear castillos en la imaginación con la neolengua. Para Orwell, la neolengua es la forma retórica en que se degrada el lenguaje en los regímenes totalitarios. Se dice una cosa con un término moralmente aceptable, pero realmente lo que se pretende es ocultar la dominación bajo un disfraz de respetabilidad. Un ejemplo de esto ha sido denominar “zonas de paz” a los barrios donde el gobierno ha pactado, con los delincuentes, el control social.
Boris Groys (Postdata comunista, p. 46) hace notar que, a pesar de todo el peso que tiene el análisis económico en el marxismo, el comunismo termina negando la economía en nombre del lenguaje. Quien termina haciendo canónico este giro es el mismo José Stalin, quien reconoció que el absolutismo del comunismo exige subordinar toda realidad al discurso oficial. Esto puede ser ilustrado con el agudo comentario de Groucho Marx: «¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?». También viene a la mente cuando Winston Smith, el protagonista de la novela de Orwell, 1984, es reeducado, se le obliga a que acepte dos más dos son cinco.
Hace unas semanas atrás, el régimen venezolano ha sustituido el nombre de la autopista Francisco Fajardo por el de Gran Cacique Guaicaipuro, con el evidente propósito de manipulación ideológica.
El cambio fue arbitrario y antipolítico. Arbitrario, pues solo responde a un ejercicio de poder sin atenerse a ninguna racionalidad saludable. Es una demostración de quién manda, pues el poder es para humillar a los demás. También es antipolítico porque no es el producto de una consulta con todos los sectores de la ciudad, como tampoco responde a clamor popular alguno.
El lavado de cerebro
En cuanto al contenido de dicho cambio, podemos observar que se ha sacrificado el nombre de un personaje histórico que simboliza el mestizaje por otro que lo niega. Nuestra realidad es una mezcla étnica, de modo que se nos invita a privilegiar, de forma disfuncional, solo un aspecto de nuestra herencia. Todo esto se hace para introducir un conflicto anacrónico en la conciencia social.
Hay un viejo chiste de Jaimito que cuenta que agarra a golpes a su compañero de clases de origen español. Cuando la maestra le pregunta que por qué lo hace, el travieso rapaz responde que porque los españoles son enemigos de la independencia de Venezuela. La maestra le explica que eso sucedió hace mucho tiempo. A esto Jaimito le responde que él se acaba de enterar. Este chiste, que fue repetido por el fallecido Hugo Chávez, ha resultado ser la máxima que rige la dinámica que el totalitarismo quiere aplicar a la conciencia histórica del país.
Dicho lavado de cerebro está compuesto por varios elementos. Uno de ellos consiste en el impulso romántico de tratar de fundar la república no en la razón, sino en el sustrato prelógico de un pasado primitivo y primigenio. De esta manera, se pone el mito del buen salvaje al servicio de las pasiones en contra de la racionalidad en la política.
El segundo elemento consiste en aumentar el arsenal simbólico que diferencia a los que tienen el poder y los que no. El discurso debe entenderse en el sentido de que los actuales gobernantes son los únicos herederos del victimismo histórico. Por el contrario, tanto los países democráticos del primer mundo como la alternativa democrática nacional son representantes atávicos de los genocidas.
Lo más paradójico es que el mismo régimen está acusado de ser partícipe de actos en contra de los derechos humanos, poblaciones originarias incluidas.
El indigenismo hipócrita
El régimen venezolano ha encontrado mucha inspiración para su apropiación del espacio simbólico en las ideologías que animan las políticas identitarias de la izquierda posmoderna.
La cultura posmoderna nos ha traído un nuevo producto de la teoría crítica: el pensamiento poscolonialista. Desde el punto de vista de su propósito explícito, pretende superar las injusticias que han tenido lugar como consecuencia del pasado colonial. Dicho propósito es loable. El problema está en la distorsión ideológica que puede tomar.
Es parte de dicha distorsión la suposición de que los países que lograron su independencia todavía son dependientes de las antiguas metrópolis europeas. La hipocresía de esta forma de pensamiento supone que las metrópolis siguen siendo responsables de la falta de madurez de las antiguas colonias, aunque sus imperios correspondientes hayan desaparecido. Es una forma velada de paternalismo que condena al infantilismo a las nuevas repúblicas. No solo eso, sino que permite a los gobiernos nacionalistas y totalitarios arrojar la culpa a otros de lo que es su propia responsabilidad. Como un contraejemplo, imagínense a los Estados Unidos de América reclamándole a Inglaterra todavía sobre su pasado colonial.
Otra hipocresía de mayor calado es que este pensamiento se ha convertido en cómplice de una nueva forma de despojo. Ahora se ataca a las sociedades democráticas en nombre de las poblaciones originarias, pero esto es completamente simbólico, pues no hay ninguna ventaja para dichas poblaciones. Realmente quedan sometidas a un nuevo espolio en nombre de una revolución que no es más que la disposición entreguista de una voluntad tiránica a potencias imperiales afines.
Esto es posible porque este pensamiento poscolonialista no incluye como potencias explotadoras a las que están fuera de la política democrática occidental. Así, se hace la vista gorda con cualquier acto imperialista de China o Rusia.
El modus operandi consiste en apoderarse de la historia para declarar que los indígenas fueron víctimas. Luego se declaran herederos exclusivos de dicho victimismo. Tercero, lo utilizan como arma ideológica contra los opositores democráticos.
Gracias a la magia de la complicidad, estos crímenes no han sido denunciados de forma sistemática por las organizaciones no gubernamentales correspondientes. Tal vez porque también estén influenciadas por esa ideología anti-post-colonialista.
Guaicaipuro
Nos cuenta la historia que Guaicaipuro fue un héroe de su pueblo, un guerrero imbatible en el campo de batalla. Por esa razón, los conquistadores lo vencen de forma contumaz: esperan la noche para tomarlo por sorpresa cuando descansaba en su choza.
Si bien Guaicaipuro ha sido el símbolo legítimo de un líder que defiende a su pueblo de la agresión extranjera, ahora se le quiere convertir en un símbolo del poder dominante, capaz de ceder soberanía y entregar las riquezas nacionales a potencias extranjeras autoritarias con el fin de conservar el poder.
Este cambio de nombre de la autopista es propio de un ente que destruye de forma sistemática. Su vocación un mundo en ruinas. Dicha realidad hay que recubrirla de forma simbólica. El recurso consiste en escudarse en una supuesta superioridad moral, la defensa de las víctimas, cuando en realidad son víctimas lo que están produciendo.
El uso del victimismo indigenista es anacrónico. Ya los indígenas no son explotados por el Imperio español, instancia que dejó existe hace mucho tiempo. Resucitarlo tiene una función ideológica, despertar las pasiones políticas. Esto pone en peligro el respeto mutuo que exige una sociedad civilizada.
Por el contrario, el filósofo español Gregorio Luri propone una forma de resignificación de la conciencia histórica para fomentar la concordia y la paz social. Luri explica que el ciudadano prudente “sabe también que, aunque nuestro pasado (el nuestro y cualquier otro) puede haber sido puntualmente sórdido, ello no nos exime de ser morales en el presente” (La imaginación conservadora, p. 281). En otras palabras, si se hereda una bandera indigna, se puede convertir en una bandera digna. No siempre somos receptores de símbolos puros. En tales casos, la misión moral es la resignificación integradora. Un ejemplo paradigmático es el de Mandela, quien convierte al equipo de Rugby de Sudáfrica de símbolo de la minoría blanca en símbolo del país unificado.
Aquí estamos en el escenario opuesto. Somos testigos de un proceso que dinamita al respeto mutuo en nombre de resentimientos atávicos. No importa tanto la verdad histórica sino el detonar las pasiones políticas del presente. Por medio del recurso de la neolengua, la arteria vial central de la ciudad queda convertida en una herida en nuestra identidad como pueblo mestizo y democrático.
Wolfgang Gil Lugo
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