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Su nombre fue siempre tan formidable a sus contrarios, que aún después de muerto parecía infundía temores su presencia…
José de Oviedo y Baños, Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela.
¿Cuál es el vínculo que existe entre la cosa y la palabra? ¿Acaso la cosa se convierte en otra por el hecho de ser nombrada? Creo que en alguna oportunidad hemos hablado aquí de eso. En el diálogo Cratilo, Platón da cuenta de dos posiciones opuestas en torno al problema. Estaban los que decían que, efectivamente, hay un vínculo ontológico entre la cosa y el nombre, que ambos están unidos de manera natural (katà physin), y por el otro lado estaban los que decían que las cosas tenían nombre por mera convención o costumbre (katà nómon). Platón se limita a exponer ambas teorías y no se atreve a tomar partido por ninguna de ellas, aunque no es difícil percibir que se inclinaba por la primera. Abominando como abominaba todo lo que medio oliera a relativismo sofístico (ánthropon métron, había dicho Protágoras: “el hombre es la medida de las cosas”), pensaría que la única manera de salvar la ciencia era “anclando” el significado de los nombres a la cosa misma. Como recordábamos aquella vez, tuvieron que pasar veinticuatro siglos hasta que Ferdinand de Saussure (Cours de linguistique générale, Laussane, 1916) mostrara que el signo lingüístico es arbitrario, es decir, que la relación entre la cosa y la palabra no tiene otra norma que el capricho de los hombres a través del tiempo.
Lo sabemos, el nombre del cacique Guaicaipuro está íntimamente ligado al relato de la resistencia indígena en Venezuela. La primera vez que aparece es en la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela de José de Oviedo y Baños. Otros historiadores modernos también se ocuparon de él. Sin duda el más serio es el hermano Nectario María, quien le dedicó dos importantes trabajos: Los indios teques y el cacique Guacaipuro (UCAB, Caracas, 1971) y El cacique Guacaipuro (UCAB, Caracas, 1975). Según el hermano Nectario María, el nombre correcto en realidad es “Guacaipuro”, “pues así aparece en documentos coetáneos”. Sin embargo, en la Historia de Oviedo y Baños aparece tal como lo conocemos. Algunos quieren que esté relacionado con la raíz –guaika, que en lengua caribe significa “el mayor”, “el principal”. Esta raíz está presente en el nombre de otros caciques de la zona, como Guaicamacuto.
La Historia de Oviedo y Baños sigue siendo la fuente principal para reconstruir la vida, pasión y muerte de Guaicaipuro. Los hechos se sitúan en la década de 1560. Oviedo y Baños cuenta que Guaicaipuro fue criado por el cacique Catuche. Debió nacer, pues, hacia 1530. A los veinte años, tras morir Catuche, Guaicaipuro recibió el penacho rojo, que lo hizo jefe de las tribus de los teques y los caracas. Casó con Uruca, con la que tuvo tres hijos, y fijó cuartel en el poblado de “Suruapo” o “Suruapay”, en lo que hoy es San José de Los Altos, en una vertiente de la quebrada de Paracotos. Otras seis aldeas formaban su jurisdicción, la mayor de la región pues se extendía desde Paracotos hasta el sitio de Turgua. Su hijo mayor se llamaba Baruta, que le sucedió como cacique. En su caney vivían también sus dos hermanas, Tiaora y Caycape, así como sus sobrinos y un nieto.
Siguiendo a Oviedo y Baños, el hermano Nectario María cuenta que, descubiertas unas minas de oro en tierras de los teques, el gobernador Pablo Collado las entregó a un tal Pedro de Miranda para su explotación. Guaicaipuro, sintiendo sus dominios amenazados, atacó la mina y Miranda tuvo que retirarse. El gobernador nombró entonces a Juan Rodríguez Suárez, que había fundado a Mérida en 1558, para que se encargara de la explotación. Guaicaipuro atacó de nuevo, pero esta vez Rodríguez Suárez lo repelió. Creyendo haberlo vencido, el extremeño marchó a Valencia para ayudar en la resistencia contra Lope de Aguirre, acompañado de solo seis soldados. Entonces Guaicaipuro volvió para atacar la mina, matando a todos sus trabajadores, incluidos tres hijos de Rodríguez Suárez. A continuación, incitando a Paramaconi, cacique de los taramainas, para que se rebelara contra los españoles, Guaicaipuro pasó al hato de San Francisco, lo destruyó, mató a los pastores y dispersó el ganado. Como si fuera poco, junto con el cacique Terepaima dio alcance a Rodríguez Suárez camino de Valencia y lo mató junto a sus seis compañeros.
Según Oviedo y Baños, Guaicaipuro venció uno a uno a todos los españoles que habían pretendido conquistar el fertilísimo valle de los caracas. Uno a uno desde 1562: el capitán Rodríguez Suárez, el capitán Luís de Narváez, el almirante Diego García de Paredes y el mestizo Francisco Fajardo murieron o fracasaron en su intento de tomar el valle, hasta que Diego de Losada logró vencer a los indígenas en la llamada Batalla de Maracapana en 1567. Sabido de que los españoles habían fundado una ciudad, al año siguiente Guaicaipuro promovió una coalición de todos los pueblos indígenas para atacarla y destruirla. Cuenta Oviedo y Baños que, “como el continuado curso de sus hazañas había elevado a este Cacique a aquel grado de estimación tan superior, que a su arbitrio se movían obedientes todas las naciones vecinas, teníales encargada la perseverancia en la defensa”. Es así que los caciques de la zona, Naiguatá, Guaicamacuto, Aramaipuro, Chacao, Tiuna, Paramaconi, Chicuramay y su propio hijo Baruta le reconocieron como guapotori, “jefe de jefes”. Aunque el ataque a Caracas no se dio, Diego de Losada tuvo muy claro que, mientras Guaicaipuro viviese, la conquista del valle nunca estaría segura. A finales de 1567 o comienzos de 1568 encargó al alcalde de la pequeña Santiago de León, Francisco de Infante, que organizara una expedición, capturara a Guaicaipuro y “pacificara” a los demás caciques.
Los términos con que Oviedo y Baños narra la captura y muerte de Guaicaipuro están llenos de admiración y respeto, y no precisamente porque albergara simpatía por los indígenas, a los que llama “bárbaros”, “canalla infiel”. Del cacique en cambio dice que era “verdaderamente de espíritu guerrero, en quien concurrieron a porfía las calidades de un capitán famoso”. En el capítulo XII del libro quinto de su Historia cuenta cómo, valiéndose de “indios fieles” (es decir, de traidores), Infante pudo dar con el caney de Guaicaipuro. Los españoles atacaron, pero el cacique, “con aquella ferocidad de ánimo que siempre tuvo para menospreciar los peligros”, defendió aguerridamente. Entonces los españoles decidieron incendiar el techo de paja del caney para forzar su salida y la de su gente. Las últimas palabras que Oviedo y Baños pone en boca de Guaicaipuro tienen mucho de las de aquel Héctor que se enfrenta a la lanza de Aquiles sabido de que no la sobrevivirá: “¡Ah españoles cobardes! Porque os falta valor para rendirme os valéis del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y quien nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte os veáis libres del temor que siempre os ha causado Guaicaipuro”. Y diciendo se arrojó a las espadas filosas.
Ustedes me tienen que perdonar la deformación profesional, pero el párrafo final de este capítulo es un homenaje que no deja de traerme resonancias de los versos finales del Edipo Rey, cuando un coro de ancianos dolidos abandona la escena comentando la tragedia del rey de Tebas. “Este fue el paradero del Cacique Guaicaipuro”, escribe Oviedo y Baños, “a quien la dicha de sus continuadas victorias subió a la cumbre de sus mayores aplausos para desampararlo al mejor tiempo, pues le previno el fin de una muerte lastimosa, cuando pensaba tener la disposición de la rueda de su fortuna”.
José de Oviedo y Baños publicó su obra en Madrid en 1723, más de ciento cincuenta años después de que supuestamente ocurrieran estos hechos. Escribió su Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela en la fabulosa biblioteca de su tío, el obispo Diego de Baños y Sotomayor, una de las más completas de Caracas. Sin embargo, los historiadores actuales se mantienen escépticos, pues ningún otro cronista ni historiador de la época menciona las hazañas heroicas que Oviedo y Baños atribuye al cacique Guaicaipuro, llegando algunos al extremo de negar su existencia. Poco importa en verdad. Texto fundacional de la nacionalidad venezolana, la Historia de Oviedo y Baños (la primera historia nuestra, escrita en Venezuela por un hispanoamericano) consiguió configurar, seguramente sin pretenderlo, el primero de nuestros mitos guerreros, dotándolo de todos los elementos de la heroicidad clásica, más allá de sus evidentes rasgos novelescos. Un mito, quizás tan influyente como el de Bolívar, que ha pervivido en nuestro imaginario. Al igual que el de Bolívar, su nombre ha sido sumamente útil a tantos gobernantes, tiranos y demagogos como hemos tenido.
Mariano Nava Contreras
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