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El pequeño tratado De fato de Cicerón, “Acerca del destino”, fue compuesto hacia mayo del año 44 a.C., solo un mes después de que Julio César fuera asesinado. Se trata de una disputatio, una disputa entre las principales escuelas filosóficas entonces en Roma, con el propósito de refutar la creencia estoica en la fatalidad de las acciones humanas. Si todo cuanto existe ya ha sido decretado por el destino, ¿dónde queda la libertad humana? Los estoicos nunca pudieron dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta aparentemente tan sencilla.
Fatum es el término latino para designar el destino. De allí el adjetivo castellano “fatal” y sus derivados. Cuando Cicerón emprende la redacción de su tratado sobre el destino hacía diez años que ya estaba trabajando en su República. Sin embargo, también llevaba tiempo reflexionando acerca de la fatalidad y la libertad como problemas filosóficos. Después de la muerte de Pompeyo en el 48 a.C., la dictadura de César lo había excluido totalmente de la escena política. A finales del año 46 rompe con su esposa Terencia y solo meses más tarde, en febrero del 45, muere su querida hija Tulia. Abatido por el fracaso político y las desgracias familiares, Cicerón se refugia en sus meditaciones filosóficas, y no es raro que se concentrara en el problema del destino y la libertad. Para ello se encierra en su villa de Puzol, actual Puteoli, cerca de Nápoles, el mismo puerto donde desembarcará Pablo en su camino a Roma años después.
Se cree que el De fato fue escrito entre la segunda y tercera semanas del mes de mayo, como es de suponer, en un ambiente de inquietud e incertidumbre tras el asesinato de César. Pocos meses antes Cicerón había terminado un tratado acerca de la adivinación, el De divinatione, y es lógico pensar en el De fato como una continuación de aquél. Para la composición del De fato, Cicerón tiene en mente el procedimiento de las viejas scholai, las escuelas filosóficas griegas. Especialmente piensa en Carnéades y los neoacadémicos, quienes solían exponer y refutar una a una las doctrinas de las demás escuelas antes de pasar a exponer la propia. En la anécdota, Cicerón se encuentra junto a su amigo Aulo Hircio, viejo compañero de estudios de retórica, en su villa de Puzol. Aulo Hircio pide a su amigo que diserte sobre algún tema que sea de su agrado, lo que era usual en las reuniones de los romanos cultos. Cicerón se decide, pues, por el de la oposición entre los conceptos de destino y libertad, y comienza a pasar revista a las tres principales teorías filosóficas sobre el asunto, la de los estoicos, la de los epicúreos y la de los neoacadémicos.
Cicerón comienza por exponer la teoría del destino según los epicúreos. En su concepción de la naturaleza, Epicuro había adoptado la teoría de los átomos, formulada por Demócrito de Abdera en el siglo IV a.C. Para los atomistas, todo cuanto existe está compuesto de átomos imperceptibles, de todos los colores y formas. Estos átomos se mueven cayendo en el vacío, llevados por su propio impulso. Ese movimiento, que Lucrecio compara con una “lluvia” (DRN II 22), es lo que determina todo cuanto sucede en el universo. Es decir, que todo ocurre según el movimiento regular de los átomos. Sin embargo, gracias a la imprevisible fuerza del azar, ciertos átomos a veces se desvían en su caída, movimiento que los epicúreos llaman clínamen, “desviación”. Y gracias a este movimiento fortuito, el clínamen, una azarosa desviación de los átomos, es que existe la voluntad humana. Es decir, al rescatar el vínculo fundamental entre física y ética, los epicúreos conciben a la libertad humana como una “anomalía” fruto del azar, que sin embargo salva a la voluntad de una fatalidad impuesta por la necesidad física. Es perfectamente comprensible que Cicerón no comparta las teorías de Epicuro y los atomistas, pues nadie puede explicar el origen y la naturaleza del clínamen, esa enigmática y anómala desviación espontánea.
La explicación de los estoicos no es menos original, aunque sí mucho más coherente y rigurosa. Al conjugar filosofía, teología y tradición popular griega y romana, su doctrina sobre el destino conoció una popularidad desconocida por cualquier otra doctrina filosófica anterior. Es por eso que Cicerón dedica especial atención a los estoicos. Dice que Crisipo quiso establecer un punto intermedio entre los que creen absolutamente en el poder del destino y los que niegan su existencia, pero no lo logró. Para los estoicos, no puede haber un movimiento sin causa, lo que descalifica de inmediato la teoría del clínamen de los epicúreos. Si todo lo que ocurre ocurre por una causa anterior, todo lo que ocurre ocurre según su destino, dicen los estoicos (Cic. Fat. X 21). Y si todo ocurre por una causa en el pasado, también en el futuro todo ocurrirá por una causa presente (Fat. XII 27). Cicerón argumenta sin embargo que una cosa son las verdades lógicas, invariables y eternas, y otra el comportamiento del mundo y la naturaleza, donde entran en juego otras variables como el azar.
En su defensa del destino, los estoicos esgrimían lo que después se llamó el “argumento perezoso”: “si enfermas”, decían, “y tu destino es morir, da igual que llames al médico o no”. Sin embargo, responde Cicerón, este razonamiento más que un argumento es un sofisma, pues llamar al médico también es parte del destino (Fat. XII 28-29). “Sofisma peligroso, sobre todo a los ojos de un romano, para quien la acción es el primero de los deberes”, añade Pierre Grimal (Cicerón, Paris, 1983). No es gratuito que las baterías de los más importantes filósofos se hayan enfilado contra este argumento. En realidad, para los del Pórtico existen dos causalidades. Unas son las causas trascendentes, llamémoslas así, que se rigen por leyes eternas e inmutables, y otras son las causas próximas e inmediatas, que rigen la voluntad del hombre, variable e inestable. Una voluntad que, por cierto, también es una causa. Así, pues, existen dos causalidades, en principio autónomas: una remota, que rige las cosas del universo, y otra próxima, que rige la voluntad humana. La libertad queda salvada, aunque solo en apariencia.
Finalmente Cicerón expone las ideas de Carnéades de Cirene, por las que no intenta disimular su simpatía. Carnéades dirigió la Academia de Atenas entre el año 160 y el 137 a.C., sucediendo a Lácidas y a Arcesilao. En el año 155 formó parte de la famosa embajada de los filósofos, hecho que marcó la introducción del pensamiento griego en Roma. Para Carnéades, muy conforme con las posiciones de Platón, y más aún con el sentido común, existen leyes físicas inexorables de las que depende todo lo que existe en el universo, pero hay otras cosas que dependen de la voluntad humana. En otras palabras, “no todo lo que ocurre ocurre según el destino” (Fat. XIV 31). Para Carlos Lévy (Cicero academicus, Paris, 1992), el interés fundamental de Cicerón es rescatar las doctrinas platónicas expuestas en el Fedro, en boca de uno de sus conspicuos sucesores. Para ello el De fato parece más bien una refutación de las teorías de Crisipo por parte de Carnéades, a cuya despiadada dialéctica no pueden resistir las complicadas doctrinas de los del Pórtico.
Al excluir a la voluntad humana de la cadena fatal de las causas buscando su origen y razón en sí misma (causa sui, diría Spinoza), Cicerón pensaba resolver el problema de las relaciones entre destino y libertad, determinismo y libre albedrío. Más que un homenaje a Platón, el De fato toca un tema medular en la concepción de nuestras relaciones con el mundo: ni el azaroso errar de los átomos epicúreos ni la lógica causalidad estoica explican los actos de la voluntad humana. Solo parece razonable la diferenciación que hacen los académicos entre hechos causados y hechos voluntarios.
Mariano Nava Contreras
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