100 años de Ifigenia

A la sombra de Teresa de la Parra

25/04/2024

Este 2024 la gran novela de Teresa de la Parra «Ifigenia, Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba» cumple cien años. Prodavinci y el Museo del Libro se suman a la celebración. Hoy la iniciamos con el rescate de un ensayo de Silda Cordoliani y con la música de la Suite de ballet «Memorias de mamá Blanca», del compositor Gerardo Gerulewicz con la Orquesta Filarmónica Nacional sobre la segunda novela de De la Parra.

Teresa de la Parra

Es posible encontrar en la escritura de Teresa de la Parra ciertas claves útiles para aproximarnos, desde nuevas perspectivas, a ese asunto que ha ocupado durante los últimos años buena parte de la atención de muchas mujeres, especialmente de aquellas que creen hallar su vocación en la literatura: ¿de qué manera ubicarse en ese ámbito del intelecto tradicionalmente ocupado por lo masculino?

A través de la obra de Teresa de la Parra podemos reconciliarnos con todo un código femenino no tan frecuentado por el resto de las escritoras. Sin reclamos ni imprecaciones, con esa exquisita pero contundente ironía que la caracteriza, la autora de Ifigenia consigue que el lector obtenga sus propias conclusiones a partir de las constantes contradicciones de María Eugenia Alonso. Su historia, historia banal y repetida, nos conmueve profundamente, quizás, entre otras cosas, porque esta vez es contada por una mujer y, aún más, por la propia protagonista.

Hombre y mujeres manifiestan sus diferencias al afrontar cualquier circunstancia de la vida, asimismo ante el acto literario. La razón suena elemental: ambos han sido educados y formados bajo parámetros también muy diferentes, hecho este que muchas veces no sabemos hasta qué punto condicione más que el propiamente biológico. Y aunque tal situación tienda a cambiar, todavía nos encontramos lejos de una educación ideal que procure al individuo la libertad requerida para escoger su propia vocación, su propio camino, su propio papel dentro de la sociedad: no el impuesto.

Recuerdo que en mis años de adolescente, durante mi primera lectura de Ifigenia, lo que más llamó mi atención fue la manera cómo se nos contaba la historia, lo que ahora podría denominar como dos recursos narrativos casi gemelos: una carta, un diario. En esa carta a la querida compañera de colegio, Cristina de Iturbe, y en ese diario en que María Eugenia continúa haciéndonos partícipes de sus cotidianidades y sus largas aventuras mentales, encontré una inmediata identificación con la heroína. Cartas y diarios. En aquel entonces, fuera de los exámenes y composiciones escolares, ambos géneros constituían para cualquier joven una posibilidad de expresión a través de la palabra escrita bastante común. Recuerdo también que en ese tiempo, un diario, casi siempre acompañado por el cómplice juego de llavecitas, era regalo recurrente para las niñas en el día de cumpleaños o en las fiestas navideñas. Hermosa costumbre que creo se conserva aún en nuestros días, por lo que resulta realmente curioso que durante la segunda década del siglo XX, cuando María Eugenia inicia el suyo, comience considerando que “el que una persona tome una pluma y se ponga a escribir su diario… es una gran tontería… de un romanticismo cursi, anticuado y pasadísimo de moda”, aunque ya sabemos cómo le gusta a ella llevar la contraria y escandalizar.

Gracias al diario, la niña o adolescente crea una comunicación íntima y secreta con la escritura, una comunicación que constituye, o constituía, dentro del contexto social, una especie de necesidad para la buena y completa formación de los seres femeninos. (Que yo sepa, jamás este tipo de objeto fue considerado para regalar a un niño.)

Al mismo tiempo, una idea arraigaba en todas esas adolescentes habituadas a escribir diariamente o, al menos, cada vez que un pequeño suceso, agigantado por la edad y poca experiencia, venía a perturbar su apacible vida de señorita: el diario, ese fascinante confidente, dejaría de ser útil en el momento en que se consumara la razón de tales vidas: el matrimonio. Entonces, como por obra de magia, debía extinguirse la soledad, la necesidad de definirse y desnudarse ante uno mismo valiéndonos de ese objeto que llenamos con palabras. Así le sucedió a María Eugenia Alonso: se despidió de aquellas páginas que eran su diario creyéndose nueva versión de Ifigenia, sacrificada ahora al tálamo nupcial. Nunca más sabremos de ella porque ella ha dejado de existir como individuo, María Eugenia ha muerto para resucitar como apéndice de César Leal o, mejor dicho, como su costilla.

Teresa de la Parra debió estar absolutamente consciente de que el diario, así como su variante, la carta a la amiga íntima, resultaba un recurso imprescindible para definir a un personaje como María Eugenia Alonso. Sin embargo, no dejó de mostrarse divertidamente sorprendida cuando comprobó que ese recurso la había ayudado a crear un ser (casi) de carne y hueso. La escritora reclamaba a una serie de críticas surgidas en la época –con su manera inimitable, graciosa y elegante–, que en lugar de dirigirse a ella como autora, condenaban y sermoneaban a la rebelde narradora que defendía con sus palabras, sin el menor pudor ni respeto, una muy poco conveniente manera de pensar y de actuar.

Por los momentos yo también quisiera olvidar a la autora y limitarme a la protagonista-narradora. A través de su carta y de su diario queda demostrado que el principal talento de María Eugenia Alonso es el literario (sus habilidades en el piano nunca fueron comprobadas). Y aunque ella escriba sin convencimiento, escribe, así sea porque está fastidiada, porque el tiempo se alarga de manera insoportable, porque eso puede realizarlo a escondidas y sin que nadie se entere. Y a todos sus lectores nos consta que lo hace muy bien, a pesar de lo que diga en aquella correspondencia apócrifa escrita dos años más tarde y que dirigiera a don Lisandro Alvarado, en donde le confía que la “indiscreta y piadosa” Teresa de la Parra “lo retocó [su diario] con esmero” en vista de su publicación; carta en donde, por cierto, la que suponemos señora de Leal demuestra haber perdido toda su antigua vanidad intelectual.

Es lógico pensar que los sueños independentistas de María Eugenia podrían haber fructificado a través de su capacidad para la escritura. Pero ella se empeña en convencernos de que el escribir no es más que una manera de remediar su fastidio, al tiempo que la ayuda a aminorar su angustia frente a los convencionalismos que sabe injustos y necios, pero a los que es incapaz de responder con la acción, porque, finalmente, conocida la pérdida de su herencia, su verdadera preocupación y única ambición es conseguir novio, lograr un compromiso formal, vestir el traje inmaculado, casarse, como corresponde. Cabe preguntarse entonces, continuando por el camino de hacer vida la ficción: ¿y si ni el opulento César Leal ni ningún otro pretendiente le hubiera brindado el honor de su apellido, continuaría la señorita Alonso inmersa en el mundo de la tinta y el papel? Sospecho que no. Quizás también tía Clara en sus años mozos pudo haberse dedicado a relatar sobre el papel los avatares de su amor frustrado, y quizás para ella, como habría de suceder con la sobrina, el hecho de escribir nunca fuera concebido como una salida válida a la insatisfacción vital, con la seriedad de una vocación que procura bastante autonomía, algo de libertad. María Eugenia, a pesar de estar insoportablemente consciente de su inteligencia, de su modernidad y talentos, escribía, simplemente, porque se fastidiaba. “Gracias a César Leal”, tuvo un destino algo más elevado que el de su tía, y en lugar de dejar atrás la escritura para consumir su vida entre telas y encajes, entre hilos y cintas, se convirtió, sacrificio mediante, en una honorable mujer casada.

María Eugenia y su diario se convierten así en una gran metáfora de la vida de miles de mujeres. ¿Cuál de esas escritoras que hoy se preguntan sobre la existencia y características de una literatura femenina dejó de escribir un diario, tal cual hizo otra cantidad inmensa de mujeres que tomaron por cualquier otro camino ajeno a la literatura? Durante mucho tiempo, el diario, como dije antes, ha sido, junto con la muñeca y el espejo, objeto imprescindible en los cuartos de niñas y jovencitas.

A partir de ese diario, casi siempre destinado a la extinción, el común de las mujeres hemos tenido acceso, antes que los hombres, a una rutina de ejercicio escritural. Sin embargo, de manera paradójica, cuando la mujer se ha dedicado a hacer de la escritura un oficio, se encuentra con los ya sabidos conflictos de todo aspirante a creador, sin sexo que los diferencie, y con algo más que solo a ella corresponde. Baste con decir que ese algo más guarda estrecha relación con las razones de los acostumbrados seudónimos masculinos adoptados por muchas autoras hasta hace pocas décadas: extraña salida para una suerte de angustia identitaria que ciertas ensayistas actuales han querido explicar partiendo de la ausencia de variados y ricos antecedentes de literatura femenina. Mucho de cierto hay en eso, la literatura ha sido hasta ahora un ámbito ocupado por grandes obras maestras escritas por hombres. Entre otras razones, porque a las niñas generalmente se las ha criado alimentando sutilezas y sentimientos del “espíritu”, mientras se les veta la capacidad de desarrollarse en el mundo del intelecto y en la búsqueda de sí mismas como individuos: abnegación antes que expresión personal, como bien anota Patricia M. Spacks en La imaginación femenina; es decir, justo la historia de María Eugenia Alonso.

No faltará quien objete que tales afirmaciones carecen de sentido en la actualidad, cuando vemos proliferar gran número de escritoras, sobre todo poetas. Pero yo me pregunto si no resulta acaso sintomático que todas ellas se sientan abrumadas por una pregunta que nunca dejan de hacerles y que no se quién inventó, pero la cual corre de un lado a otro como bumerang sin destino: ¿existe una literatura femenina?

Podríamos decir que existe, en principio, ese diario adolescente, válido como iniciación en el hacer escritura, pensamientos y experiencia. La mujer crece entonces concibiendo el hecho de escribir como un acto completamente íntimo e intransferible, vetado para cualquier mirada ajena (es decir, para el espacio público) y, sobre todo, prescindible en el momento en que se une para siempre a un hombre. Ese acto carece de apertura, de intercambio, de exposición. Y si esto puede explicar en parte la gran inquietud que la opción por la literatura provoca en la mujer, quizás también nos ayude a comprender por qué su vocación tiende a desarrollarse más en la poesía que en otros géneros de la escritura. La poesía pareciera ser íntima y monologante por excelencia, iluminación, emoción pura que se cierra en sí misma tal como el diario que nunca va a ser leído.

Teresa de la Parra, quien siempre se mostró preocupada por no escribir lo suficiente, fue una prolífica escritora de cartas y diarios, una obra seguramente tan extensa como narrativa, o más, si pensamos en lo puede haberse extraviado. Valor literario aparte, lo importante aquí es que ese lado de su escritura no tuvo mayores aspiraciones de aprobación o triunfo entre lectores y corrillos literarios, tal como para la mayor parte de esas mujeres que, como María Eugenia Alonso, vivieron su vocación de escritoras en la soledad de sus habitaciones, seguras de que el mundo no iba a permitirles ni un solo paso más allá.

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Este texto fue publicado originalmente en el Papel Literario de El Nacional en el año 1986


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