Domingos de ficción

Domingos de Ficción: Antes

Bond of Union. M. C. Escher

22/11/2020

Llegamos a la Quinta Temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos una serie de relatos distópicos escritos para la ocasión, extractados de trabajos en progreso y cedidos con especial gentileza por sus autores. 

El término «distopía» agrupa obras narrativas cuyas historias giran en torno de la materialización –ficcional– de sociedades alienantes, es decir, de planetas, países o comunidades en los que la vida de los personajes se halla sujeta a extremas condiciones de sobrevivencia como consecuencia de una debacle económica, de un conflicto bélico o, caso más común, del control político y social ejercido por un Estado totalitario. Se trata, en fin, del reverso –o de algunas de las derivaciones– de la noción de «utopía» propuesta por Tomás Moro en su célebre libro de 1516.

La muestra, curada por Carlos Sandoval, se inicia con Silda Cordoliani (Ciudad Bolívar, 1953), Licenciada en Letras egresada de la Universidad Central de Venezuela, con estudios de postgrado en cine y literatura en la Universidad de Barcelona (España). Ha publicado los libros de relatos Babilonia (1993), La mujer por la ventana (1999, Premio Municipal de Narrativa), En lugar del corazón (2008) y Tiempo de ratas frías y otras historias (2014). Tiene también algunos títulos en literatura infantil y en el género del ensayo. Se desempeñó como Gerente Editorial de Monte Ávila Editores Latinoamericana, Jefe de Publicaciones del Banco Central de Venezuela, Gerente Editorial del IESA y Directora Editorial de Ediciones B (Venezuela).

 

Sí, se dice que antes la gente se tocaba y se rozaba sin temor y hasta con placer. Y para mayor asquerosidad, también existía algo que llamaban beso. Mi padre me llegó a contar que su abuela insistía mucho en eso y que él pudo comprobarlo cuando accedió a uno de los archivos del Centro de Defensa Espiritual del País. Por supuesto que para él era algo prohibido, me dijo, pero su trabajo como vigilante nocturno de una sección medio olvidada del centro le abrió, por pura casualidad, una hendija para observar algo del mundo clausurado.

Una noche de pleno verano, cuando aún faltaba mucho para la puesta del sol, vio que por el largo pasillo se aproximaba una joven de rápido caminar y con su dispositivo visual a mano, listo para extendérselo a mi padre. Algo realmente extraordinario, como todas las poquísimas visitas que había atendido a lo largo de sus años de vigilancia. Una vez leído el mensaje y verificada la autenticidad de la doctora Weil y del organismo y persona expedidor del permiso, consultó con una ojeada el mapa luminoso y procedió a conducirla a la estancia 116, una de las tantas a las que él mismo jamás se había aproximado, impecablemente limpia y bien dispuesta, sin embargo.

Justo al dar media vuelta para dejarla sola en su investigación o lo que fuera, la mujer le pidió por favor que se quedara, que estaba consciente del desacato que para ambos eso implicaba, pero para ella era fundamental contar con un “testigo”, palabra que mi padre recibió con extrema suspicacia.

–Lo siento, doctora, tengo que irme.

–Señor Soria…

–¡¿Cómo sabe mi nombre?!

–Está en el permiso que leyó, ¿no recuerda?… Señor Soria, véame, por favor –y entonces mi padre se atrevió a detener su mirada en los iris color miel–. Señor Soria, ¿alguien lo ha necesitado alguna vez? –¿qué clase de pregunta es esa?, dice él que pensó– Dígame, contésteme.

–No.

–Yo lo necesito ahora, y quizás sea la única vez en su vida en que alguien va a solicitar su ayuda y la única en que usted tendrá la oportunidad de darla. Es una experiencia muy gratificante, ¿sabe?

–¿Qué cosa?

–Ayudar.

–¿Qué debo hacer?

–Ya le dije, nada, solo quedarse aquí y ver lo mismo que yo veré. Siéntese, ¿sí? –le dijo desde el otro extremo del salón, señalándole un asiento a la distancia, muy cerca de la única puerta.

Entonces –contaba él– ella sacó algo de entre sus ropajes que conectó a uno de los extraños y antiguos aparatos. Tocó dos o tres botones y comenzaron a proyectarse frente a sus ojos una serie de imágenes completamente planas, primero en blanco y negro y luego en colores chillones e imposibles. Allí hombres y mujeres no solo se tocaban, sino que juntaban fuertemente sus cuerpos, a veces con ropa, a veces desnudos, y además restregaban sus bocas como hambrientos animales a punto de devorarse.

Según parece, tuvo que hacer grandes esfuerzos para controlar las náuseas que aquello le producía (como a mí, la primera vez que se lo oí contar, como tal vez a ti ahora), pero al mismo tiempo no podía apartar sus ojos de la pared, o acaso sí lo hizo, pero solo para observarla a ella, porque de pronto se dio cuenta de que la doctora Weil caminaba lentamente hacia él mientras se iba desprendiendo de la bufanda que cubría su boca y nariz, de la capa con capucha, del suéter y las camisas antivirus y de control climático, de los pantalones y ¡hasta de las botas! Dice que reaccionó cuando solo le quedaban encima unas licras que cubrían sus piernas y una banda ajustada alrededor de los senos.

Así que mi padre salió corriendo por los corredores desiertos hasta llegar a su puesto de vigilancia con la intención de activar la alarma, pero se contuvo a tiempo, si ella merecía la pena máxima, también sobre él recaería un terrible castigo. Optó más bien por encerrarse en su pequeño cubículo con la esperanza de que las intercámaras 3Z le mostraran a la mujer saliendo por el mismo pasillo por donde entró, como en efecto sucedió. Y hasta que no la vio convertida en un lejano punto confundiéndose con las paredes marrones, su corazón no comenzó a desacelerar la marcha.

Pero no creas que él me lo contó de esa manera, más bien fui yo quien se dedicó a armar la historia a base de fragmentos que fue soltando a lo largo de los años durante nuestros encuentros semanales de pared-pantalla completa; y ayudada también por mi natural tendencia a la fantasía, ya sabes. Pero lo que sí te aseguro que le oí decir muchas veces, y siempre con absoluta convicción, era eso de que la gente antes se tocaba y friccionaban cuerpos y bocas.

No sé por qué, pero mi intuición me dice que algo de verdad debe haber allí. Y ahora te dejo… ¡Espera! Antes quítate la bata de encima y aleja un poco la cámara: enséñame otra vez esa parte de tu cuerpo que tanta gracia me hace. Muévelo como el otro día, a lo mejor hasta te sale la leche esa y podemos crear un hijo. Tengo una amiga que trabaja en un instituto de preservación de la especie y dice que personalmente vigilaría el desarrollo de nuestros fluidos. Te prometo que si eso sucede acepto por fin que hagas el close-up de mis ojos de ámbar, o color miel, como dices tú.

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Haga click acá para leer otros relatos publicados en esta serie de «Domingos de ficción»:

Tríptico de la peste; por Miguel Gomes

El manuscrito de fuego; por Patricia Romero

Tóxico; por Juan Carlos Chirinos


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