Domingos de ficción

Domingos de ficción: El manuscrito de fuego

Fotografía de Astrid Westvang | Flickr

06/12/2020

Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción, dedicada esta vez a relatos distópicos escritos especialmente para Prodavinci o cedidos de libros en progreso por sus autores.

La muestra, curada por Carlos Sandoval, presenta hoy el texto de Patricia Romero (Madrid, 1974), quien estudió Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid y fue coordinadora de producción de Anaya TV y editora en Oberón, Apóstrofe y Casariego. Actualmente se desempeña como editora en la Editorial La Huerta Grande, de Madrid. Ha publicado tres libros de literatura infantil: La ranita Tocotó, La caja y la luna y Mani Orejas de Luna.

 

El corazón del hogar habita en el interior de la esposa.

La rehabilitación del antiguo edificio ha silenciado las voces de los fantasmas.

El aire de la sierra donde se asienta el antiguo sanatorio militar se ha convertido en un bien inestimable desde que una cúpula tóxica cubre el cielo de la ciudad. Los que no pueden pagar un purificador peregrinan hasta allí, donde el aire es compatible con la vida. Hay casuchas bordeando la sierra, un asentamiento espectral al amparo del hospital, más vivo que cuando fue relegado al abandono.

Acaba mi turno en urgencias tras horas decidiendo qué tratamiento administrar a cada paciente en función de su probabilidad de sobrevivir. Echado en el sofá de casa, trato de conciliar el sueño. Ella está por llegar; siento su ausencia más que en ningún otro momento del día. Al despertar, me asalta una especie de presagio. No es muy científico, pero describe la náusea que me sobreviene después de una siesta insatisfactoria, atascada en la garganta y haciéndose un nudo que ahoga. Ha anochecido. Arrastro los pies encendiendo luces, como si las ventanas iluminadas le sirviesen a ella de faro. Tengo miedo de que la persona que regrese sobre la vieja bicicleta Kronan de mi mujer sea una impostora; miedo de haber perdido la capacidad de reconocerla.

Desde la casa se intuye la frenética actividad del hospital. Mientras observo, ella llega. Desmonta despacio. Tiene unas piernas eternas que hablan de la fortaleza de su ser. Mi imaginación se inflama solo con que ella baje de su vieja bici. Me sacude la mansedumbre con la que me protejo de la muerte y de las decisiones salomónicas del triaje en el pabellón de urgencias. Me devuelve la condición humana con la que salí al amanecer como médico, no como héroe.

Cenamos. Ella alza su copa de vino y busca la mía. Parezco un signo de exclamación materializando mi desamparo ante los acontecimientos. Mis brazos caen pegados al cuerpo, magros y sin gracia. Cada jornada supone tragar píldoras que se me adhieren a la garganta y que solo se disuelven al final del turno. No es por tratar de paliar el sufrimiento de los pacientes, sino por tener que enfrentarme a una administración sin resiliencia o liderazgo.

Hace tres meses me sancionaron por robo. En realidad, contravine la norma de interrupción forzosa de embarazo en caso de evidencia de exposición tóxica. Nunca lo supieron. Los embriones han de ser eliminados antes de nacer si existe la mínima sospecha de que el feto pueda desarrollar La Malformación. Así se controla, además, el crecimiento de una población condenada a no poder respirar. Ser de una clase desfavorecida, como el caso de mi paciente, empeoraba las cosas.

—Quería llamarla Inma —dijo la madre, llorando.

La rabia me hizo obviar las restricciones para ayudarla. Practiqué una amniocentesis básica para determinar si el feto había desarrollado la enfermedad. Era una niña, estaba sana, tenía que sacarla adelante. Aquella noche llegué a casa tarde y alterado. Mi mujer, que conocía bien los orígenes del sanatorio, me ayudó a buscar la solución. Existían, en el edificio principal, habitaciones para los veteranos achacados de tuberculosis que debían permanecer confinados. Encontré el ala de aislamiento; allí dejé a la mujer en una de las habitaciones con suficiente agua y alimentos, un viejo ejemplar de El manuscrito de fuego que siempre tenía en mi taquilla y un móvil de prepago. El día del parto llegó pronto y con un simple mensaje: Inma. Volé hasta el cuarto recogiendo a mi paso cuanto era capaz de recordar que necesitaría para atender el nacimiento. Solo era un médico atribulado por los pasillos. Ella estaba agachada, salvando el volumen de su vientre entre las rodillas mientras apoyaba la cabeza entre las manos y el pelo le caía húmedo hasta el suelo. La dilatación era tal que la coronilla morena de Inma sobresalía como un sol naciente. A dos indicaciones mías, Inma salió a la luz del mundo. Estaban sanas, pero no salvas.

Un funcionario de cabeza ridículamente pequeña detectó que yo había cogido material que no había utilizado ni reintegrado al depósito. Con el talante del necio que espera recompensa, me denunció. Pero poco pudieron hacer más allá de castigarme por robar material para suturas. Nadie reparó en la mujer que abandonaba el hospital aferrada a una bolsa de basura. Inma llegó a su hogar envuelta en ropa sucia. Puede que la sombra de un viejo soldado caído las escoltara.

Al llegar a casa aquella noche lloré sobre las largas piernas de mi mujer. Quizá debo respirar profundamente porque el mayor problema no es la escasez de aire. El manuscrito de fuego dice que, si un guerrero puede acabar con diez enemigos y dar muestra de ello, entonces diez de sus hombres podrán con cien y, cien de estos, con mil.

Ella es mi soldado número uno.

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Haga click acá para leer otros relatos publicados en esta serie de «Domingos de ficción»:

Antes; por Silda Cordoliani

Tríptico de la peste; por Miguel Gomes

Tóxico; por Juan Carlos Chirinos


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