Domingos de ficción

Domingos de ficción: Tóxico

13/12/2020

Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción, dedicada esta vez a relatos distópicos escritos especialmente para Prodavinci o cedidos de libros en progreso por sus autores.

La muestra, curada por Carlos Sandoval, presenta hoy un texto de Juan Carlos Chirinos (Valera, 1967), licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas), con estudios doctorales en literatura en la Universidad de Salamanca (España).

Ha publicado los libros de relatos Leerse los gatos (Premio de la Embajada de España en Venezuela —1997), Homero haciendo zapping (Premio Bienal Ramos Sucre —2003), Los sordos trilingües (2011) y La manzana de Nietzsche (2015); las novelas El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004), Nochebosque (2011), Gemelas (2013) y Los cielos de curumo (2019). Es autor, asimismo, del ensayo Venezuela. Biografía de un suicidio (2017) y de varias biografías (Alejandro Magno, Albert Einstein, Francisco de Miranda). Reside en Madrid, donde ejerce labores de investigador, asesor literario y profesor de escritura creativa. «Tóxico» forma parte del libro de cuentos pronto a publicarse La sonrisa de los hipopótamos (Madrid, Ediciones La Palma, 2020).

Fotografía de Demmer S | Flickr

Moyano se levantó temprano esa mañana. No por nada en especial; simplemente abrió los ojos; se despertó. Hoy iban a firmar el decreto, pensó mientras se estiraba como siempre, ejecutando los movimientos de los gatos, que por algo los hacían. Acurrucado, se rascó un talón. Una vez finalizados esos movimientos preparatorios, entró al baño. Meó. Hizo buches de agua con la boca en el lavamanos y se mojó la cara, la cabeza y la nuca: no tenía ganas de ducharse: se lamió el dorso de la mano y comprobó que el sabor no era desagradable. Eran pocos los días en los que a Moyano le gustaba ducharse. Desde que descubrió que poseía el mismo tipo de piel que Alejandro Magno, esa que no huele nunca mal, dejó de preocuparse por el rito diario del baño, un rito innecesario y largo, según su criterio. Pero que su cuerpo no despidiera malos olores no significaba que no se ensuciara; siempre con sorpresa, al pasar los días y muchas veces las semanas, Moyano descubría que los sobacos se le habían apelmazado por la acumulación de mugre y grasa; que los intersticios de los pies ya no se separaban sino con esfuerzo, untados como estaban de carámbanos retorcidos hechos de trocitos de piel muerta, fibra de calcetín desprendida y sudor; y sus ingles eran resbaladizas, como una cebolla cuyas capas al desprenderse se deshicieran o se transformaran súbitamente en un líquido viscoso. Pero ninguno de esos detritos olía mal; tampoco bien. No olían, sencillamente; solo replicaban el aroma del último perfume o colonia que se hubiera aplicado sobre ellos. Pero qué buen cortesano hubiera sido Moyano en la corte de Luis XIV, y se lamentaba por no haber nacido en el siglo XVII. Ahora solo le servía para ahorrar tiempo en la mañana. Se echaba agua en la nuca, en la cabeza y en la cara y ya estaba listo. Un poco de colonia y a la calle, fragante como una rosa de primavera. Antes de salir de su casa, Moyano se miró en el espejo de la entrada –un espejo de cuerpo entero que había adquirido en una tienda de antigüedades– y se escudriñó: así que este es el que se va a enfrentar con el mundo hoy, pensó con satisfacción y metió las manos en los bolsillos del bluyín.

–¿A quién vas a intoxicar hoy, Moyano?

La pregunta se deslizó sin respuesta por la superficie del espejo, y quedó regada en el suelo. Moyano cerró la puerta con fuerza y respiró el aire tempranero: allí estaba la camioneta que todas las mañanas lo esperaba en la entrada de su casa desde que comenzara, hacía nueve años, a trabajar en aquella oficina que ya empezaba a detestar. Y en esos nueve años, el chofer no había cruzado con él sino dos o tres frases. A pesar de que había habido ocasión de establecer una relación más estrecha, ni Moyano, ni el chofer –Berroterán era su apellido– habían hecho esfuerzo alguno para que fuera así. A Moyano no le importaba; y a saber cuál era la opinión de Berroterán si es que tenía alguna opinión al respecto. Así, pues, Moyano se limitaba a devolver sus “buenos días”, bufaba muy bajito y de inmediato se concentraba en los mensajes que ya lo esperaban en la computadora. El chofer, esa delicadeza sí la tenía, escuchaba radio a muy bajo volumen, fueran las noticias o un partido, música o una entrevista. El bisbiseo de la radio no molestaba a Moyano, y era la única ocasión del día en que no se colocaba los auriculares mientras consultaba los archivos de la computadora. Cuando pararon en el tercer semáforo, Moyano hizo lo mismo de siempre: sacó su teléfono, apretó un botón y esperó a que le contestaran. Se repetía el mismo diálogo, o más o menos:

–¿Sí?

–Qué pasa, colega.

–Ah, eres tú. Estoy a punto de entrar a una clase. ¿No puedes llamar más tarde?

–Claro, claro, era para saber cómo estabas.

–Bien. Bien, bien, en serio, es solo que ahora voy a…

–No importa, lo entiendo. ¿A las doce estás libre?

–Sí… llama a esa hora.

–Vaya. Hablamos entonces –concluyó Moyano y apagó su teléfono.

El semáforo se puso en verde. La camioneta arrancó. Parecía que Berroterán no estaba allí. Moyano, concentrado en un documento abierto en su ordenador, marcó una casilla, marco dos casillas. Y llamó a otro número. Esperó un rato. Se activó el contestador. Ey, qué tal, querido, nada, que era para saludarte, cuando puedas llámame que tengo que hablar una cosa contigo. No por teléfono, ya sabes, mejor nos vemos en algún lugar. Pero llámame. Bueno, cuídate, cuídate, chao. La camioneta se detuvo a la entrada de un edificio azul y alto. Allí dentro, la oficina. Moyano se bajó y revisó una par de veces más su figura reflejada en la brillante superficie de la camioneta y en las puertas de cristal metalizado. Ese era al que iba a atormentar hoy. Gente entraba y salía de edificio, nadie se hacía caso, pero eso era normal; Moyano sabía que cada uno de ellos iba directo a donde le correspondía; buenos días cruzaban de un lado al otro sin remitente ni destinatario, solo como parte de un protocolo que permitía que la vida fuera normal en el vestíbulo del edificio donde trabajaban. Ese hubiera sido un buen momento para perder la memoria. Pero nunca ocurría. Moyano llegó a su escritorio como todas las veces desde hacía nueve años y volvió a encender la computadora, esta vez la gran computadora que ocupaba casi todo el espacio de su escritorio. Los mismos archivos, las mismas órdenes. Hoy iban a firmar el decreto, pero todavía era temprano para eso. Le avisarían con suficiente antelación, así que podía hacer lo que quisiera hasta ese momento. Bueno, también trabajar un poco.

–Hola. ¿Has salido ya?

–Sí, ya salí.

–¿Muchas operaciones?

–Las normales. ¿Y tú?

–Hoy se firma el decreto.

–¿Hoy? ¿Tan rápido? Si ni siquiera se ha discutido en…

–Sí, lo sé, pero ya se ha decidido. Se firma hoy.

–Eso no va a gustar.

–¿Y tú crees que esto se hace para que le guste a alguien?

–Se hace porque es necesario, lo sé. Pero hubieran podido consultar con…

–Consultar con, preguntarle a, pedir opinión, tú crees que eso es tan fácil. Si fuera así, no haríamos falta en este edificio.

–Ni nosotros en el nuestro.

–No te rías, que es serio.

–Yo no me río.

–En serio, no te rías.

Moyano sintió su propia fragancia. Los alcoholes de su cuerpo ya estaban haciendo efecto sobre la colonia que se había aplicado en la mañana.

–Oye, ¿por qué no almorzamos hoy? No estás lejos.

–Puede ser, déjame mirar qué más hay que hacer aquí.

–¿Y tu firma del decreto?

–Eso es en la tarde.

Moyano mentía.

–¿Por qué?

–No sé, parece que así hay más posibilidad de que la prensa asista. Lo quieren como primicia de la noche, para que mañana los tertulianos… En fin.

–Las mismas tonterías de siempre.

Moyano, con la mano libre, abrió un archivo que le acababa de llegar. Leyó por encima mientras seguía atento a la conversación. Se aseguró de nuevo que la estaba grabando.

–Bueno, ¿y qué más?

–¿Qué más, qué?

–Eso, que si has tenido alguna noticia de algo, no sé. ¿Qué tal aquello?

–¿Qué “aquello”, Moyano?

–Ya sabes, lo que estabas escribiendo.

A Moyano le dio tiempo de rascarse detrás de la oreja, de donde sacó una apetitosa burusa que no olía pero de la que emanaba un seductor almizcle de feromonas. Se la comió con el mismo gesto con que millones de años antes sus antepasados homínidos comieron liendras.

–Ya sabes qué ocurrió con eso.

–¿No sigues?

–No sigo, no.

–Pero si la semana pasada me dijiste.

–Pero no.

–¿Has escuchado la sonata para piano en do mayor de Mozart?

–¿Cómo?

–Que si has escuchado…

–Sí, te entendí la primera vez, pero no sé por qué cambias la conversación.

–Porque me has dicho que no sigues.

–¿Y eso era todo lo que querías saber?

–Bueno, si hay algo más, adelante.

–Bueno, pues sí hay algo más.

–Escucho.

–Pero así no, prefiero cuando comamos.

–Por mí, igual.

Moyano marcó una casilla en el archivo de su computadora y cerró todo.

–¿Nos vemos ahora mismo? Casi es la hora del almuerzo y ya tengo hambre.

–Está bien. Espérame bajo el árbol de la casita, llego en diez minutos.

–Allí estaré, adiós.

–¡Moyano!

–Dime.

–¿De verdad quieres saberlo?

Moyano volvió a verificar que la conversación se estuviera grabando.

–Sí, pero si no quieres contarme nada, lo entenderé.

–La voy a reconstruir.

–¿A reconstruir?

–La esencia, la vida completa, la voy a reconstruir.

–¿Toda?

–Sí.

–¿Desde el principio?

–Bueno, desde donde se conoce.

–(…)

–¿Y ese silencio?

–Nada.

–Cómo que nada.

–Nada, estoy haciendo cosas mientras hablo contigo.

–Mentira. Has estado haciendo cosas desde que comenzamos a hablar, desde hace nueve años que haces cosas, Moyano, ¿por qué te quedas callado justo cuando debes decir algo?

–No me quedo callado. Pienso, y eso es como hablar, pero sin volumen.

–Dime. Anda. No seas cobarde.

–No te va a gustar.

–No importa, ese es mi problema.

–Ya está hecho.

–¿Qué?

–El decreto, que ya está hecho.

–¡Moyano!

–¿Qué?

–No cambies la conversación otra vez.

Moyano sube el volumen de grabación.

–Ya se ha reconstruido antes.

–Ah. Era eso. Ya lo sabía, Moyano.

–¿Lo sabías?

–¿Por qué crees que me ha costado tanto decidirme?

–Pero entonces.

–Nada, lo reconstruiré de todas maneras. Quiero hacerlo y lo voy a hacer.

–No llegarás a tiempo. Sabes cómo son.

–Me da igual.

–Yo solo te lo digo por tu bien. Ya no tienes edad para experimentos. O lo haces ahora, o nunca. ¿Seguro que quieres reconstruir?

–El decreto.

–¿Qué pasa con el decreto?

–Me va a ayudar. Hay un apartado.

–¿Apartado? ¿Cuál? No puede ser, yo los conozco todos, yo los redacté, ninguno sirve para tu reconstrucción.

–Hay una frase que sí.

–¿Cuál?

–¿Quieres que te la diga?

Moyano reflexionó unos segundos mordiéndose una uña.

–No es necesario, ya sé cuál es.

–No, no lo sabes.

–¿Qué? ¡Yo redacté el decreto! Todo, verbatim, como se dice.

–Entonces ya deberías saber que…

–Eso no.

–Moyano, ¿crees que las frases de un decreto no se pueden interpretar?

–No de este. Cada frase sirve para una sola cosa.

–Eso es lo que yo digo.

–A ver, dime cuál es esa dichosa frase que te servirá a ti para no reconstruir lo que ya está reconstruido.

–No te digo.

–Bueno. Pero no te pongas bravo.

–Mira, nos vemos ahora mismo en el árbol de la casita y mientras comemos te explico.

–Si quieres.

–Sí, sí quiero, Moyano, tranquilo. Pero prométeme que no querrás saber más.

–Eso no puedo prometerlo.

–Está bien, nos vemos.

–¿No me adelantas nada?

–Sí: que lo voy a reconstruir, y será grandioso.

–¿Grandioso?

–Algo nunca antes visto.

–Eso es imposible.

–¿Y tú qué sabes?

–Bueno, bueno, como quieras. Adiós.

–Hasta más tarde, Moyano: y ve preparando los aplausos.

–Ya veremos.

Moyano terminó de escuchar la grabación y se dio cuenta de que ya era de noche. No había nadie en la oficina. Hoy habrían firmado el decreto pero no lo hicieron, pensó mientras se estiraba como siempre. Aquella frase no cuadraba del todo bien en el contexto legal. Menos mal que alguien se había dado cuenta y Moyano se enteró a tiempo. El único detalle que en nueve años se le había pasado a Moyano, tan minucioso en su trabajo. Lástima que hubiera sido su amigo de tantos años el que descubriera el error. Eso se paga caro, pensó Moyano, afilándose las uñas. “De todas maneras, algo se hizo”, murmuró mientras marcaba las casillas de sus archivos.

*

–¿A quién has intoxicado hoy, Moyano?

–Siempre hay alguien a quien intoxicar para que no pueda hacer bien su trabajo –se contestó Moyano, mientras metía los papeles de reconstrucción en un maletín y guardaba su computadora portátil en la mochila: Berroterán, saludando sin pasión, lo devolvió a su casa.

“Qué sabroso es mi trabajo”, pensó Moyano, y se estiró como el gato que era.

***

Haga click acá para leer otros relatos publicados en esta serie de «Domingos de ficción»:

Antes; por Silda Cordoliani

Tríptico de la peste; por Miguel Gomes

El manuscrito de fuego; por Patricia Romero


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