Ficción

Domingos de ficción: Tríptico de la peste

Fotografía de Savar Sareen | Flickr

29/11/2020

Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción, dedicada esta vez a relatos distópicos escritos especialmente para Prodavinci o cedidos de libros en progreso por sus autores.

El término «distopía» agrupa obras narrativas cuyas historias giran en torno de la materialización –ficcional– de sociedades alienantes, es decir, de planetas, países o comunidades en los que la vida de los personajes se halla sujeta a extremas condiciones de sobrevivencia como consecuencia de una debacle económica, de un conflicto bélico o, caso más común, del control político y social ejercido por un Estado totalitario. Se trata, en fin, del reverso –o de algunas de las derivaciones– de la noción de «utopía» propuesta por Tomás Moro en su célebre libro de 1516.

La muestra, curada por Carlos Sandoval, presenta hoy un texto de Miguel Gomes (Caracas, 1964), doctor en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Stony Brook (Nueva York). Desde 1993 se desempeña como profesor en el postgrado de Literaturas Hispánicas y Comparadas de la Universidad de Connecticut. Es catedrático desde 2006 y miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut (2009). Ha publicado variados libros de cuentos y la novela Retrato de un caballero (2015). Es un reconocido ensayista y crítico literario con numerosos títulos en el área. También ha sido coautor de varias e importantes antologías de literatura venezolana.

(Panel izquierdo: El recital)

Mareos; ráfagas de tos. Muerte vino a tocarme a la puerta, y allí comprendí que ingleses, alemanes y suecos a veces la aciertan: el susodicho no era una dama del alba; tenía un vozarrón.

Intenté disuadirlo. Que es muy temprano para mí, su merced; todavía escribo la mitad de mi obra y pasaré por este mundo sin dejar huella: hijos, no tengo; mis ex quieren olvidarme… supongo que mis amistades han sido, más bien, tenues.

Muerte sugirió que me tranquilizara; que luego de mi partida mis versos tendrían seguidores.

―Vas a monetizarte ―concluyó―; en cuanto la palmes, te instalas en el canon per sæcula sæculorum.

Estuve a punto de cantarle una de Lloyd Chandler:

O Death
Won’t you spare me over ‘til another year?

Pero no quise ponerme patético ni folclórico.

Muerte me cogió de la manga para conducirme al sótano profundo. Yo no sabía que en la planta baja del edificio teníamos ese tipo de ascensor: aquellas puertas me hacían creer que se trataba de un montacargas que el personal de mantenimiento reservaba para las mudanzas.

Descendimos, no sé por cuánto tiempo. Se me hizo una eternidad. Cuando el Otis ―un clásico― se abrió, tuve una sensación inquietante: aquel vestíbulo me recordó el de un Ateneo que frecuenté en mi juventud, en otro país ya desaparecido antes de mi mudanza a Nueva York.

El acento de los trabajadores del inframundo sonaba exactamente como el de la gente de aquel país.

Me hicieron garabatear en un formulario nombres, apellidos, número de pasaporte —o pasaportes—. La única casilla que estaba llena cuando recibí el papel tenía que ver con mi oficio: poeta.

Me condujeron por un corredor. A tantos quilómetros bajo tierra, en túneles estrechos, los neones parpadeantes bastaron para inquietarme. Los guías me espiaban; entre sí intercambiaron guiños. Hasta que finalmente hablaron y me di cuenta de que no era yo el objeto de su curiosidad, sino Muerte, mi escolta.

Tan ocupado que andaba de costumbre, con el agregado reciente del virus y aquel lío en la superficie, ¿cómo era eso de que se quedara? Las encomiendas las dejaba en la recepción y de inmediato volvía arriba, sin socializar… sí, ¿por qué se quedaba ahora?

Entre risitas, Muerte les aclaró que se tomaba un descanso:

―Esto no me lo quiero perder.

Se corrieron dos portones, un número indefinido de rejas, cortinas. Me vi frente a varias filas de asientos, como en una salita de conferencias. Muchas sombras sentadas. Aplausos entusiastas ―y ardientes: después de todo, era el Infierno―.

Empezaba mi recital.

(Panel derecho: El muelle)

Atrapado en un estudio de Manhattan, sin poder ver a nadie y sin nadie a quien ver, luego de mes y medio de encierro, me dije: es de locos, no se aguanta; al parque me voy.

Mientras caminaba de la Tudor Tower a los bancos, me impresionó la soledad en el Midtown a la caída de la tarde. Con el trapo en el rostro, no podía sino recordar aquella frase de Nietzsche: «Lo profundo se enmascara», escrita sin imaginar estas circunstancias y casi en vísperas de conversar con el caballo.

En los bancos advertí, para mi sorpresa, una buena concurrencia. Los presentes practicaban las normas de distancia, pero ninguno se embozaba.

¿Para qué?: hasta Nuestra Señora la Muerte se toma descansos de vez en cuando; en este parque se congregaban sus ángeles y adláteres, en un receso.

Me llamaron la atención dos que tenía sentados justo enfrente: la gran excepción al social distancing; estaban juntitos, tirándoles chucherías a las ardillas e intercambiando besos furtivos. Claro… era un parque y, a pesar de los pesares, primaveral.

La pareja: el Señor Muerte ajedrecista de Bergman y una Señorita Calavera de Posada.

—Se conocieron por Zoom, en un cibersitio de moda. Esas relaciones mixtas, no obstante, carecen de futuro.

Cuando me volví a ver el bulto que en el banco de al lado rezongaba, cobró sentido el acento de Georgia, Misisipí o Alabama: otro Muerte, pero con ropa del clan. Se había quitado la capucha, porque en esos días taparse tanto le debía de parecer, políticamente hablando, demasiado correcto.

Yo no tolero a los de su especie y, para ignorarlo a rajatabla, me fui de allí, hacia los lados del río del Este.

En uno de los muelles, cerca del paseo, había atracado una balsa sombría. Un par de curiosos se sacaba selfies con el Barquero.

(Panel central: La noche)

Eugenio Montejo decía que Orfeo, el tartamudo, era su vecino: suerte de poeta. Yo, en cambio, sin haber parido jamás un verso decente ―o siquiera de confianza―, me rozo con la Peste.

El portero del edificio me lo anunció con ojillos asustados, la última vez que regresé del despacho. Me costaba entenderlo con ese acento eslavo, grueso, debajo del tapabocas: lávese bien las manos al entrar en su apartamento; nuestro personal ha desinfectado lo mejor posible cada botón del ascensor, cada pasamanos en los corredores y las escaleras, cada perilla de cada puerta de cada planta, pero sobre todo las de su planta. Es la señora Ripa, la del 3113: se asfixiaba; la ambulancia vino a buscarla esta mañana, cuando usted no estaba.

El portero lo musitó temiendo algo terrible; no tanto el darme la noticia, como el crear algún tipo de pánico. Órdenes eran órdenes y la administración le había aconsejado al superintendente que nos informara, para que tomásemos las medidas necesarias.

Cadáver precavido vale por dos.

Sé que si uno cuenta una historia esta debe ir a alguna parte: en nuestra fantasía, la vida es así. Pero no: la vida no va a ninguna parte; se contenta con ser y estar. Ambas cosas a veces coinciden y, entonces, somos felices; otras veces no se produce la coincidencia para que acabemos aceptando que no existe el destino ni obedecemos a ningún plan divino o secreto.

Desde que me enteré de que habían hospitalizado a la señora Ripa no he salido del apartamento. Hice compras el día antes; a mis colegas y a mí nos habían anunciado que la cuarentena sería estricta: nuestras tareas podríamos cumplirlas a distancia, mirándonos en la pantallita de la portátil, cuadriculada como una colmena.

Reuniones entre las nueve y las quince. Después, el lento atardecer en soledad, contemplando desde el ventanal cómo paulatinamente se vacía la isla; cómo las calles de Murray Hill permanecen quietas, incluso de día. Evito los noticiarios: en el margen derecho de la pantalla hay un recuadro con las cifras de infectados y muertos. Cientos de miles.

Cuando coincidíamos en el ascensor, con bolsas de compras o viniendo de la lavandería en la planta baja, la vecina y yo apenas habíamos glosado las temperaturas extremas. Era o es una mujer mayor, de setenta y cinco… ochenta. ¿Ochenta y cinco? El cálculo de edades no figura entre mis destrezas.

Jamás la había visto acompañada. De mí ella habría podido decir lo mismo.

Ahora contemplo el crepúsculo. Temo la redondez del tiempo cuando lo fuerzan a enderezarse. En un minuto en que los sótanos del mundo se extienden sobre la superficie del planeta, me siento materia extraña, exiliada de los pronombres; algo después de algo, a la vuelta de los siglos. Avanzan los barcos hacia el Sur, aunque lo hagan por el río del Este. Pienso que Este y Estigia son nombres demasiado parecidos y que la señora del 3113, si aún respira, no estará mirando el curso de las aguas desde su ventana, porque el hospital al que la habían llevado tendría la vista bloqueada por otros edificios.

Estamos en Nueva York y la noche se aproxima.

***

Haga click acá para leer otros relatos publicados en esta serie de «Domingos de ficción»:

Antes; por Silda Cordoliani

El manuscrito de fuego; por Patricia Romero

Tóxico; por Juan Carlos Chirinos


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