Perspectivas

Algo más acerca del “Ciudadano Kane”

Fotograma de Ciudadano Kane

03/10/2021

[Hace ochenta años, en 1941, se estrenó la más célebre película de Orson Welles. La narradora Silda Cordoliani nos revela algunas trazas literarias de este maravilloso filme.]

Quizás nuestra primera referencia de Orson Welles se remita, más que a las imágenes visuales, a una imagen sonora. Lo digo porque, si mi memoria no me engaña, mucho antes de oír hablar de Ciudadano Kane o del resto de su obra fílmica, creo haber escuchado una insólita historia acerca de un locutor de radio que sin proponérselo (?) hizo cundir el pánico entre buena parte de la población norteamericana asegurando el aterrizaje de los marcianos (los mismos de H. G. Wells, que no Welles) en algún paraje de Estados Unidos. Y esa interrogación que acaban de ver no es ninguna errata, se trata más bien de una pregunta que siempre me ha rondado: ¿fue realmente Orson Welles inocente del terror que expandió entre un pueblo en el que ya se cernía una terrible guerra?, ¿acaso ignoraba aquel muchacho genial el enorme poder de la radio en ese entonces? Pero en fin, esta escalofriante anécdota no es más que el comienzo de un mito, de “un personaje” que pasó con la mayor gloria posible del mundo de la radio (y el teatro) al mundo del cine.

Tenía apenas veinticuatro años cuando la R. K. O. puso en sus manos «el juguete más precioso que puede ofrecerse a un niño», según sus propias palabras. El precoz Orson emprendió entonces su primera película, la historia de un magnate del periodismo que guardaba demasiada semejanza con la del poderoso Randolph Hearst. Las protestas de Hearst ayudaron a crear «un fracaso comercial», pero al mismo tiempo, sin duda, impulsaron la carrera cinematográfica del temerario enfant. Quizás el poco público que asistió a las proyecciones de Ciudadano Kane fue atraído, especialmente, por la curiosidad de conocer una especia de chisme que se le iba a develar, pero he aquí la sorpresa mayúscula: una cámara más que audaz comenzó a ofrecerle ángulos insospechados de los objetos, personajes, decorados; «el director de escena acumulaba las innovaciones técnicas: fotografías en claroscuro, escenografías con techo, empleo sistemático de las profundidades de campo, travellings desmesurados, búsquedas sonoras, etc.» (Georges Sadoul, Historia del cine mundial, México, Siglo XXI Editores, 1979). Y como si esto fuera poco, el filme rompía de manera radical con los esquemas de la acostumbrada linealidad del relato cinematográfico. Ciudadano Kane no fue ninguna adaptación de un texto literario, pero fue, sin embargo, una de las primeras películas en que se hizo más evidente la simultaneidad y mutuas influencias de la literatura y el cine. Y así como líneas atrás pudimos dudar de la ingenuidad de Welles ante el poder de la palabra oral, no cabe ahora que imaginemos, en un hombre de su talla, la ignorancia del arte literario.

Algunos críticos han encontrado en esta, su primera película, influencias de Dos Passos (Welles niega haberlo leído), de Faulkner, de Joyce, incluso de Steinbeck, debido a sus analíticos retratos de la sociedad norteamericana. Pero no creo necesario ubicar exactamente una determinada influencia, basta con que recordemos que desde el siglo XIX la literatura estaba trabajando en la búsqueda de un espacio y tiempo múltiples. Joseph Conrad, por ejemplo, sostenía a principios del siglo XX que

… para describir a un hombre de ficción no es imprescindible comenzar por su origen y explicar toda su vida, cronológicamente, hasta el final. En primer término hay que captarlo a través de una vigorosa impresión, y a partir de ella elaborarlo hacia atrás, en su pasado, y hacia delante. (F. M. Ford, Joseph Conrad: A Personal Remembrance, en John L. Fell, El filme y la tradición narrativa, Buenos Aires, Ediciones Tres Tiempos, 1977.)

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La mayoría de las veces resulta un tanto estéril insistir en comparaciones “técnicas” entre el cine y la literatura. Sabemos que al asumir ambas su papel de artes narrativas, las formas coinciden, inevitablemente; sabemos asimismo que por el simple hecho de que una existió antes que la otra, ciertos estudiosos, a la manera de Paul Léglise, han sido capaces de realizar «grandes hallazgos precinematográficos» en obras literarias tan antiguas como La Eneida de Virgilio, cuando en realidad se trata solo de técnicas propias de la narración que, eso sí, vieron en el cine un campo más propicio para su desarrollo. Por tal motivo a veces es recomendable descartar la palabra “influencia” y decidirnos más bien por “coincidencia”, de la misma forma que conviene dejar de concebir como “precursores del cine” a tantos escritores que anticiparon en la literatura estructuras que luego pasarían a formar parte del lenguaje cinematográfico.

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En 1951 el director japonés Akira Kurosawa recibe el Gran Premio de Venecia por su película Rashōmon, basada en algunos cuentos (escritos entre 1915 y 1919) del también japonés Ryūnosuke Akutagawa, sobre todo en el titulado «En el bosque». Este texto literario plantea la investigación de un suceso (el asesinato o suicidio de un samurái) a partir de las declaraciones de siete interrogados, de los cuales solo tres son testigos principales del hecho en cuestión: tres versiones que convertirán al lector en juez, llevándolo a asumir su propia conclusión con respecto a los acontecimientos, conclusión, por supuesto, muy personal. La originalidad de Kurosawa en cuanto a la estructura general de su relato fílmico, consistió en agregar una cuarta declaración (la del leñador, ahora testigo casual) a las tres fundamentales que presentaba el texto original (la del bandido Tajȏmaru, la de la mujer del samurái y la del propio difunto), lo cual incrementaría la ambigüedad de la historia, creando una mayor inquietud en el espectador.

Apartando unas pocas novelas anteriores al siglo XIX (entre ellas, por supuesto, Don Quijote), que sin duda contienen y proponen búsquedas posteriores de la narrativa universal, podemos afirmar que el cuento de Akutagawa no posee antecedentes explícitos en la historia de la literatura; sin embargo, es posible descubrir en él una organización formal semejante a la de ciertas novelas inglesas del siglo XIX. En ellas, un detective (o una suerte de detective), con base en los múltiples datos que le suministran sus investigaciones e interrogatorios, consigue llegar a la verdad de un crimen (gran diferencia con el cuento japonés, donde la supuesta verdad queda al arbitrio del lector). Pero dentro de este género novelesco, y para lo que aquí tratamos, llama la atención de manera particular La piedra lunar (1868), de Wilkie Collins, en la cual diferentes personajes, a través de conversaciones o manuscritos, van aportando sus respectivas versiones de los acontecimientos, las que ayudarán a esclarecer el robo de la piedra muchos años después de acaecido el delito.

Por otra parte, la estructura narrativa de Rashōmon no solo encuentra su precedente inmediato en el mundo de la escritura, lo tiene también dentro de su mismo campo artístico. Ciudadano Kane se había estrenado diez años antes que la obra premiada en Venecia. En este filme, la historia de Charles Foster Kane (protagonizado por el propio Welles) se construye a partir de seis diferentes puntos de vista. Al modo en que se arma un rompecabezas (como lo hace una y otra vez la aburrida Susan en su aburrido «Xanadú»), el espectador será el encargado de engranar las diferentes piezas en busca de su personal opinión sobre el personaje.

La película comienza con la primera versión: un noticiero fílmico donde se nos informa de la muerte del magnate al tiempo que se resume, a muy grandes rasgos, su vida, su ascenso hasta el poder. Jerry Thompson, un periodista que recibe el encargo de descubrir el significado de «la última palabra» pronunciada por el gran hombre, sirve de hilo conductor al resto de las versiones. A partir de un tiempo actual constituido por el reciente fallecimiento, así como por las acciones del periodista en busca de sus informantes, nos vemos constantemente remitidos al pasado, a los hechos o situaciones más determinantes en la vida de Kane según el juicio de los personajes entrevistados. De esta manera no solo nos convertimos en testigos de las diferentes etapas de su vida, sino también de los sentimientos y reacciones que este despertó en sus allegados: el tutor, Thatcher; Berstein, su más fiel empleado; Leland, su mejor amigo; la segunda esposa, Susan; y por último, su mayordomo. Y hablo de sentimientos y reacciones, porque no sería justo referirnos propiamente a su personalidad, ya que cada versión nos aportará una nueva faceta de Kane, determinada más bien por la propia personalidad de quien lo evoca.

Ignorada por todos los consultados, la palabra clave cuyo significado indaga el periodista Thompson, «Rosebud», otorgará una singular coherencia al relato, convirtiéndolo en una especie de historia circular. Inmediatamente después del noticiero, al inicio de la versión del ya fallecido Thatcher, obtenida a través de un manuscrito, vimos al pequeño Charlie Kane aferrado a su juguete preferido, un trineo que al término de la escena se pierde entre la nieve que cae incesante, el mismo que al final de la película, ahora consumiéndose en el fuego, vuelve a ofrecerse a nuestros ojos en un primer plano destinado a revelarnos su nombre estampado: Rosebud. El periodista, perdida toda esperanza de dilucidar el misterio, de encontrar «la pieza clave», pasa distraídamente al lado del juguete que arde en la chimenea y abandona para siempre Xanadú (la suntuosa e inescrutable mansión de Kane) y su pesquisa.

Con este breve resumen es fácil imaginar que fue el flashback el principal recurso técnico de Welles.

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«Desde Citizen Kane el procedimiento conocido con el nombre de flashback –dice André Bazin–, ha sido frecuentemente utilizado y no era en verdad original en 1941, pero había sido empleado hasta entonces solo en contadas ocasiones y en general sin superposición cronológica» (André Bazin, Orson Welles, Valencia-España, Fernando Torres Editor, 1973). Efectivamente, ya en 1939, por ejemplo, Marcel Carné se había servido de él en una forma novedosa para entonces, anticipándose de cierta manera a la famosa película de Welles. Le jour se lève comenzaba en una situación de clímax (un hombre acorralado por la policía) que sería explicada posteriormente gracias a los desplazamientos hacia el pasado. Pero Carné usó el flashback desde un punto de vista único, al estilo del narrador omnisciente, y el orden de los acontecimientos previos al dramático presente seguía respetando la acostumbrada linealidad temporal del relato cinematográfico. Welles desarrolló este recurso o, si se prefiere, jugó con sus riquísimas posibilidades, no solamente alterando una y otra vez el orden cronológico de sus persistentes recurrencias al pasado, sino también convirtiendo el tiempo en un tiempo muy personal, como si la cámara penetrara en la mente de cada personaje que recuerda, en su más profunda intimidad.

Once años más tarde, en 1952, y precedido también por Rashōmon, Vincent Minnelli presenta sus Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful), una película no muy feliz en donde el flashback es manejado con una finalidad casi idéntica a la de Ciudadano Kane. Asimismo, en 1964, otro director norteamericano, Martin Ritt, estrena Cuatro confesiones (The Outrage), una suerte de versión gringa de la película de Kurosawa.

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Si me he atrevido a afirmar que Rashōmon le debe tanto a la literatura como el propio cine (¿es acaso posible que Kurosawa no hubiera visto la película de Welles?), me falta valor para conjeturar que Lawrence Durrell haya sido influenciado por Welles al emprender su magistral obra El cuarteto de Alejandría (1957-1960). Sin embargo, es innegable la similitud estructural que guardan ambas narraciones.

Durrell ocupa un lugar destacado entre los grandes innovadores literarios del siglo XX. El cuarteto de Alejandría, como su nombre lo asoma, consta de cuatro libros, cada uno de ellos narrado por un personaje diferente, actores y testigos de los mismos acontecimientos. Los tres primeros: Justine, Balthazar y Mountolive se ubican en la misma época; el último, Clea, «ocurre cinco o seis años más tarde… Son revisadas las historias y se hace una síntesis crítica de numerosas anécdotas. Pero El cuarteto vuelve a su punto de partida: la ambigüedad de toda percepción sobre el espacio o el tiempo» (José Balza, Los cuerpos de sueño, Caracas, Ediciones de la Biblioteca, Universidad Central de Venezuela, 1976).

Al contrario que en Ciudadano Kane, donde el periodista hace de enlace entre una y otra perspectiva, El cuarteto de Alejandría no posee un pretexto formal que conecte las diferentes versiones, y en verdad no requiere de él, basta con la misma ciudad –Alejandría, núcleo clave de la novela– y los mismos personajes cuyas acciones se entretejen continuamente. Aparte del letrero (a las puertas de Xanadú) que abre y cierra la película: «No trespassing», he dicho que el filme de Welles contiene un elemento, Rosebud –excusa para que la película se construya a base de remembranzas, excusa para que se realice una investigación no resuelta por Thompson, pero sí por el espectador–, presente en el inicio y en el fin de la película, que hace de ella una obra cerrada, concluida. El cuarteto de Alejandría, en cambio, es una obra abierta. Abierta no solo al lector, sino también a los numerosos personajes que en ella transitan y los cuales todavía podrían aportar su propia versión de los hechos.

Si es justo afirmar que Ciudadano Kane descubrió nuevos caminos al arte del cine, resulta igualmente legítimo insistir en lo mismo con respecto a la obra de Durrell en el mundo de la literatura.

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Por supuesto, queda bastante por decir acerca de Ciudadano Kane. Como toda gran obra, cuenta con variadísimas posibilidades de análisis. Aquí apenas se intenta, partiendo de su evidente estructura formal, demostrar la indudable interrelación existente entre las dos artes narrativas por excelencia: literatura y cine. Interrelación que no resta originalidad a una u otra: sus lenguajes son diferentes, sus medios de expresión completamente opuestos, aunque la finalidad sea idéntica: contarnos una historia.


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