100 años de Ifigenia

Nombre y renombre de una vocación

05/05/2024

Teresa de la Parra

 

A Carlos Duarte, una vez más, con la misma amistad, admiración y el recuerdo de tantas afinidades, estos apuntes que por primera vez publico y que fueron parte del curso que dicté para él en la Quinta Anauco en 2019.

 

Si el éxito y la popularidad constituyen el rasgo más exterior en la trayectoria de Teresa como escritora; sus opuestos: la intimidad y la soledad, son los que tipifican, simétricamente, lo más individual: su vida y su estilo. No veamos allí una contradicción sino la tensión que animó, tácita y tangencialmente, su relación con la literatura. Si a lo más íntimo sólo nos aproximamos indirectamente, a través de sus proyecciones externas, dejemos pues que el éxito y la popularidad que hoy sigue rodeando su persona pública nos guíen hasta la intimidad impersonal de la escritura: su estilo.

En sus cartas se quejaba del éxito y de los compromisos que acarreaba la «gloria», pero empleaba esta palabra con evidente humor irónico: menciona lo desabrido de la fama y la esterilidad de los elogios. Sobrellevaba como una rémora el ser motivo de exageradas «atenciones». Las agradecía, sí —no hay que confundir la buena educación con felicidad. En esto del «reconocimiento» público debe tenerse en cuenta que ella no tuvo, como otros escritores, que «hacerse un nombre» porque cierto renombre la precedía «en sociedad». Quiero decir que en nuestra sociedad (sin comillas) el elemento tribal tenía entonces un peso todavía considerable en el mundo literario y pertenecer a un linaje era una forma inmediata de ser reconocidos sin esfuerzo, todo lo cual enturbia bastante aquello que al artista le importa: el renombre que alcanza su obra y que la atención (en singular y sin comillas) se dirija hacia ésta, no hacia él.

Así que Teresa llega al mundo integrada a un linaje, y ese linaje es también un elemento de cohesión social, la forma más básica quizá de «identidad» —no importa la clase o el estamento. Por el linaje somos «alguien» sin tener que esforzarnos en ser «distintos». Ni famosos ni exitosos, pero sí «reconocidos». A donde Teresa vaya ese tipo de reconocimiento la acompaña porque no es exterior, no depende de los demás, no necesita seguidores. Se trata de una posesión íntima, porque re-conocimiento no es que los demás sepan quién soy, sino saber quiénes somos en cualquier parte y en todo momento. Hablamos, pues, de un renombre que viene acompañado de una imagen interior.

Cuando ella concibe el «diario» de aquella señorita que escribe porque se fastidiaba y, simultáneamente, Ana Teresa Parra Sanojo se convierte en Teresa de la Parra, han ocurrido dentro de ella cambios invisibles, hondos, que por sí sola no puede aquilatar y que iban más allá de la simple adopción de un nom de plume: su identidad colectiva, social y familiar ha dado paso a otra donde se abre paso una vocación, no un oficio. Sin embargo, aquella primera, que la hundía en raíces colectivas, no desaparece. Así, el ingrediente de la personalidad que llamamos «yo», el que firma y se afirma como autor y que suele estar acentuadísimo en los artistas, en la Teresa que escribe, resulta bastante atenuado. Una dificultad mayor para biógrafos y críticos cuando al juntar vida y obra parten de una perspectiva voluntariosa, adjudicándole a una identidad inexistente ideas y decisiones que surgen de zonas fronterizas y ajenas de la personalidad.

Para Teresa de la Parra escribir no parece haber sido fruto de una decisión. Siempre que pudo dejó ver su reticencia ante el título de escritor y subrayó lo precario de su vocación. Aún en 1930, cuando en Colombia la celebran como novelista y autora de Ifigenia, afirma en una conferencia sobre ese tema, el de la vocación literaria:  «…sólo les puedo decir que por mucho que la busqué para estudiarla, me pasó lo de siempre: no la encontré. A tal punto esa vocación literaria acostumbra perderse y desampararme, que cuando a veces, algún detractor —hay siempre murmuradores que por falta de tacto nos dicen cosas agradables— cuando algún detractor hizo correr la voz de que no era yo la verdadera autora de mis libros, fui la primera en creerlo con bienestar y alegría. Perdida la vocación, me sentía libre de una gran responsabilidad, perdiendo también los libros. ¿Qué son en efecto las obras realizadas sin la vocación que las reafirme y proteja de nosotros mismos?».

Teresa de la Parra ve en la vocación un don impersonal que, paradójicamente, reafirma la obra realizada, protegiéndola de quien la escribe. La concibe como un impulso volcado hacia la obra, no una aptitud o atributo personal, sino algo que acontece: un suceso íntimo y objetivo a la vez. Esto quizá explique por qué no parece preocuparle demasiado lo escaso de su producción. También podemos inferir que al sentirse irónicamente «irresponsable» de lo que escribía, evitaba la ansiedad capaz de bloquear dentro de ella el acceso a lo verdaderamente creativo. Una manera de librarse, como por instinto, del afán de querer (o creer) que cada nuevo intento debía ser mejor que lo anterior —peligrosa obsesión ésta, la del querer superarse, que a menudo conduce a forzar lo frágil y asustadizo de un don que la vocación tan sólo canaliza.

Al no creerse del todo autora de sus libros, evitaba embarcarse en un estéril combate contra sí misma, con el dudoso fin de afincar un renombre en nombre de «algo» que no era del todo suyo. Algo de esto ya intuía Mariano Picón-Salas cuando resalta como una ventaja que «contra el engolamiento y el excesivo decorativismo en que cayeron algunos de nuestros modernistas, ella no tomara al principio con demasiada seriedad su oficio literario»[1]. En esta afirmación, que comparto, escucho también un eco que quiero amplificar. El arte en la literatura no depende de la «demasiada seriedad» con que se tome el «oficio». De allí que quien quiera ser escritor, a toda costa, ese mismo querer podría obstaculizarle o atrofiar la autonomía con que se impulsa la vocación. Y así mismo, aquellos que después de haber escrito ya se creen escritores terminan por vivir de esa presunción, sólo que repitiéndose en lo colectivo de un rol. Algo muy diferente sugiere Teresa de la Parra: no creerse sino sentirse escritor cuando la obra se le ha manifestado como algo ajeno y en la medida en que se abre paso como algo íntimo y foráneo a la vez. Algo que ella acoge y sin querer la conforma en algo distinto de lo que ya era fatal y socialmente, desde que nació.

Si la voluntad domina el proceso, podría atrofiar la receptividad hacia los eventos íntimos, inquietantes, emboscados y a la espera. En nuestra tradición literaria, los novelistas suelen volcarse sobre temas, ideas o proyectos, haciéndolos suyos; han sido tesoneros, voluntariosos y apasionados. Eso no está mal. Pero ¿cuántos, han podido sentirse en lo que hacían? Cuántos han podido transmitir, en lugar de sentimientos, algo de ese sentirse en lo que hacen, para que un lector pueda sentirse en lo que lee sin necesidad de identificarse con el autor, sus ideas o sus propuestas.

Si estamos hablando de arte en cualquiera de las artes, el «cuántos» no importa. Cuándo, cómo y dónde es lo que sí importa. Quizá por aquí comienza la singularidad no tanto de Ifigenia como de aquella señorita que escribió porque se fastidiaba. Esa primera y única vez donde Teresa de la Parra no sólo evitó identificarse con «lo» que había escrito, sino, sobre todo, no se identificó con «la» que escribía. El humor con que afirma haber «perdido» sus libros, que lo escrito no le pesara luego como responsabilidad, no era prueba de su «profesionalismo» sino  la conciencia temprana de un oficio que no apabullaba sus simples ganas de escribir, inseparables como son las «ganas» de lo involuntario, la espontaneidad y la actitud receptiva con que una vocación se manifiesta:  leve toque misterioso que aquella otra, la ancestral Teresa del Ávila y de la lengua, recibía humildemente como una inspiración.

María Eugenia Alonso, Mamá Blanca, o aquella última, la mujer que no necesita nada y escribe cartas en el sanatorio de Leysin, son figuras inconstantes, entre la ficción y la biografía. Ni más ni menos que personas o personajes que jamás lo son del todo. Pedazos de lo que nunca concluye. Creo que así se comprende mejor la necesidad que tuvo Teresa de la Parra de crear distancias: atribuirle sus narraciones a un «autor» ficticio, a la vez actor y lector de lo que estamos leyendo, una voz siempre presente que por delegación alivia el peso de las proyecciones: de las suyas y de las nuestras. La paradoja es parte sustancial de este asunto y no es insólito que el lugar que Teresa de la Parra ocupa hoy en nuestra literatura no coincida, simétricamente, con el que la literatura ocupó en su vida, aun cuando ella no hizo otra cosa en la vida sino escribir. Y esto lo digo también literalmente porque no tuvo que atender otras ocupaciones, ni compartir su vocación hacia la literatura con otros intereses o inquietudes. Nada, en principio, le impedía consagrarse exclusivamente a su obra. Nada, excepto ella misma y quizá lo que algunos llamarían falta de ambiciones literarias. Y si no vivió para escribir, tampoco escribió para hacer literatura; lo cual aclara mucho de ese pudor que mostraba cuando se le pedía que hablara de ello.

Reconocer cuándo las convicciones, la fe, o los «grandes valores espirituales» se vuelven imposturas; cuándo la grandilocuencia se impone sobre el sentimiento, es una habilidad que Teresa adquiere junto con esa vocación frágil e intermitente, y quizá ése haya sido su premio por no ser un profesional de las letras.  De allí quizá que escribiera libre de las expectativas literarias al día y sin la pretensión, tan extendida entre nuestros escritores, de emplear la novela como una empresa de salvación o construcción nacional. Para ella, el oficio de narrar estuvo unido a lo que llamó el «milagro del desdoblamiento». Y subraya que «milagroso» no es azar, sino algo providencial.

Después de escrita, la obra no es un mero satélite que sigue girando en torno a ella, su dueña, sino una formación «desprendida», autónoma, que gravita ante ella, con su propio peso y creando su propia órbita. Me remito a la anécdota que refiere en una de sus cartas cuando al escuchar que Unamuno hablaba de la autora de Ifigenia en su presencia, notó que aquello no la afectaba personalmente, mientras sentía, por primera vez, «la sensación reconfortante de haber escrito»[2]. De modo que lo milagroso de la vocación borraba lo meritorio del profesional. Así, el oficio, mediador invisible y necesario, pasaba del autor al lector. Desprendido de la biografía quedan en la persona de ambos marcas invisibles, transformaciones ignoradas, donde se depositan las ganas y la posibilidad de una nueva obra, o de ninguna.

Que el oficio de la literatura no llegue a ser una profesión, pero lo intente mientras la vocación opone sus reparos a lo que la voluntad ordena, invita a que un lector lea hoy toda la obra de Teresa de la Parra como un lezamiano «cuerpo desprendido» que gravita por sí mismo, oculta dentro de la forma formadora, ajena a decisiones autorales aleccionadoras y a la monotonía de los experimentos.

A Teresa de la Parra podría acusársela de negligencia, de falta de voluntad, aun de flojera. Podríamos lamentar que escribiendo tan bien, no lo hiciera con más constancia. Pero cualquier reclamo de este tipo, además de inútil, nos alejaría de lo que podría ser el secreto de su arte. Que la vocación la desampare, que se sintiera insegura o confundida respecto a los alcances de ese impulso, que la recibiera como algo intermitente y aun extraño, que no pudiera «asumirla» y mucho menos gobernarla, sugiere un patrón donde los ingredientes volitivos e intencionales del proceso creador pasan a un segundo plano, apareciendo la vocación como algo íntimo e impersonal, como un dios sin nombre y sin historia, que la visita y la abandona, una fuerza ante la cual ella sucumbe de repente o un estado en el cual se sumerge, sin una conciencia definida de lo que busca y el por qué lo necesita.

Para Lezama Lima, cuando un escritor consigue situarse más allá de sus recursos voluntariosos, puede mirar su obra «como un cuerpo desprendido o como un planeta muerto» y es entonces cuando se justifica como escritor, reducido a un punto visible por invisible, porque él mismo ya es materia y su obra «materia firmada … oculto dentro de la forma formadora» [3]. En Teresa de la Parra su obra había alcanzado ese punto, razón por la cual ya sería hora de empezar a considerarla como una firma que se deshace en forma: materia firmada, y oculta dentro de la forma formadora.

***

[1]Mariano Picón-Salas, Prólogo a las Cartas de Teresa de la Parra.

[2]¿Carta a Unamuno?

[3]Lezama Lima, «Julián del Casal», Analecta del reloj. O.C., II, 78


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