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Excursus
Quisiera escribir cabalgando en Clavileño, parar en la taberna de Mokroye y seguir en carreta de vuelta a Córdoba, ya tan lejana y nunca sola… quisiera navegar en el Siete Mares cantando la canción que el Conde Arnaldos escuchó… hace tiempo que espero el tren rumbo a Oklahoma, boleto en mano, porque sigo creyendo en lo que dice el cartel que sigue estando allí: ¡Os llama el Gran Teatro de Oklahoma! ¡Y llama sólo hoy, sólo una vez!… ¡El que quiera hacerse artista, preséntese! ¡Somos el Teatro que está en condiciones de emplear a cualquiera! ¡A cada uno en su sitio!… ¡Maldito el que no nos cree! Y aquí estoy… pasé por la admisión hace mucho y me admitieron como «Actor»… Y en verdad, malditos están quienes aquí esperan el tren con malhumor… tienen mucho talento y les falta imaginación.
Mi papel por ahora consiste en leer, soy lector. Pero como el Gran Teatro ubica «a cada quien en su sitio», yo leo novelas… Es decir, las leo como novelas. Otros, fuera del Gran Teatro, podrán leer la misma que yo leo, pongamos por caso El Quijote, La Casa de los Abila o Los Habitantes, pero no leen la novela que hay en ellas. Mi actuación es muda, pero nula no. Si yo no actúo, la novela desaparece. Puede llegar a ser muchas otras cosas: un tema de conversación, una aureola de fama para su autor, un montón de frases que suben y bajan de la red y cosas así y otras más complicadas y sistemáticas en disciplinas como la semiótica, el psicoanálisis, la antipolítica y la feminología, pero allí ya no hay Teatro de Oklahoma: como dice el cartel, él existe sólo para el que quiera hacerse artista y hay mucho novelista que hace novelas para hacerse otra cosa (o ya lo es). El mundo es ancho y ajeno, ya lo sabemos. Mientras llega el tren, recojo estos cabos sueltos para amarrar mi afición… y a quienes me preguntan qué hago, yo digo, como Tityre: Moi? moi, j’écris Paludes.
Escribo estas notas dentro del papel que Kafka ofrece en el llamado del Gran Teatro de Oklahoma. Un llamado que cuando él escribía América (o El Desaparecido —creo que ambos títulos son buenísimos) ya tenía una nota de melancolía y un fondo desesperado. Creo que en este milenio su llamado, la oficina de empleo y el tren del Gran Teatro siguen allí y ensayo mi papel como puedo cada vez que puedo, leyendo una novela y haciendo mi rol de Actor, embarcándome con afición en la aventura que una novela me ofrezca.
I
En 1963, Esdras Parra le hace una entrevista a Salvador Garmendia en aquellos Foros que publicaba El Nacional los jueves. «Un libro sólo se escribe después de haber leído muchos otros libros en los cuales se han dejado retazos de nuestro propio estremecimiento y de nuestras sensaciones». Así, Esdras Parra introduce una pregunta sobre la formación de un escritor y así, sin mayor esfuerzo, el lector comprende que el asunto no está en cuántos ni cuáles libros haya leído Salvador Garmendia sino en la singularidad de esos «retazos»: el estremecimiento de una sensación. Ambos saben de lo que están hablando. Entre las novelas que Garmendia ha escrito y que seguramente muchos lectores no han leído y su persona pública, su «perfil» o su «imagen», surge lo que este diálogo registra: la actitud de Salvador hacia el oficio de novelista a través de la vocación con que lo asume. Él no da declaraciones, Esdras no transmite informaciones. No es un interrogatorio. Después de mencionar algunas lecturas, Salvador añade: «Lo que yo reclamaría a quien se proponga escribir novelas —cosa que está al alcance de quien lo desee verdaderamente— es que sepa mantener constantemente una actitud de novelista».
El Foro es extenso, la fotografía que lo ilustra apenas ocupa un rincón de la página. En aquellos días habíamos leído un fragmento inédito de Día de Ceniza que Guillermo Meneses publicó en Cal, y este Foro hoy puede leerse como un ensayo a dos voces, narrado como una conversación sobre la novela en tanto novela. Salvador dijo cosas como éstas: «Toda novela auténtica es mucho más una fuerza instintiva que un problema de experimentación o de cálculo”. “El hecho de escribir lo asumo como un juego azaroso de los sentidos más que como un acto inteligente o emotivo». Pero además, Esdras, repito, «narra», a lo largo del Foro cómo lo dijo: nota y anota su tono «cortante y nervioso«, o el matiz a veces vehemente de una frase haciendo ver que sus palabras no surgían articuladas conceptualmente, que Salvador lo que transmitía era otra cosa: «las palabras de un hombre que está en una actitud» y que «está consciente de esa actitud». Y es entonces cuando le hace una pregunta, crucial en aquellos días —y ahora también: pregunta si las motivaciones de sus novelas son de «tipo social». La respuesta tampoco ha perdido vigencia para un novelista consciente de su vocación: «No, no creo en esas motivaciones, a menos que en ciertos momentos yo haya confundido mis propios caminos. Pienso que la Sociología debe estar fuera de la novela, así como también todo tipo de reflexión interesada».
II
José Bergamín, en alguno de sus ensayos sobre los clásicos españoles recordaba aquello que dijo Valdés en su Diálogo: «Escribo como hablo». Y don Pepe le sigue la corriente: «Escribir es hablar, pero hablar bien. Y hablar bien es hablar fabulosamente». En estricto sentido etimológico y con la gracia que Andalucía le dio, nos ha puesto en suerte la aptitud con la que debe medirse esa actitud consciente del novelista. En el hablar o viejo fablar, estará la poesía del fabular novelesco. Un hablar que, dicho sea de paso, tratándose de una novela, su insoslayable huella oral puede ejecutarse y escucharse como un sostenido soliloquio. Lo que distingue al dramaturgo del novelista no es el teatro, sino el obligado e incesante soliloquio que configura el relato, a lo largo del cual su actitud se desdobla, se dispersa y desfigura sin ausentarse nunca. Consciente de que va a jugar, su actitud pone en juego su aptitud fabuladora. Vuelvo a citar a Bergamín. «La realidad del mundo es una maravilla cuando creemos en ella como si no lo fuera, como si fuera otra». Y la realidad sostiene por sí sola la irrealidad del mundo, porque necesita sostenerse en su irrealidad… pero maravilloso será, concluye don Pepe, que ese mundo de la irrealidad «sostenga y apoye la realidad del mundo».
III
Me anima a publicar estos primeros cabos sueltos un sentimiento de contento y gratitud hacia una novela inédita que espero algún día logre publicarse. Se llama La maldición de la honradez. Escribo esto para que conste dentro del merecido auge actual de la novela, la venezolana y la de cualquier parte, para que conste digo, que esta novela que escribió Juan Ignacio Muñoz Tébar es una espléndida novela. Sería una bendición que esta maldición circulara. Porque si bien Bulgakov demostró que los manuscritos no arden, ante un pdf un simple apagón podría ser más eficaz que la NKVD. No mencioné a Bulgakov por casualidad, él la habría leído con gusto. También podría nombrar a Gogol… a Tom Jones y Tristam Shandy, al Confidence Man, a Chaplin y al Beni de Cádiz… No se trata de influencias, son viejas querencias mías que súbitamente entraban y salían en el estado de expectativa y festiva sorpresa con que corrí la aventura de esta tremenda maldición. Dije «querencias» en sentido taurino, es decir, de fiesta y brava, y digo tremenda, por ser «digna de respeto» y por «traviesa» —dicho en criollo—. Repito, que no se confundan los nombres que cité con influencias, porque hablo desde la felicidad que provoca la inmersión sin esfuerzo en un aluvión de ocurrencias insólitas y verdades ardientes cuando alguien te las está contando con gracia, naturalidad, ingenio, desparpajo y una discreta y casi oculta elegancia.
En una feliz y astuta armonía, el andamiaje episódico de una saga familiar cabalga allí sobre estratos de tiempo y lugar que se originan en la guerra de Independencia en Venezuela y concluyen en Barcelona de España hoy. Hay asombro, suspenso, ficción y realidad, tragedia en comedia, nada cómicas. La comedia de la tragedia también. Disfruté la precisión y la claridad con que de pronto los chascos, los hechos y los gestos se precipitan como en El circo de Chaplin o en la noche de San Valentín; admiré la manera como el tono y el ritmo de nuestra grosera y joven verba repicaba cónsona con el espíritu que Rosenblat alienta en sus Buenas y Malas Palabras… La maldición de la honradez va tensándose al hilo del incesante soliloquio del novelista a través de otras historias, mediante cartas, mensajes y redes, donde se abren paso otras cosas… de «mucho gusto y pasatiempo… y mil zarandajas e impertinencias necesarias» como antaño decían, mientras avanza, sin soltar prenda, una apretadísima lógica donde manda el azar.
Potencia de infancia, juego de imaginación y unas gotas de honrada melancolía fueron suficientes para que nuestra historia patria, tan fértil en polémicas y tribunos que la exaltan y la denuncian con mucho fervor y poco humor reaparezca aquí transfigurada en una novela de pies a cabeza, con los pies en la cabeza que es como camina un cuento y el alma hecha polvo en cada frase.
Sé que esta novela no es fruto de una súbita y pasajera inspiración; leyéndola y releyéndola reconocí en ella la maldita honradez con que su autor ha honrado sus pasiones y desvelos. Una reseña más amplia o un comentario que hiciera justicia al interés, al goce y al montón de inquietudes y reflexiones que fui sintiendo mientras la leía y que hoy recuerdo agradecida, podrían sabotearle su papel al lector que dibujé en el excursus. No quiero adelantarme con puntos de vista personales a la vida ampliada que le espera si consigue publicarse. De allí que como lector sintiera como un deber el dejar constancia pública de que ella existe.
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María Fernanda Palacios, en Caracas, marzo 2024
María Fernanda Palacios
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