Perspectivas

Nota sobre Prometeo (1)

09/11/2019

Prometeo trayendo el fuego, por Jan Cossiers (1637)

La historia del titán maldito no ha perdido vigencia, como ocurre con la mayoría de los mitos griegos, desde que un pseudo-Esquilo escribiera su tragedia en el siglo V a.C. Si la autoría no es segura, sí lo es el influjo que ha tenido en la cultura occidental desde entonces y, en especial, en los tiempos modernos. Durante el Renacimiento, los genios de Piero di Cosimo y Tiziano, entre tantos, lo ilustraron. Y no faltarían, durante el barroco XVII, quienes, como Rubens o Ribera, hicieran lo propio. Incluso uno de sus más inspirados poetas, el jesuita Calderón de la Barca contaría y cantaría el mito en uno de sus dramas teológicos, La estatua de Prometeo. No recuerdo que la Ilustración, sin embargo, haya sido ferviente admiradora de esta historia trágica entre los inmortales. La cual sería ampliamente recuperada por el romanticismo, como serían las de Hamlet y Dioniso. Byron, en un poema escrito en 1816, compara el destino del infortunado titán con el del hombre, especialmente si el hombre se llama Lord Byron:

Thou art a symbol and a sign

To mortals of their faith and force;

Like thee man is in part divine.

A troubled stream from a pure source

And man in portions can foresee

His own funeral destiny…

(Eres un símbolo y un signo/ para los mortales de lo que es su destino y fuerza./ Como tú, el hombre, en parte, es divino,/ una turbulenta corriente de una fuente pura/  que, en parte, puede prever/ su propio fúnebre destino;/ su desventura y resistencia/ y su triste existencia sin aliados…).

Serían los vates ingleses del romanticismo los que más se ocuparon en sus obras de la historia desventurada del hermano de Océano. Que la revolución industrial haya prosperado de manera incomparable en ese país no es poco lo que tiene que ver. No de balde fue Prometeo precisamente quien transmitió a los hombres, además del fuego, la techné para poner la naturaleza a su servicio. Marx, en sus copiosas lecturas de los clásicos, descubrió en el personaje, de manera dudosa, como casi siempre, al “primer mártir en el calendario del proletariado”. La desmesurada injusticia por parte de Zeus no podía dejar de llamar la atención del más político de los románticos ingleses, el aristocrático Percy Bysshe Shelley, quien encontraría la muerte, de manera no menos dramática, al ser ahogado por las procelosas aguas del Golfo de la Spezia. Fiel a su filosofía libertaria, el homenaje de Shelley, y gran homenaje que es, se iba a llamar Prometeo liberado. En su introducción al drama, el autor reconoce las implicaciones políticas del mito. Escribe Shelley:

El único personaje imaginario que en algo es parecido a Prometeo es Satanás;

y Prometeo es, en mi opinión, un carácter más poético que Satanás, porque,

además de su valentía y majestad, y firme y paciente oposición a la fuerza

omnipotente, es susceptible de ser descrito como ajeno a los estigmas de la

ambición, la envidia, la venganza, el provecho personal, que en el héroe

del Paraíso perdido interfiere con sus intereses.

La ideología del poeta fue admirablemente abreviada por su esposa, Mary Shelley, en una nota a la pieza escrita después de la muerte de su esposo:

El rasgo más destacado de su teoría del destino de la especie humana es que

el mal no es inherente a la creación sino que se trata de un accidente

que debe ser desterrado… Shelley sostenía que bastaba con que la humanidad

aspirara a la eliminación del mal para que este fuera eliminado. El

hombre era susceptible de perfeccionarse hasta ser capaz de eliminar

el mal de su propia naturaleza y de buena parte de todo lo creado.

Algo así tenía que pensar el mismo Prometeo cuando comprometió su existencia por el bienestar de la raza recién creada. No deja de reconocer Mary las dificultades que se presentan al que aspire a entender las “abstrusas e imaginativas” concepciones de Shelley, tal como se presentan a lo largo del poderoso y brillante drama en sus cinco actos. Siempre atenta a las intuiciones de su genial marido, Mary también sintió fascinación por la criatura del mito. Y con su colaboración, en ese mismo año de 1818, escribió su difundido Frankenstein, cuyo título completo nos recuerda que se trata de la historia de un “Prometeo moderno”, ni más ni menos. Que Shelley no estuvo lejos de ella cuando lo escribió es evidente, las contradicciones filosóficas abundan, lo mismo que la resbaladiza crítica a  la revolución de la técnica.

Menos “industrializado” y más mediterráneo, Leopardi fue otro de los románticos que participó en la actualización del mito del hombre-fuego. En uno de sus opúsculos morales que, con la ironía suya, llamó La scommessa di Prometeo (La apuesta de Prometeo), se refieren las circunstancias de un concurso en el que participan todos los dioses, mayores y menores, para precisar cuáles habían sido las más grandes creaciones de los inmortales. Con justicia, las dos primeras distinciones van para Baco, por el vino, y Minerva, por el aceite de oliva. La tercera le correspondió a Vulcano por su invención de un recipiente de cobre barato, bueno para cocinar con poco fuego y de manera rápida. Con distanciamiento estético, prosigue Leopardi con su relato donde, al final, se enfrentan el optimismo rousseauniano y el pesimismo existencial del vate-filósofo italiano. 

El XIX siguió fascinado por Prometeo hasta su propio final, cuando André Gide publicó su irreverente e influyente Prometeo mal encadenado. El XX prolongó esta deriva y uno de sus más celebrados escritores, Franz Kafka, nos dejó su versión del mito en una mini parábola que le hubiese gustado escribir a Borges y que,  a pesar de sus logradas “imitaciones”, no escribió. Pocas veces el enigmático Kafka me ha resultado tan enigmático:

De Prometeo nos hablan cuatro leyendas.

Según la primera, lo amarraron al Cáucaso por haber dado a conocer

a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron las águilas

a devorar su hígado, en continua renovación.

De acuerdo con la segunda, Prometeo, deshecho por el dolor que le

producían los picos desgarradores, se fue empotrando en la roca hasta

fundirse con ella.

Conforme a la tercera, su traición pasó al olvido con el correr de los siglos.

Los dioses lo olvidaron, las águilas lo olvidaron, él mismo se olvidó.

Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda.

Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró

de tedio. Sólo permaneció el inexplicable peñasco.

La leyenda pretende descifrar lo inexplicable. Como surgida

de una verdad, tiene que remontarse a lo inexplicable. 


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