Domingos de ficción

Domingos de ficción: Bang Bang

Fotografía de Jiang Zhrngduan en Pixabay

27/12/2020

Presentamos, como parte de la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos bajo la curaduría de Carlos Sandoval, este texto de Fedosy Santaella (Puerto Cabello, 1970). Santaella es licenciado en letras por la Universidad Central de Venezuela, autor de los libros de cuentos Piedras lunares (2008), Ciudades que ya no existen (2010), Instrucciones para leer este libro (2012), Terceras personas (2015), entre otros; de las novelas Rocanegras (2007), Las peripecias inéditas de Teofilus Jones (2009), En sueños matarás (2013), Los escafandristas (2014), El dedo de David Lynch (2015 —finalista del Premio Herralde de Novela 2013) Los nombres (2016 —Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro, España); y del poemario El barco invisible (2020). Ganador de la edición de 2013 del Concurso de Cuentos del diario El Nacional. Fue becario del Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. Algunos de sus relatos han sido traducidos al inglés, al esloveno, al chino, al turco y al japonés.

Salí de la ciudad y no sé por cuánto tiempo manejé mirando por el espejo retrovisor, siempre con el vidrio abajo. No me atreví a subirlo ni a poner el aire acondicionado. Sentía que, si me desconectaba del exterior, disminuía mi espectro de sobrevivencia, mi atención, mi capacidad para percibir el peligro. Era una tontería, lo sé. Creo que tampoco me atreví a subir los vidrios porque no me quería sentir encerrado. Algo en mí quería estar abierto al espacio. Algo en mí necesitaba sentir que afuera estaba la vida. Una vida rara y mínima, pero vida al fin y al cabo. La realidad y no el vacío, no el encierro, no la infatigable soledad. El mundo ya no sería el mismo, todo lo bueno se había ido a la mierda. Quedaba la sobrevivencia, el mal como forma de sobrevivencia. Quedábamos mi miedo y yo. No sé, así me experimentaba en aquel momento, y necesitaba sentir el mundo allá afuera, la brisa. Necesitaba los vidrios abajo.

En cierto momento salí de la autopista y me metí por una carretera. El hambre comenzaba a punzarme. Buscaba algún supermercado, una panadería, un abasto. Aquella zona no era rural ni urbana, alternaba edificaciones con terrenos poblados de monte y árboles; no sé si llamarlos bosques.

Ya la tarde había caído sobre las cosas cuando divisé un supermercado pequeño. Me detuve enfrente. El local estaba aislado del resto de las construcciones; a ambos lados del edificio sólo había vegetación. No sé por qué pensé en lobos.

Me bajé y pasé por delante de la camioneta. Fue entonces cuando descubrí al hombre, un poco más allá, en la entrada del mercado. No puedo decir que estuviera antes; creo que supo de mi llegada y salió justo cuando me bajaba. Ahora se encontraba apostado en la entrada, las piernas abiertas, el pecho alzado, un machete sujeto con determinación a un lado del cuerpo, apuntando hacia el piso, pero igual de inquietante.

Seguí caminando, alcé los brazos, mostré mis palmas abiertas.

–Voy sin nada –le dije en voz alta, pero evitando gritar. El hombre hizo gesto para que me girara. Me detuve, di la vuelta y volví a quedar con la vista hacia él. El hombre me hizo señas para que continuara.

–¿A dónde te diriges?

Estábamos ya a escasos metros.

–Huyo de la ciudad. Gente mala, con motos.

–¿Te siguieron?

–No, están mejor allá: en la ciudad hay electricidad todavía, los mercados intactos.

–Acá también –se limitó a decir.

–Yo estaba en una casa aledaña a un supermercado. Tenía días almacenando víveres. Me echaron de la casa y del mercado. Seguramente se chuparán el sitio hasta dejarlo seco.

–¿Andas solo?

Ya me hallaba cerca del hombre. Lo detallé: tendría unos sesenta años, barba abundante, caballo hirsuto pero canoso; no sé si se lo había cortado o si no le crecía. Era un hombre nervudo y curtido, debía estar acostumbrado a los exteriores, al trabajo físico.

–Sí. Incluso antes del fin.

El hombre asintió. Lucía de pronto confiado.

–Vamos.

Se movió, me dio la espalda, entró. Yo fui tras él, con algún retiro, no quería alarmarlo. Pasamos las cajas registradoras y fuimos hacia la derecha. Allí había un espacio relativamente amplio. En el centro se plantaba una cocinita acompañada de una pequeña bombona. En la cercanía, alrededor de esa cocinita, almohadones, mantas, algunas cajas y otros trastos. Hacia el fondo, un colchón, unas sábanas, bolsos, ropas haciendo vida en unos tendederos improvisados.

El hombre me llevó hacia la cocinita y me invitó a sentarme.

–Por acá pasa gente –comenzó a decir–. Vienen de la ciudad, o de otras partes de la carretera. Los que vienen de la ciudad me han hablado ya de los motorizados. Es una banda que tiene tiempo en la ciudad y que migra de un lugar a otro para adueñarse de los supermercados, de los abastos, de las panaderías… Tal como has dicho, al final acaban con todo y se van.

–¿Han pasado muchos?

–Al principio eran más. Ya no tanto. Ahora tardan en aparecer. Aparece uno, y luego, mucho tiempo después, algún otro. Hasta ayer que, hacía no sé, como un mes, no se había aparecido nadie.

–¿Ayer apareció alguien?

–Sí, eso es poco frecuente: dos tan seguidos –el hombre dudo por unos instantes, y luego–: ¿No andarás tú con el chino?

–¿El chino?

–Sí, un joven asiático, quizás uno de esos tantos que llegaron al país en los últimos tiempos con las compañías chinas que hicieron negocios con el gobierno. Al país vino de todo: ejecutivos, empresarios, técnicos, obreros. Llegaron incluso criminales, ¿recuerdas? Las compañías contratistas los traían de las cárceles de China y los ponían a trabajar como esclavos en la construcción de edificios.

–Sí, recuerdo a los chinos, lo que se dijo de los criminales, del esclavismo.

–Bueno, yo no sé si este era criminal o no. Si en el pasado lo fue, esta vez no se comportó como tal. El hecho es que apareció ayer en la mañana y andaba solo. Últimamente llegan así, solos, como tú. Al principio lo hacían en grupos, con algún líder. Antes vivíamos varios aquí. Formábamos una pequeña comunidad. Había unos cuantos que querían ser líderes. Discutían, se iban a las manos. Por tener la razón, por el poder.

Luego todo se fue al carajo. En esa época apareció una mujer con dos chicos, una muchacha como de quince y un niño como de doce. El chico, el hijo de la mujer, se fue encerrando dentro de su cabeza. Quizás era su manera de protegerse de tanta violencia. Un día no dio más: se desnudó y se lanzó sobre una hoguera que estaba allá afuera. Lo salvaron, pero después de aquel suceso la gente empezó a irse. Era como si estuvieran avergonzados de ellos mismos. Como si ya no pudiesen verse a las caras. La madre, la muchacha y el niño quemado también se marcharon. Aún con el chico cubierto de esparadrapos y muy adolorido, recogieron sus pocos bártulos y se internaron en el monte. No supimos más de ellos.

–¿Y usted, desde cuándo está aquí?

–Yo salí de un lugar cargado de locura y vine a parar acá antes que todos. Ahora estoy conmigo y mis sueños. Porque yo le presto mucha atención a mis sueños. He soñado con la madre y los niños, ¿sabe? Sueño que se convirtieron en lobos y que merodean, que acechan el supermercado… Un día vendrán, en carne y hueso…

No dijo más y se quedó mirando el espacio.

–¿Quiénes? –quise saber yo, quizás más por llenar el hueco que por intriga.

–Los lobos.

Pensé en decirle que en este trópico no hay lobos. Los lobos son parte de otro fin de mundo, de otra realidad, de otra ficción. Quise decirle también que no había visto animales desde hacía rato. Que habían muerto, los lobos de aquellas otras tierras, todos.

–¿No se ha dado cuenta de que en los árboles no hay pájaros?

–¿Qué?

–Ni en el cielo, en ninguna parte.

–Sí, sí…

–¿Comprende lo que quiero decirle?

–Sí, sí, claro, pero se equivoca.

–¿Me equivoco?

–Sí, te equivocas. Mira, yo estoy bien acá, pero con las cosas del mercado no basta. Por eso tengo un pequeño huerto donde he sembrado papas, tomates y cebollas. También en ocasiones cazo algún conejo.

–¿Conejo? ¿Ha visto conejos?

–Al principio no había nada, y luego un día apareció un conejo. Tuve miedo de comerlo, pero me atreví y aquí sigo. También, una vez, cacé un perro. He visto ratas, pero no las he comido, no me hace falta. Gatos sí que no han pasado. Quizás merodeen por la ciudad. ¿Viste gatos en la ciudad?

–No, allá no hay gatos ni perros, tampoco pájaros. Ni siquiera quedan las famosas cucarachas con su proverbial resistencia.

–Gente sí queda, ya te he contado, y han venido por acá. Pero a esos no los he cazado.

–Entiendo –dije, fue lo único que se me ocurrió.

–Aún no, por supuesto… –el hombre soltó una risita y guardó silencio. Me miraba y me fue imposible suponer que podía estar pasando por su cabeza–. Hace algún tiempo se apareció un grupo de jóvenes –siguió–. Eran unos siete; atléticos, eléctricos. Hablaron del «falansterio». Eso dijeron, que en un poblado que estaba no sé cuánto más allá habían instaurado un falansterio. Que estaban emocionados, que tenían prisa en conocer al nuevo Fourier que había organizado la comunidad. Como ves, no sólo sobrevivieron unos cuantos hombres, sino también algunas ideas y, cómo no, algunos idiotas. Preferiría no saber más de lo necesario, pero es inevitable. Siempre me entero, siempre veo lo que está ocurriendo y lo que va a ocurrir. Siempre vislumbro el mal. Los sueños son importantes, ¿sabes? Yo creo en ellos, y creo que el mal sigue existiendo. ¿No lo crees así?

–No lo sé, supongo que sí. Yo lo sentí en los motorizados que me sacaron de la ciudad. Allí estaba el mal.

–Sí, claro que estaba, nunca muere, y menos ahora que somos libres de hacer lo que nos dé la gana. Hasta yo he hecho el mal. Fíjate, esa noche, cuando los muchachos se quedaron dormidos, registré sus mochilas y les robé varias latas de comida. Te parecerá una tontería, dirás que el mal no está allí, pero yo te digo que sí. Nunca había robado y no lo hice por necesidad, sino porque podía, porque me gustó hacerlo… Al amanecer, aquellos chicos entusiastas se largaron. Pero antes me abrazaron y me invitaron a unirme a ellos, a ir hacia «el futuro de la nueva humanidad». Esa fueron sus palabras. Yo les respondí que iría, que no lo dudaran, pero que antes necesitaba despedirme de mi nuevo pasado, culminar algunos asuntos pendientes, quedarme un rato a solas con el mercado. Ellos rieron y se largaron. No los he vuelto a ver. No sé si encontraron el mentado falansterio. En fin… Poco a poco ha ido reduciéndose el número de visitantes. Ahora llegan en parejas, o de a uno. Casi todos duermen una noche y se largan. Nadie ha intentado hacerme daño. Les temen a mis visiones, a la fuerza sagrada que hay en mí y en mis sueños. Mi destino no es morir acá, mis sueños no me han hablado aún de la muerte.

No dije nada, aquel hombre se aferraba profundamente a sus ideas, a sus obsesiones, y yo no tenía nada que decir respecto de los sueños y las visiones. De lo que no se puede hablar, es mejor callar.

–Sigo con el chino –retomó el hombre sin incomodarse con mi silencio–. Tal como hice hoy contigo, tomé mi machete y me instalé en la puerta del mercado. El chino, que cargaba un morral enorme en la espalda, se inclinó y me mostró sus manos vacías. Todos hacen lo mismo, algunos hablan, como tú, otros callan. El chino fue de los callados, luego entenderás por qué. Aun así, supe que era bueno y me tranquilicé. Yo, con solo mirarlos, con sólo percibir el aire, puedo saber si en sus almas hay o no daño. El cielo se apagaba y posiblemente tan sólo quería dormir aquí para seguir su camino al amanecer. Quizás buscaba el mentado falansterio. Nunca ha sido asunto mío.

El hombre se puso de pie. Fue hasta uno de los ventanales del fondo, lo abrió por completo y regresó. Luego se inclinó y sacó debajo de la estufa una caja de fósforos.

–Esto es oro.

–No lo dudo.

–También el gas. Pronto se me acabará. Tendré que apelar a la fogata. Antes, cuando éramos un grupo grande, hacíamos fuego allá fuera. Era más conveniente. Ahora no tiene sentido. Igual un día tendré que volver a la fogata. Mientras tanto, uso la cocinita. La noche pasada hice lo mismo que ahora. Abrí el ventanal y encendí la estufa para calentar el caldo. Temprano había preparado una especie de sopa con cebollas, papas y algunas ramas que, por ensayo y error, me han ido sirviendo. Una vez recogí algún hongo que me puso a alucinar desde el almuerzo hasta las primeras luces. No fue agradable, tuve mucho miedo, me vi perseguido por pensamientos aterradores. Hasta el amanecer fui atormentado por la idea de que los lobos por fin se habían revelado. Imaginaba a la mujer y a sus dos hijos, desnudos, enmarañados, presidiendo la jauría. Terminé en el techo de este edificio, blandiendo el machete y pegando gritos contra las bestias. –El hombre dejó de hablar, me miró fijamente y, tras una breve pausa, soltó sombrío–: Te juro que fueron los hongos. –Yo me limité a afirmar con la cabeza. El hombre me miró con desconfianza, insistió–: Fueron los hongos, ¿no me crees?

–Sí, claro que lo creo.

El hombre, molesto, alzó la voz:

–Los sueños son una cosa y los hongos son otra. A veces sueño que vienen los lobos. Pero el día que me subí al techo, fue por los hongos.

–Sí, lo entiendo, le creo –dije sosteniéndole la mirada con el fin de darle más convicción a mis palabras. El hombre me miró por unos segundos, escrutándome.

–Bien… –dijo y entonces se enderezó y se calmó. Luego prosiguió–: Le serví caldo al chino y nos quedamos aquí, frente a la cocinita, comiendo en silencio. Después el chino sacó unos cigarrillos. Me ofreció, fumamos. Le hablé del huerto, de mis expediciones herbáceas, del hongo que me hizo alucinar. El chino me miraba, nada decía. Lo vi sonreír cuando yo reía, asentir cuando yo asentía. Igual me pareció que no me había entendido. Me llevé las manos a la boca, moví los dedos, como haciendo la sombra chinesca de un pato y, con el dedo índice de la otra mano, empecé a moverlo a los lados, en el acto de negar. El chino soltó una carcajada y asintió con la cabeza, lleno de gozo. Por fin nos habíamos entendido: no hablábamos el mismo idioma. Seguí fumando, el chino también. A poco comenzó a hablarme. En su lengua, en chino, supongo. Se puso de pie, se movió teatralmente. Parecía contarme un desplazamiento cargado de suspenso, de expectativa. Yo lo miraba, lo «escuchaba» con atención. El chino tenía los ojos muy abiertos, giraba la cabeza hacia un lado, andaba, oteaba la distancia, se detenía, seguía. En cierto momento se inclinó, recogió un objeto invisible y luego ese objeto, por la posición que tomaron sus manos y su cuerpo, se convirtió en un fusil. Portaba, sí, un fusil, o una metralla. Luego siguió andando, supongo que narrando. Se detuvo, apuntó. Habló con alguien ausente, hizo silencio, me miró, me dijo algo y luego giró hacia su interlocutor… «¡BANG BANG!» –el hombre pegó un brinco teatral allí sentado, yo también, pero real–. Respingué, menté madres, luego entendí qué había ocurrido: el chino le había disparado a su interlocutor incorpóreo en el lenguaje universal de la onomatopeya. Acto seguido dijo unas palabras más en su idioma y volvió a sentarse. Encendió otro cigarrillo, tomó agua. Luego dormimos, y yo soñé. En el sueño, el chino me contaba lo siguiente: «Cuando llegó la gran debacle, me mantuve en mi sitio algunos días. Comía de lo que tenía en casa, vigilaba el perímetro. Hice algunas pequeñas excursiones. Pronto me di cuenta de que no había zombis ni mutantes, nada de eso que siempre creímos que habría. No quedaba más que un gran silencio. El silencio era el Apocalipsis. Entonces, una mañana, decidí ir hasta la casa de gobierno, yo vivía cerca. No sé por qué pensé que los del gobierno, si alguno había sobrevivido, podían decirme qué hacer. Llegué a la plaza externa de palacio. Un tanque que pisoteaba una puerta enorme de madera era lo único fuera de lugar. No encontré obstáculos para entrar, pues la puerta caída era la de la entrada. Atravesé un patio grande, entre árboles que mecían suavemente sus ramas. Gané los pasillos del interior de la casona, exploré salones. No había nadie. En uno de los salones, eso sí, encontré una buena cantidad de fusiles sobre una larga mesa. Tomé uno, comprobé que estaba cargado. Salí con el fusil a los pasillos. No sé por qué lo hice. Fue quizás el miedo a lo desconocido lo que me llevó a cargar el arma. Más adelante me pareció escuchar un sonido, algo como una tos apagada. Me metí por la puerta por donde creí que había provenido. Encontré una antesala de tamaño mediano, y luego otra puerta que me llevó a un enorme despacho. Mi mirada fue abriéndose a las distintas formas: un escritorio, alfombras, cortinones y finalmente un hombre frente a un ventanal. Estaba de espaldas, pero apenas entré se dio vuelta y pude reconocerlo. Era el presidente. Bajé el arma, él abrió los brazos y empezó a decir: “Pase, pase adelante, venga, ciudadano patriota, venga. Usted ha tenido el privilegio de sobrevivir en mi presidencia. Usted ha sido elegido para ser gobernado por mí. Porque yo no he muerto, mire. Eso quiere decir que los poderes superiores han permitido que yo viva, y lo han hecho porque desean que siga siendo el presidente, que siga gobernando a los ciudadanos patriotas que quedan. Pero ahora lo haré con el apoyo de fuerzas que van más allá de toda compresión. Porque yo, véame, yo he sido ungido. Los dioses me han bañado con su luz”. El presidente caminó hacia mí, abriendo aún más los brazos. Pretendía, por supuesto, estrecharme en su pecho de político iluminado. Pero yo disparé. ¡BANG BANG! Una vez con él de pie, y la segunda con él ya en el piso. Me acerqué, lo escupí. Aquel había sido un loco más en el fin del mundo y, para colmo, con delirios de redentor… No, no podía aceptarlo, querido amigo, no podía dejarlo vivir».

El hombre calló, se puso de pie, buscó un cuenco y sirvió sopa. Imaginé que había hecho lo mismo anoche con el chino, y también en decenas de ocasiones frente a otros viajeros.

–Este fue mi sueño –cerró el hombre.

Recibí la sopa, luego el hombre buscó una cuchara, también junto a la cocinita, y me la entregó. Luego se sentó sobre una almohada, tomó algo de sopa y siguió con su historia:

–Desperté al amanecer. El chino también abría los ojos. Se puso de pie, se estiró. Recogió su morral y se lo montó en la espalda, me extendió la mano, yo se la estreché. Lamenté no tener café para darle. El chino partió. Imagino que tomó camino hacia el pueblo organizado. El pueblo con nuevo líder. Me gusta imaginar que aquel chino lleva un arma en su pesado morral… En fin, ya en la tarde llegaste tú. Dos seguidos, como ves.

Nos tomamos la sopa sin más palabras. Pensé que aquel instante me gustaba, que todo estaba bien, que el mundo, así como había quedado, era un lugar para disfrutar. Sentí paz, me supe completamente en mí, conmigo.

Así estábamos cuando el hombre alzó la cabeza. Miraba a los lados, pero era como si su visión quisiese ir más allá de las paredes, hacia el interior del monte que rodeaba la estructura. Le pregunté qué ocurría.

–Los lobos –dijo–. ¿No los escuchas?

Yo no escuchaba nada, tampoco creí que hubiera lobos. Respondí que no, que no los escuchaba. Él replicó que estaban ahí y se quedó sentado con la espalda recta, el mentón alzado, los ojos perdidos. Al cabo de unos minutos, desinfló el porte y bajó la frente. Me miró y me dijo que se habían ido.

No hablamos mayor cosa, tampoco importaba.

Al caer la noche, el hombre se fue hasta el fondo y se acostó en su colchón, no sin antes haberme dejado una manta para que durmiera junto a la cocina, entre las almohadas y las telas. El hombre se cubrió con sus cobijas y desapareció debajo de ellas.

Yo, sin quitarme la ropa ni descalzarme, también me abrigué.

Tardé un rato en dormirme. Estaba inquieto, no dejaba de mirar hacia la oscuridad donde suponía dormía el hombre. Al cabo me dormí, o más bien me mantuve en una zona intermitente, de duermevela. No recuerdo si soñé.

Apenas empezó a clarear me levanté. El hombre no estaba en su colchón. No sé por qué, pero dentro de mí se encendieron luces y sirenas. Tuve la imperiosa necesidad de sacarme de encima aquellas cuatro paredes.

Salí a la carrera y me detuve a unos metros de la entrada del mercado. ¿Dónde estaba aquel maldito? ¿Qué escondía?, ¿qué se proponía?

–¡Los lobos! –escuché arriba, a mis espaldas.

Giré, miré hacia el techo; allí estaba, blandía el machete, tensaba el cuerpo, sacudía la cabeza.

–¡Los lobos vendrán! ¡Bajaron de las montañas, de las gélidas cumbres, y ahora están en el monte! ¡Vendrán con sus aullidos, vendrán enviados por los seres de las montañas y del bosque! Yo sé de ellos. Yo supe de ellos en las montañas, en la nieve. Me trajeron búhos, liebres, yo me alimenté juntos a ellos. Desgarramos vísceras, bebimos la sangre, nos llenamos del olor a muerte, nos olimos, nos revolcamos en el contento. Ellos me aman, yo los amo. Ahora están acá. Los he soñado, vienen por los incautos, los tontos, los débiles. Acabarán con los perros de la ciudad, con los hombres de la ciudad. Hombres y perros, bestias adolescentes. ¡Los lobos vendrán! Son los señores, los señores del mundo nuevo.

Me di la vuelta, corrí hacia la camioneta al tiempo que sacaba las llaves.

–¡Yo soy el profeta! ¡Yo soy el profeta y estas son mis profecías! ¡No importa adonde vayas, los lobos te alcanzarán! ¡Mis profecías te alcanzarán!

Me subí, encendí el motor, retrocedí de golpe y entonces conduje hacia adelante a toda velocidad. Me largué, me alejé de aquel demente y sus sueños, de sus delirios, de sus hongos, de sus lobos.

El hombre y sus bestias.

O las bestias y sus hombres.

O las bestias y sus bestias.

***

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Antes; por Silda Cordoliani

Tríptico de la peste; por Miguel Gomes

Tóxico; por Juan Carlos Chirinos

El manuscrito de fuego; por Patricia Romero

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