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El otro hemisferio (Montevideo, Editorial Dos Pájaros, 2023), de Jacobo Villalobos, se abre ante nosotros como la posibilidad de otro universo cargado de personajes insólitos y de intertextualidad. Sus ocho cuentos me llevan a recordar, de entrada, aquel texto del capítulo «Manual de instrucciones» de Historia de cronopios y de famas en el que Cortázar dice: «Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes». Otras gentes, sí, que pueden ser las mismas pero en ese otro piso, viviendo otras vidas, otras historias.
Natacha Amaya, editora dilecta de Dos Pájaros, en el texto que ha redactado para cerrar el libro dice que los cuentos de Jacobo Villalobos parten de un «¿Qué habría pasado si…?». Y es cierto, El otro hemisferio se inicia con este disparador tan propio de los ejercicios de escritura creativa, lo que nos demuestra, por cierto, que tales herramientas básicas (esta la recomienda Rodari en Gramática de la fantasía) nunca son realmente básicas cuando van a parar a manos diestras. Al final, en realidad, toda la literatura parece ser un «qué pasaría si». En este caso, qué pasaría si un autor determinado y su obra se trasladan a otro texto, es decir, a otro universo y vive allí otra historia, otra vida más o menos parecida, pero al fin y al cabo otra.
En estos cuentos intertextuales, también lo dice Amaya, el escritor recomienda lecturas al lector. Pero por supuesto, todo escritor es lector, más si hablamos de intertextualidad porque allí solemos encontrarnos con el escritor y el lector difuminados en las fronteras de la creación y la lectura. En el magnífico cuento que abre el libro, «Juzen Fujiwara, el guardián del hielo», el poeta José Watanabe se articula como bisagra a la historia que va a ser contada. Pero ya su mera presencia nos invita a la indagación intertextual y nos lleva al poema «El guardián del hielo», cuyo autor es Watanabe, claro está. Luego nos adentramos en una polifonía sugerente, atractiva. Como lector, encuentro diálogo con «El diento roto», de Pedro Emilio Coll, y con Desde el jardín, de Jerzy Kosiński: tenemos allí a un samurái de poco seso cuyas sandeces son tomadas como profunda sabiduría por causa de unos excelsos poemas ajenos de los que se ha apropiado. También hay resonancias del discurso de las armas y las letras de El Quijote, pues el cuento oscila, justamente, entre dos universos: el del abuelo materno, guardián del hielo de los helados que vende en un puente solitario, pero sobre todo poeta, y el abuelo paterno, samurái de pocas luces que, como ya ha sido señalado, termina robándose los poemas y la inspiración del guardián del hielo.
En el segundo cuento, «Boca de pez», encontramos el mar Caribe, una o dos mujeres, un pez fantasmal, un personaje que nos recuerda a Leonard Cohen, otro que se llama Fedosy y un dedo en la playa, lo que nos lleva a la novela El dedo de David Lynch (Valencia-España, Pre-Textos, 2013). Acá Villalobos pergeña un hemisferio de costas, peñeros y plantaciones, donde va integrando ideas y alegorías de migración y olvido para así entregarnos uno de los cuentos más misteriosos y oníricos del libro.
«La máquina de Mario» no remite a ese autor de culto que es Mario Levrero, y en específico a su libro La máquina de pensar en Gladys (1970). Lo curioso: en el libro del uruguayo hay dos cuentos que se titulan «La máquina de pensar en Gladys»; uno abre el libro y el otro lo cierra. El primero nos lleva a un universo cotidiano de constataciones nocturnas, pequeñas revisiones de casa antes de dormir, el segundo (en negativo) hace también la revisión nocturna pero dentro de un universo absolutamente delirante donde hay un caballo degollado en la tina y una serpiente enorme que sale de la puertita de un reloj cucú, entre otras imágenes tenebrosamente oníricas. Villalobos toma la versión en negativo ‒esa especie de otro hemisferio del primer cuento‒ y crea un relato en el que el propio Mario Levrero habita esta casa delirante en la que unos cuerpos que se antojan de plástico gomoso se van multiplicando de manera pavorosa.
Porque es así, en el universo al que pertenecen los cuentos de El otro hemisferio los cuerpos parecieran tener una constitución especial, como si estuvieran hechos de otras materias y tuvieran vida propia. Hay cuerpos de agua, cuerpos incompletos o mutilados, cuerpos con olor a carne chamuscada, cuerpos que se multiplican en una casa.
Pienso que el cuerpo tiene que ver mucho con la mirada y las ideas de belleza, y por supuesto con lo que podemos considerar espantoso o terrorífico. En el último cuento, «Lafcadio el extraviado» tenemos al insólito Lafcadio Hearn, aquel escritor de padre irlandés y madre griega que terminó naturalizándose japonés y que recogió para el mundo occidental las historias del folclor nipón en el libro titulado Kwaidan. Allí encontramos una idea de terror distinta a la de la cultura de este lado del mundo en la noppera-bo, una criatura espectral con bello cuerpo de mujer que siempre se muestra de espalda y que, al girarse, deja ver un rostro vacío, lo que produce el más terrible espanto en sus víctimas. De este lado del mundo el horror se expresa en los cuerpos y en los rostros deformes; tenemos a los zombis, al monstruo de la laguna negra, etc. Así, en el cuento de Villalobos el cuerpo de Lafcadio se proyecta hacia el vacío, hacia la no pertenencia que habitó a aquel hombre que nunca se sintió de ninguna parte. En ese cuento, alma y cuerpo se funden en la existencia de un hombre que nunca terminó de ser. También cuerpo y alma se funden en «Los hijos de Violette«, en «Mr. Death: The Rise and Fall of Fred Leuchter» y en «Paisaje con puente».
«Los hijos de Violette», el quinto cuento del libro, presenta como personaje central a Violette Ailhud, autora de un solo libro, El hombre semen. En esta novela testimonial, escrita en 1919 y publicada en 2006, la autora narra cómo en su pueblo al sur de Francia las mujeres tuvieron que llegar a un pacto de compartir un cuerpo masculino, en caso de que apareciera, pues su villa se había quedado sin hombres por causa de la guerra. En El otro hemisferio esa situación nos lleva al nacimiento de unos niños que, por lo que se deduce, nacieron sin alma. La anécdota hace pensar en la relación entre cuerpo y mente, los sentimientos (el amor), los deseos y la mera reproducción. No somos nada sin el cuerpo, pero tampoco somos nada sin la mente: allí nuestra humanidad.
En «Mr. Death: The Rise and Fall of Fred Leuchter» tenemos a Errol Morris, un director de cine con una cinematografía destacada y profunda, y al ingeniero Fred Leuchter, aquel hombre oscuro que perfeccionó los artefactos de matar en las cárceles norteamericanas de nuestros días. El cuerpo de Leuchter, en la historia de Villalobos, huele a carne chamuscada, a muerte.
Sin duda, en estos cuentos los cuerpos son un signo índice de la mente. Recordemos que una enfermedad se manifiesta hacia el exterior a través de lo que llamamos síntomas, que son signos índice, como lo señala la semiótica de Charles Sanders Pierce. En el universo creado por Villalobos cuerpo y mente son más que nunca una misma cosa que muta y se delata a manera de índice con un sentido de integración o totalidad pasmoso. Así ocurre en «Paisaje con puente», donde se establece una enigmática relación entre la miseria y los cuerpos enfermos y el arte y el tormento de un imaginado y desquiciado Cristóbal Rojas. El mismo pintor vivirá en carne propia ‒y no es una metáfora‒ la penosa luz de sus propias pinturas en una suerte de retrato de Dorian Gray tenebroso y vuelto de adentro hacia afuera.
Volviendo al tema de la totalidad, El otro hemisferio se me antoja un libro esférico y orgánico por muchas partes; es decir, da la sensación de un todo bien integrado. Los personajes en los que Villalobos se inspira ya parecen vivir o haber vivido desde antes en otro hemisferio dentro de este que llamamos “realidad”. Así, Levrero, Hearn, Watanabe, Leuchter, Ailhud, figuras ya de por sí periféricas o extrañas, son llevados a un tercer lugar, a un tercer hemisferio donde se vuelven más extraños aún. También ha de notarse que cada cuento está dividido en capítulos en los que cada uno de esos capítulos sirve de intercambio entre distintos puntos de vista y voces (esto ocurre en todos, me parece, menos en el último), como queriendo así salir del hemisferio cerebral de un personaje para entrar al hemisferio cerebral de otro, que es más o menos lo mismo que decir de una mente a otra, esos lugares donde fabricamos nuestras ideas del mundo, nuestros propios universos.
El otro hemisferio es un libro maduro escrito con maestría por un autor joven que tiene calibre intelectual, oficio de lenguaje y muchas ganas de trabajar. Autores venezolanos contemporáneos son más de los que se nombran. El espacio de la literatura no es de unos cuantos; tampoco, es cierto, de muchos, porque escritor no es cualquiera que se nombre así de buenas a primeras y porque sí. Pero tampoco es exclusivo de los que no hacen más que nombrarse entre ellos, como no queriendo la cosa. Pero ese es ya otro tema. Lo cierto es que Jacobo Villalobos merece ser sumado al acervo de autores venezolanos que deben ser leídos con seriedad, admiración y gusto, tanto en Latinoamérica como en España.
Fedosy Santaella
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