Literatura

Aves nocturnas (Fragmento de la novela “Hopper y el fin del mundo” de Fedosy Santaella)

17/12/2021

[Presentamos los dos primeros capítulos de Hopper y el fin del mundo, la más reciente novela de Fedosy Santaella publicada por Editorial Milenio (Lleida, España, 2021)]

El final no destruyó. No hubo zombis ni guerras. Tampoco bajó una nave nodriza y liberó cientos de miles de naves más pequeñas que saltaron sobre las ciudades con su muerte de rayos calóricos. Nada de eso fue, nada de lo que imaginamos hasta el hartazgo en libros y películas. Quién sabe si la causa habrá sido el virus definitivo y más letal de todos, tanto que ni cuenta nos dimos. O la furia de los dioses, un chasquido de dedos, el deseo cómodo de Thanos. Sí, al final, los más grandes visionarios de la humanidad fueron los dibujantes de cómics. Stan Lee fue nuestro verdadero Nostradamus, nuestro ínclito Juan de Patmos.

Ocurrió una mañana, muy temprano; por lo menos acá, en este lado del mundo.

Un apocalipsis muy considerado que hizo ceniza a los humanos y nada más. Al inicio, eso sí, arrancó gritos y algunos instantes de terror. Pero luego fue el silencio, un magnífico reposo.

Algunos sobrevivimos. ¿Por qué? No tengo idea.

Creo que tampoco quedaron animales. No he visto perros ni gatos. No hay pájaros en los árboles, menos por el aire. Durante un tiempo estuve yendo a los parques. Me quedaba un buen rato detallando el follaje. También observé con cuidado la tierra. No encontré lagartijas ni arañas ni hormigas. A veces, en las noches, me parece escuchar un ladrido, y en uno que otro amanecer he creído percibir un trino lejano. Pero no sé, no puedo asegurarlo.

Por supuesto, no hay mucho qué hacer. Los mercados están intactos, queda alimento, del poco que había para el momento, pero es suficiente para uno solo, para mí solo. La electricidad no se ha ido, todo sigue funcionado, no sé por cuánto tiempo, pero las cosas siguen funcionando. Claro, la televisión es un negro vacío, la radio un hormigueo metálico. Internet está caído.

Yo me entretengo hablándole a mi público imaginario, escribiendo para mis lectores inexistentes, imaginando una vida pequeña, pero vida al fin y al cabo. No gano nada, tampoco pierdo. El juego me ayuda a hacerme a la idea de que sigue importando, de que la existencia sigue importando.

No sé, quizás los hombres éramos los únicos animales sobre la faz de la tierra capaces de quitarnos la vida por causa de hastío. En ese sentido, la imaginación, el arte y la ficción siempre nos ayudaron a persistir.

Así que imagino, así que juego.

Por las noches me dedico a «trabajar» en lo que siempre quise.

Dirán (esos lectores inexistentes) que soy un creador con pocas ambiciones. Puede ser. Yo más bien me veo como un hombre contemplativo, como alguien que imagina universos estáticos. Digamos que en el fondo soy un artista de la performance pictórica.

De hace unas cuantas noches para acá, me traslado a la cafetería e instauro mi ritual en medio del silencio. Quizás los rituales son una forma de mantener el sentido, de hablar cuando ya no quedan palabras, de existir en un mundo muerto.

Esto hago: enciendo sus luces, paso al interior de la barra, me pongo el uniforme blanco de camarero y empiezo a imaginar que trabajo allí.

Soy un camarero en la noche amarilla de esta cafetería que hace esquina en una calle onírica que alguna vez fue real y alojó niños, colegiales, madres, ancianos, señoras, oficinistas, empleados y dueños de negocios…

La realidad es posible solo cuando es habitada, y allá fuera nada se habita.

Afuera todo es onírico y es cosa.

Pero yo tengo mi ritual.

Me gusta tomar un vaso, abrir el grifo y dejar que sobre él y mis manos caiga el agua. Me gusta el borboteo del líquido. A veces también me ocupo de alguna taza, aunque prefiero la transparencia del vaso, esa transparencia que me muestra el agua moviéndose allá dentro, escapando… todo eso me sumerge.

Sí, simplemente me sumerge. Sin mayores misticismos.

Luego cierro el grifo, tomo una servilleta de tela y me pongo a secar el vaso de rigor. Estoy así, en silencio, un buen rato. No me apresuro, le saco brillo. Después lo pongo sobre un paño en el mostrador, busco otro vaso y vuelvo a empezar.

Voy haciendo una colección de vasos, lustrosos, perfectos.

También me agrada pulir el mostrador. Lo hago ayudado de un paño un poco más grande. Con el pote del aspersor arrojo un fractal de jabón sobre la madera de cerezo y, acto seguido, paso el paño, hago círculos, de afuera hacia el centro. Cuido siempre que todo resulte uniforme, que no queden huellas del trazado espiral. Me gusta, me esmero.

Así es todas las noches, así son mis postrimerías, una ficción que pretende seguir sosteniendo una mínima realidad. Tampoco estoy mal con todo esto. Nunca me gustó mucho la gente. De modo que juego por jugar y estar tranquilo y seguir viviendo, o existiendo, o no sé. Lo que sea.

Bradbury va a la clínica

Ámbar y Max están sentados en la sala. El personaje que interpreta Max le dice al personaje que interpreta Ámbar que ha soñado con el fin del mundo. Que todos en su oficina han tenido el mismo sueño. Ámbar le confiesa que ella también.

Se lo toman con calma. Argumentan que no hay nada especial en ello, que es lógico que pase. La humanidad no se ha portado del todo mal, pero tampoco demasiado bien.

Yo los escucho un poco más allá, jugando con mis muñecas. Se supone que deberíamos ser dos las hijas, pero Lisa nunca ha querido integrarse. Solo una vez lo hizo, pero porque ese día quería jugar a ser Lolita. Participó un rato, toda caliente, haciendo poses para los hombres, mostrando las pantaletitas y jugando con sus crinejas. Luego se aburrió y se fue a tener sexo con Oliver.

A mí tampoco me complace este juego, me siento rara con las muñecas.

Me gustaba más cuando hacía de cantante calva, y Ámbar y Max, sentados en cómodos sillones, recreaban aquel magistral diálogo en el que dos extraños empiezan a darse cuenta de que viven en la misma casa y están casados.

Ese era un juego divertido, con todo y que yo, la cantante calva, nunca aparecía.

El asunto es que Max descubrió hace días una antología de cuentos de Bradbury en la biblioteca y leyó ese cuento. Él andaba buscando historias sobre el fin del mundo, tema forzoso, obviamente, en vista de que hemos asumido que realmente el planeta, o más bien el hombre, llegó a su fin.

Le impresionó tanto el cuento que nos propuso realizar una pequeña temporada apocalíptica. A mí me tocó ser una de las hijas. No estamos completos, pero ni modo, yo juego por no dejar, no tengo qué hacer ni a dónde ir.

Ninguno de nosotros tiene a dónde ir.

El único que se largó fue Vicente.

Dijo que quería ver lo que había pasado, que él había soñado todo aquello. Nos dejó una mañana, sin grandes aspavientos. Vicente el profeta, así le decíamos. Es un hombre mayor pero nervudo. Se contaba que había sido escalador, deportista. Que había escalado cumbres importantes.

Tenía algo de religioso, de místico. Lo había escuchado hablar de las fuerzas de la naturaleza, de los espíritus de las montañas. Al parecer, perdió el rumbo en una de las escaladas. Estuvo días deambulando por parajes idénticos en la nieve. Era fuerte, tenía algunos víveres, aun así la muerte casi se lo lleva. Lo atojó, sin embargo, la locura. Tuvo alucinaciones, llegó a ver a los espíritus. Los acompañó, danzó, habló con ellos en lenguas extrañas. Vinieron los lobos y le dieron alimento. Le trajeron aves y liebres. Los lobos y los seres de las montañas fueron sus compañeros en una travesía hacia unas nieves más densas, hacia unas oscuridades iluminadas. Vio maravillas, recibió revelaciones. La visión se le metió en los sueños. Para siempre. Así nos contó él mismo en las cenas, en los atardeceres en el jardín. Estaba condenado a ver. A ver para siempre, eso dijo. Se había convertido en el profeta de los seres de las montañas, de los dioses, de algo más allá de nuestras miradas. Había sido elegido y condenado.

Si sobrevivió a aquello, seguro lo hará en este fin de mundo confortable. Por los momentos confortable. Porque allá afuera, así lo hemos sabido, hay de todo para estarse a gusto. Así que Vicente estará bien. Si quedan otros afueras, los reunirá, será su profeta. Les hablará de los lobos, de las montañas, de los seres de las montañas, de su visión.

Los demás seguimos acá. No se trata del hábito del encierro, simplemente ya nadie tiene un lugar en el mundo, o digamos más bien que el mundo dejó de ser un lugar, y da igual donde estemos.

El vigilante dice que nosotros somos los únicos sobrevivientes, y que por eso prefiere venir y seguir haciendo su trabajo. También nos trae comida. Antes nos la daban los enfermeros, pero ellos no han vuelto. El vigilante asegura que murieron. Lástima, Julio era un muchacho lindo, y se veía fantástico en su traje de enfermero. Creo que yo le había empezado a gustar. Pero Julio ya no está, y el vigilante es quien agencia la comida. Nos obsequia con helados, galletas, aceitunas, pasteles, jamones, quesos, panes, exquisiteces que nunca nos dieron. Como no se ha ido la electricidad, nos dice, se conserva mucho alimento en las calles. Es un muchacho de baja estatura, relleno; se nota que le gusta comer. Lo hace con nosotros, engulle parte de lo que trae. En esos momentos se ve feliz, más feliz que cuando el mundo era mundo.

Así que ninguno de nosotros ha salido. Las puertas están abiertas, el vigilante ni siquiera se ocupa de cerrarlas. Queremos seguir jugando a la locura. Acá nos sentimos seguros y, ya lo he dicho, no tiene la más mínima importancia dónde estemos. El mundo perdió todos sus centros.

También fue el vigilante quien nos señaló que ahora podíamos dejar de estar locos. Que nunca lo estuvimos. Que esas fueron argucias de nuestros padres y de nuestras parejas para deshacerse de nosotros.

Oliver le respondió que la locura siempre es locura, lo que cambia es el punto de vista. Allí es donde radica la imposición social. La sociedad, los poderes (así habla Oliver, con estas palabras altisonantes) nos imponen una etiqueta de las tantas etiquetas de la locura; nosotros podemos cambiarla y ser el loco que se nos antoje. Acotó que él, por ejemplo, estaba cambiando su estado espiritual a loco sabio. Al hablar de esa manera me pareció un hombre verdaderamente muy sabio.

Cuando Oliver terminó, el vigilante se encogió de hombros y dijo que le daba igual, y siguió comiendo; siempre está comiendo. Max y Ámbar bostezaron y Armando se ocupó más a fondo en los retoques de uno de sus magníficos dibujos de árboles hechos con lápices. Lisa, en cambio, se subió a una de las mesas del comedor y proclamó que ahora sería una monja mística. Durante mucho tiempo había sido, según sus propias palabras, una puta sagrada y ya estaba más que harta. Yo me alegro mucho por Lisa, por su cambio, porque ciertamente ha tenido sexo con todos. Con varios a la vez incluso. No sé si con el vigilante, creo que con él también.

Max, de nuevo con un bostezo, me confió en voz baja que él y Ámbar seguirían siendo los locos que eran, y que además continuarían jugando a interpretar aquel diálogo de Bradbury. Todavía quedaba una larga temporada artística, agregó.

Yo, por mi parte, no sé qué tipo de loca quiero ser, o si en realidad necesito cambiar de locura. Ahora me siento estacionaria. Desde mi encierro siento que mi cuerpo se detuvo. Mi cuerpo, sí, que siempre me ha llevado y me ha movido a los espacios, las pistas, a las luces, a la noche, a las vibraciones de esa música que no escuchaba sino que sentía.

Yo soy bailarina, una bailarina que danzaba en lo oscuro. Nunca pude estarme en la soledad, pero tampoco en el mundo. Mi cabeza era un desastre y mi cuerpo huía de mí. Me llevaba a sitios, me perdía en las madrugadas y me atrapaba en el baile. Se perdía mi cuerpo de mi cabeza, y yo, en venganza, le hacía daño a mi cuerpo y lo llenaba de bebidas, drogas, sexo violento, maltrato físico, sucia desnudez, cansancio, cansancio, cansancio.

Así fui, así me mantuve de pie durante mucho tiempo, y mientras no pensé, mientras estuve vacía y alejada, todo fue perfecto. En el fondo aquello terminó siendo un pacto entre mi cuerpo y mi cabeza. Nos hacíamos un daño que podría llamar rico.

Porque siempre el placer estaba allí.

Porque siempre el placer era la fuente de nuestro dolor.

Yo quise perderme en mí misma bailando, morir bailando. Pero mi familia me atajó antes de las consumaciones. ¿Qué puedo decir de ellos? Me amaban, me temían y no me querían cerca. O más bien, de mí querían una ilusión, una persona que nunca fui. Lo lamento, los defraudé, los herí. Pero ellos también a mí.

Acá me embotaron, me anularon con drogas (vaya ironía), me arrumaron, como una cosa, como un traste viejo, como un juguete roto, y yo, quizás para no terminarme de hundir en ese universo estacionario, volví a ser como una niña, una niña que se entretiene con muñecas mientras Max y Ámbar juegan a fregar los platos en la última noche del mundo. La niñez es un escudo, frágil pero lo es. No conozco otra forma de protección que esa fragilidad. Porque eso soy: una niña quebradiza que protege a una mujer rota, conservada a duras penas en el interior de la membrana que son estas cuatro paredes y en el aluvión de drogas que me esquinaban (he dejado de tomarlas desde que ya no hay doctores ni molestos enfermeros).

Esto soy: un fracaso anticipado. Frágil, delgada, metida en mí.

Yo, la mujer que ya no baila.


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