I
El padre de Víctor murió cuando Víctor tenía doce. Víctor se llamaba también el padre, criaba gallos de pelea, bebía cocuy y andaba de feria en feria hasta que murió de cirrosis; menos no podía esperarse. El gallero dejó una viuda y unos cuantos hijos de sobra, entre estos el niño Víctor, quien, sin derecho a elegir, como siempre ocurre con los pobres, tuvo que dejar la primaria y ponerse a trabajar de mandadero en la ferretería de un buen señor judío. Víctor no volvió a la escuela, pero sí eligió la lectura. Leía con pasión, compraba libros de vendedores callejeros, y también viajó a Trinidad y allá aprendió a hablar inglés él solo. Muchos años después, Fedosy, su hijo, crecería en una casa grande que tenía un cuarto biblioteca. Esa casa que Víctor y Nadia se compraron con gran esfuerzo en aquel país donde alguna vez el esfuerzo valió la pena.
II
En aquella biblioteca Fedosy encontró la Ilíada, la Odisea, novelas de Stephen King y de Irving Wallace (a quien ya nadie lee). Esos eran los libros del joven Víctor, para entonces orgulloso comerciante aduanero de Puerto Cabello y ‒por supuesto‒ orgulloso padre, casado con la joven Nadia, que por igual leía y tenía allí también sus novelas, que solía leer siempre sentada, erguida contra los respaldares de los sillones o los sofás.
III
El nombre Fedosy tiene algo de escritor. Un poeta persa se llamaba Ferdowsi. El tema es que Nadia le dice a Fedosy, “tú escribías desde chiquito”. En apoyo a sus palabras saca de la biblioteca un libro de los comprados por Víctor hace siglos y lo muestra: páginas con trazas de distintos colores, garabatos que todavía no son dibujo ni tampoco palabra, una rara poesía visual, involuntaria, que, vista a la luz de hoy, pareciera anunciar el futuro del hijo que aún no leía, que aún no escribía, pero sí rayaba.
Interludio
Víctor padre de Fedosy con un libro en el sofá de su cuarto
Víctor padre leyendo un domingo, plácidamente
Nadia madre de Fedosy leyendo un domingo, plácidamente
eso sí, sentada muy recta en un sillón o un sofá
Víctor y Nadia leyendo
y el pequeño Fedosy que los mira
nada más que decir
IV
Detrás de la biblioteca de la casa vivía una pequeña lagartija que en Venezuela llaman tuqueque. A la lagartija la bautizaron Shakespeare. Shakespeare salía en las tardes de detrás de la biblioteca, casi a la carrera, y de pronto se detenía, saludaba desde su silencio, o estaba alerta, allí por unos instantes en el muro, y luego pegaba una nueva carrera hasta un reloj de pared. Circular, con bordes de cobre, muy de barco, de mar, de armadores aquel reloj. Quién sabe a dónde iría Shakespeare a esa hora, allá, a los mares y las islas internas de aquel reloj.
V
Víctor murió una noche, acostado en el sofá frente a la biblioteca, frente al televisor. Porque en el cuarto biblioteca también había un televisor. De allí que Fedosy aprendiera a leer libros y también películas y luego cómics, novelas gráficas y hasta el tarot. Mire usted, aquel Víctor niño que no terminó primaria, estaba allí esa noche frente a sus libros / él que leyó tanto / él que llevaba a su hijo a las librerías / él que le compraba libros a Fedosy. Allí murió Víctor, ya no niño, tampoco viejo, tenía apenas cincuenta y tres. Murió demasiado pronto, pero, tal como dice Thoreau, fundó una familia: a su casa trajo cultura, trajo libros.
VI
Víctor murió, sí, y queda la biblioteca. Con menos libros ahora, todavía la Britannica, el Nuevo tesoro de la juventud y las novelas de Irving Wallace (que ya nadie lee). Las de Stephen King se las llevó Fedosy a su biblioteca, también un par de novelas de Patrick McGrath, El viejo y el mar, El barco de la muerte, de Traven. Pero sobre todo un ejemplar muy roto, deshojado, de la Historia sencilla de la filosofía. Autor: Rafael Gambra. Edición de bolsillo, RIALP, Madrid, 1963. En la segunda página, después de la de respeto (qué hermoso que exista una página en blanco que llaman de respeto), entre el nombre del autor y el título, está en puño y letra su nombre: Víctor. Fedosy le ha dicho a su hijo que cuando muera quiere ser enterrado con ese libro que era de su padre. Y vamos, lo dice en serio.
VII
Víctor murió, eso ya lo sabemos. Nadia se sigue reclinando en ese sofá a ver televisión por las noches. Algunas tardes se sienta y lee, ya lo dijimos, a ella le gusta leer sentada, aunque ya no tan firme como antes, está viejita. Ahí está la biblioteca (es difícil que una biblioteca se vaya, tan grande, tan pesada), todavía le quedan libros. Nadia y su biblioteca. La de los dos, la de Víctor, la de ella.
Fedosy Santaella
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