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Cuando en 1924 Ifigenia gana un importante premio de novela en Francia los narradores venezolanos se debatían entre continuar la línea de un descarnado criollismo o sucumbir a los embates de una virtual y agresiva ruptura estética. Muchos prefirieron el ancho sendero de representación de lo nacional, en tanto un pequeño grupo quebraba lanzas por imponer un cambio en las ideas relativas al modo de concebir la esencia y funcionalidad de la novela y el cuento. En este contexto Teresa de la Parra (1889-1936) presenta una obra en la cual se hallaban sutiles elementos de las facciones en pugna, pero desde una dimensión afable y desacralizadora que marcaría una silenciosa quiebra de consecuencias mucho más hondas que la mera espectacularidad de los vanguardistas prontos a irrumpir en el panorama literario de 1928. Así, Ifigenia deviene pieza a medio camino entre una concepción utilitarista de la prosa creativa (asentar el imaginario nacional) y otra más abierta al trabajo artístico sin aspavientos tecnicistas: una poética definida con base en la necesidad de comunicar algunos temas íntimos que, sin embargo, no colidían del todo con el medio social recreado.
El nombre completo de la novela: Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba deja clara la perspectiva desacralizante que mencionamos arriba, una actitud sustentada en el manejo de dos estrategias textuales: la carta y el diario, las cuales permiten conocer el adelantado mundo mental de una joven caraqueña enfrentada a un entorno timorato y convencional.
En síntesis, la historia cristaliza los conflictos de María Eugenia Alonso –quien regresa a su ciudad natal luego de una larga y fructífera estada en París (años vitales de su formación)– al reencontrarse con la incipiente urbe de aspiraciones cosmopolitas, pero aún enclavada, pese a los cambios que ya introducía la explotación petrolera, en el siglo XIX. Estas revulsiones interiores la llevarán a enfrentar algunos códigos de familia y, al mismo tiempo, a cuestionar ciertos modelos de progreso instrumentados desde los órganos del poder económico y político.
En una prosa castigada por meditados coloquialismos, la carta de María Eugenia a su amiga Cristina de Iturbe, sita en París, se convierte en el dispositivo que le permite a la autora ir detallando las condiciones ideológicas de una Caracas adocenada en donde las virtudes se fijaban según cálculos pecuniarios, cuentas en las que, por lo general, ya no entraba la gente distinguida al haber sido desplazada por los palurdos comerciantes en ascenso. Por otra parte, gracias a esa carta asistimos al desnudamiento paulatino del alma de la protagonista: sus frivolidades y frustraciones, el despertar de la voluptuosidad, la sensación de encontrarse confinada en los límites de una caricatura de república. De tal manera que la extensa misiva, en virtud de su naturaleza, potencia el pacto de verosimilitud con el lector al paso que permite difuminar los contornos entre ficción y realidad convirtiendo al libro en un precioso documento, sin desmedro de su calidad literaria, sobre la Venezuela de principios del siglo XX.
Sobra decir que María Eugenia Alonso resumaba prosapia. No obstante, la bancarrota familiar impedía a la chica mantenerse en la categoría, de allí la necesidad de vincularla con alguien que le permitiera abandonar, definitivamente, el riesgo de verse un día al mismo nivel de quienes realizaban las más bajas tareas domésticas. La manera de contrarrestar el peligro era casarla con algún miembro sólido de la alcurnia local. He aquí, entonces, el drama presentado en la novela: la protagonista decide sacrificarse para mantener las formas, esto es, se casa con quien puede, no con quien debe. Como la Ifigenia griega, nuestra María Eugenia toma el camino socialmente correcto.
Agotado el recurso de la carta, Teresa de la Parra recurre al diario como mecanismo para completar la exploración del universo espiritual de María Eugenia. En él se ventilan asuntos de las más variadas especies, sobre todo aquellos relacionados con la pérdida de antiguos valores ligados, sobremanera, al modo de vida de los campos venezolanos anterior al descubrimiento del petróleo (tópico luego mitificado por la misma autora en su novela de 1929, Memorias de Mamá Blanca). Se trata de una crítica amable, nostálgica, que contradice un tanto la rebeldía inicial de la protagonista, pero que se justifica con la entrega final de su alma a las más chatas convenciones.
Aun cuando buena parte de la historiografía y la crítica literarias (nacional o extranjera) suele ubicar Ifigenia en la línea de algunas incipientes producciones narrativas de la vanguardia, en realidad la novela es tributaria, tal como revela ‒en penetrante análisis‒ Miguel Gomes (revistas.udec.cl/index.php/acta_literaria/article/view/4769/4520), de la escuela modernista latinoamericana y en particular del ostensible influjo que uno de sus mayores exponentes, Manuel Díaz Rodríguez, logró plasmar en su título de 1901 Ídolos rotos. Son tan obvias las correspondencias entre ambas composiciones que todavía hoy cuesta aceptar que se sigan repitiendo algunas tesis sobre la supuesta singularidad estético-literaria de la ópera prima de Teresa de la Parra respecto de sus rasgos vanguardistas, cuando no con universos ficcionales que luego demostrarían amplia proyección en el canon literario de Occidente, como el monumental En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust. Lo mismo ocurre con el feminismo avant la lettre que sustenta ciertos comportamientos de María Eugenia Alonso en los que se ha querido ver concienzudos gestos de lograda emancipación social de la mujer cuando el cierre del argumento resulta, más bien, lo contrario: el apego a fórmulas convencionales que regulaban el papel de las señoritas de clase en un ambiente machista a las que se somete, recordemos, nuestra heroína.
Sin duda, estos yerros críticos han sido producto del impacto causado, desde el momento de su edición príncipe, por una obra fluida y fresca, compuesta con rigor narrativo y un tanto ajena (pero no por completo) a las coerciones de un medio literario que exigía a sus novelistas la condena de ciertas circunstancias sociopolíticas y la difusión de materias relacionadas con «el alma de la raza», sintagma popular de la época orientado a reforzar la construcción de una idiosincrasia. Agreguemos, asimismo, el amplio desarrollo que en los últimos cincuenta años ha conocido la teoría literaria y sus derivaciones analíticas, las cuales fuerzan muchas veces las interpretaciones en beneficio de posturas ideológicas antes que el inmanente examen de los textos.
Como quiera que sea, los desvaríos metodológicos no rebajan la condición estética de Ifigenia y sus proyecciones simbólicas en el campo de la cultura escrita venezolana. María Eugenia Alonso es uno de nuestros más socorridos arquetipos literarios, como la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos (galvanizada, como se sabe, un lustro después del personaje de Teresa de la Parra). Súmese a esto la delicada construcción de sus partes, el acabado estilo y la grácil reinterpretación del criollismo montaraz, tendencia con la que también guarda filiaciones.
Publicada en un tiempo convulso y de cambios; sometida a escrutinio desde los más disímiles puntos de vista (algunos francamente desmesurados); leída siempre: Ifigenia ocupa sitio indiscutible en la memoria colectiva de un país escrito a trompicones en el que, de tarde en tarde, encarna un raro fulgor: María Eugenia Alonso.
Carlos Sandoval
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