Ficción

Domingos de ficción: La fiesta y Niña

Fotografía de Denise Mattox | Flickr

23/08/2020

Llegamos a la cuarta entrega de la Cuarta Temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos una serie de relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural no es la ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, prosigue con Lorena González Di Totto, (Caracas, 1985), comunicadora audiovisual egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, con especialización en Realización de Cine Digital en Barcelona, España. Productora general y asistente de dirección de los largometrajes documentales El Reventón III: La industria petrolera en manos venezolanas (2014), CAP 2 INTENTOS (2016) y El Pueblo Soy Yo (2018), de Carlos Oteyza, y guionista del documental Blanca Rodríguez: Al servicio de Venezuela (2019). Ha sido productora de teatro y televisión, y profesora de cine y guion cinematográfico en la UCAB. Desde 2018 reside en Ciudad de México.

 

La fiesta

Me desperté con ese dolor de cabeza infame que tenía años sin sentir y una acidez que, estaba segura, ya se había comido íntegro mi estómago. Pero más allá del dolor, la incomodidad, el cansancio, lo que me impedía levantarme de la cama era la perspectiva de encontrar mi casa convertida en un escenario postapocalíptico.

Lo de ayer se nos había salido de control. Se suponía que era un encuentro bajo perfil, entre el grupito de confianza, con las precauciones del caso, para que nadie contagiara a nadie ni ninguno de los vecinos se enterara. No se trataba de una coronaparty, no, no, no, incapaces. Simplemente un encuentrito petit comité para alivianar un poco nuestras soledades y miserias. O ese era el objetivo inicial.

Pero tenía que enfrentar mi realidad. Hice el esfuerzo por mentalizarme, incluso fui benévola conmigo misma y me dije que, si la situación me superaba, limpiaría mañana, pasado, otro día en que mi cuerpo no me hiciera sentir al borde de la muerte. Me importaba menos vivir entre la mugre si me permitía un respiro ese día. La verdad, ni la limpieza ni la cocina eran mis fuertes, así que no iba a ponerme melodramática por tener un par de vasos plásticos mal puestos o migajas de Cheetos en la mesa. Pensé en la posibilidad de que hubiera un charco de vómito en el baño y por un milisegundo —solo un milisegundo, pero existió— pensé que, si no me impedía usar el inodoro, también podría limpiarlo mañana.

Me arrastré al baño. Limpio. Gran alivio. Me lancé dos pepas de ibuprofeno a la boca y amarré la tentación de regresar a la cama. Logré atravesar todo el cuarto, que me pareció un campo de fútbol, hasta que salí, casi cerrando los ojos para no encontrarme de golpe con el caos.

Nada. Ningún caos. Todo limpio. Nada de vasos regados, migajas en ningún lado.

Pero si todos estaban en el tope de la ebriedad —e incluso de otros niveles de conciencia—, ¿cuándo y cómo había sucedido esto? ¿Sería yo misma la que, borracha y sonámbula, había antepuesto el bienestar de mi futura yo y me había regalado la maravillosa sorpresa de encontrar una casa pulcra después de una noche decadente? ¿Estaban mis amigos en un nivel superior de buenitud y, mientras yo sudaba la pea en mi cama, ellos sudaban la suya limpiando mi casa?

No podía ser. Recordaba haberme despedido de todos. Uno a uno o en pares, sus Ubers y Didis los habían venido a buscar. Mi casa se había quedado vacía, con excepción de mí y de la basura. Hasta había soñado que un monstruo hecho de cajas de pizza y botellas de vodka iba doblando la casa como un origami, conmigo dentro.

Le escribí a la gringa, una expat (porque Dios los libre de que los llamen inmigrantes) que se convertía en el alma de la fiesta dondequiera que pusiese un pie. Su energía y su resistencia al alcohol eran infinitas, así que sobre ella recaía la sospecha de la buena acción. Le pregunté si había limpiado antes de irse y me respondió que no entendía de qué le estaba hablando.

Llamé al sueco, que había traído las botellas de vodka. Me dijo que la noche anterior se había quedado viendo Netflix en casa con su novia mexicana (¡pero si la mexicana también había venido a nuestra reunión!).

El chileno no me atendió el teléfono. Supuse que estaría aún enratonado, pero al rato me llegó un mensaje que decía: “Acuérdate que no puedo atender porque el roaming se gasta todo el saldo”. Cierto. El chileno visitaba a su familia en Estados Unidos cuando cerraron los aeropuertos y no había logrado regresar.

En la cocina encontré, por fin, la prueba. La noche anterior sí había habido fiesta. Dos botellas vacías de cabernet sauvignon. Y una única copa, con su borra púrpura en el fondo.

 

Niña

Al verlo me ruborizaba de inmediato. Porque era él y porque yo, bueno, yo estaba en tercer grado.

Se llamaba Ramiro. Me parecía un nombre feísimo, pero por él terminó gustándome y así llamé, años después, al primero de mis gatos que fue mío, mío.

Cuando me veía y me preguntaba cómo estaba, cómo estaban mis padres, cómo estaba todo, sin yo saber muy bien qué era «todo» fuera de mí y de mis padres, me convencía de que de verdad le interesaba mi respuesta. Y dentro de mí, las ganas de contarle, de conversar, de alargar los minutos en su presencia, escuchando su voz y llegándome su colonia, se peleaban con el arrebato de huir, esconderme, taparme la cara para que no me viera encendida y callarme para que no escuchara los nervios quebrándome la voz.

La cabeza se me llenaba de fantasías. De las tontas: que me tomase la mano o viésemos una película en el cine, una con actores, no de dibujos. Si descubríamos algún gusto en común, como el tenis o comer el cereal sin leche, eso se convertía en el nuevo eje de mi vida. Claro, me habían gustado varones antes, de la escuela y de la tele, pero lo de Ramiro era otra cosa. Todo lo que vino después siempre se comparó con aquello que sentía cada vez que entraba a su casa, ese pánico ansioso de que se asomara por la puerta del cuarto de Claudia o nos lo encontráramos en la cocina.

A veces me carcomían las ganas de decirle a Claudia. Por algo era mi mejor amiga, para contarnos todo, lo que quiera que fuese «todo» cuando se tienen ocho años. Pero no iba a entender. Si le contaba, nunca más vería con inocencia mis respuestas, acusaría mi sonrojo en voz alta. O peor: se lo diría a él. No me invitaría más a su casa. Y no sabía qué me mortificaba más: que él supiera o no verlo más.

También me atormentaba verlo con Magaly. De ellos aprendí que las parejas se llaman “mi amor”, porque en mi casa nunca hubo nada de eso entre papá y mamá. Algunas veces Claudia y yo no entendíamos algo de la tarea y él venía y se sentaba con nosotras un buen rato a ayudarnos y contarnos chistes. Nos traía galletas y a mí refresco, porque sabía que no me gustaba el jugo. Yo aprovechaba para detallar el dobladillo del cuello de su camisa ya sin corbata, el reloj pesado en su muñeca.

Y a la hora de la cena, los encontrábamos bailando en la cocina.

A veces me hacía doler tanto el estómago que no lograba comer. Él bromeaba: que si no me gustaba algo les podía decir, que no tenía que hacerme la enferma. Y prefería que creyera eso a que supiera que me rompían por dentro con su adultez inalcanzable. En ese momento se me hacía tan lejana, tan urgente. Estaba convencida de que nunca sería mujer, de que me quedaría niña para siempre.

Cuando mi mamá iba por mí, era como si me hubiesen cosido la boca. Me preguntaba si había pasado algo y yo, por supuesto, no podía decirle nada. No tenía nadie con quién hablar. Nadie iba a entender. Nadie me podía ayudar. Le decía que me dolía la panza o inventaba que había peleado con Claudia. Si me preguntaba por Ramiro y Magaly, el corazón se me aceleraba de nervios, dolor y furia, pero mi voz de niña lograba sacar una respuesta:

—Bien. Ellos siempre están bien.

***

Lea las entradas anteriores de esta serie:

Domingos de ficción: Tequila; por Gerardo Guarache Ocque

Domingos de ficción: Bob lo sabe; por Alex Vásquez Santander

Domingos de ficción: Una mala velada; por Cristina Raffalli


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