Ficción

Domingos de ficción: Bob lo sabe

Fotografía de Denkrahm | Flickr

09/08/2020

Esta es la segunda entrega de la Cuarta Temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos una serie de relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural no es la ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, prosigue con Álex Vásquez Santander, comunicador social, mención Periodismo por la Universidad Católica Andrés Bello. Tiene una maestría en Ciencias Políticas por la Universidad Simón Bolívar (actualmente a la espera de la defensa de su trabajo de grado). Álex comenzó su carrera periodística en 2010 en el diario El Nacional, donde se especializó en política. Ha sido colaborador de Prodavinci, del diario El Mundo de España y de Fox News. Luego trabajó como corresponsal en Venezuela para France-Presse. Actualmente es corresponsal de la agencia estadounidense Bloomberg News.

 

Me pasó mientras me cepillaba los dientes. Cuando levanté la cara hacia el espejo y vi mi reflejo, quedé paralizado: era yo, claro que era yo, pero mi cara lucía distinta. Tenía otros rasgos, una nariz y unos labios más delgados, otra mirada, incisiva, aunque las diferencias eran muy sutiles.

Me quité y limpié los lentes de contacto y, cuando volví a verme en el espejo, era de nuevo yo, sin deformaciones. “Ya está, no fue nada”, pensé.

Al salir del baño no le dije nada a Luisa, mi novia. Pero me quedé viéndola fijamente, tratando de percibir alguna reacción en su rostro. Ella estaba en su tercera videoconferencia del día, caminando y hablando en voz alta por todo el apartamento con el móvil en la mano y apenas me prestó atención. Solo me guiñó un ojo y siguió en su reunión. No notó nada extraño.

También volteé a ver al perro, que estaba echado en el sofá y como cabeceaba del sueño, me ignoró.

Teníamos ya un mes en cuarentena cuando eso ocurrió. Una estricta cuarentena ordenada por el gobierno para evitar un brote acelerado del coronavirus en el país. A pesar de las mentiras oficiales, la situación parecía controlada, aunque en Venezuela siempre se podía esperar que algo saliera mal en cualquier momento. Solo así sabíamos vivir.

La semana siguiente volvió a ocurrir. Entrenando con una aplicación de ejercicios en el móvil, justo al terminar una serie de flexiones y levantar la cara hacia el espejo para corregir mi postura, de nuevo no era yo. Me levanté de golpe, alterado, viendo mi reflejo con incredulidad. Estaba aterrado, con el corazón latiendo a toda velocidad, pero el hombre que me veía desde el otro lado sonreía, confiado, en paz. Tan confiado estaba que parecía arrogante.

Su nariz y labios eran definitivamente más delgados. Las líneas de expresión de su frente estaban más marcadas. Las diferencias seguían siendo, como la vez anterior, muy sutiles, pero no me cabía duda de que no era yo frente al espejo. Yo estaba angustiado y este hombre reía. Yo intentaba moverme y no podía, intentaba gritarle y no me salían las palabras. Sentía que todo el mundo a mi alrededor estaba paralizado, me sentía impotente, atrapado frente a una sonrisa perturbadora y unos ojos incisivos. Mi corazón latía cada vez más rápido y pensé que me iba a desmayar, hasta que el perro, Bob, ladró.

Bob le ladraba furioso al espejo, como cuando un desconocido se acerca a la puerta del apartamento. Los ladridos me sacaron de la telaraña en la que estaba atrapado, de esa suerte de hechizo y recuperé el aliento, abruptamente, como cuando eres niño y debajo del agua juegas a esperar hasta el último momento aguantando la respiración.

Bob siguió ladrándole furioso al espejo y yo lo veía sin saber qué hacer. Cuando me acerqué a acariciarlo para que se calmara, chilló como si lo hubiese golpeado y salió corriendo a meterse debajo de la mesa, donde se escondía cuando yo le decía que era hora de bañarlo. Intenté tocarlo de nuevo y me gruñó.

Con su laptop en una mano y un auricular puesto, Luisa salió de la habitación y se me quedó viendo. “¿Todo bien?”, preguntó. La observé durante unos cinco segundos, ávido de alguna reacción que me confirmara que mi transformación era cierta, pero no obtuve nada. Pensé que quizá todo estaba en mi mente, que debía lavar de nuevo mis lentes de contacto. “Sí, todo bien”, le respondí. “Bob se me atravesó mientras entrenaba y lo pisé. No pasa nada”. Ella me respondió levantando el pulgar de su mano libre, dio media vuelta y se marchó a la habitación.

Pensé en ir directo a lavar mis lentes de contacto de nuevo, pero cuando volví a mirar –con miedo– en el espejo, había vuelto a ser yo. Bob había salido de su escondite y jugaba con la toalla que yo usaba para entrenar.

No quise hablar con Luisa sobre lo que me estaba pasando, por la sencilla razón de que no sabía si era real. Pasaron dos días sin que se repitiera y yo empezaba a atribuírselo al cansancio. Trabajar desde casa, para mí, significaba trabajar más. A las 10:00 am, después de desayunar, me tomaba un café y me sentaba frente a la computadora. En ocasiones no reparaba en la hora hasta las 4:00 pm o más tarde, sin haber comido nada más. Había días en los que me desconectaba cerca de la medianoche.

Sentía que el día entero lo dedicaba a algo que no tenía nada que ver conmigo: mi único objetivo era que la empresa para la que trabajaba ganara dinero. No importaba cuán bien lo hacía, cuánto crecían las ventas debido a mi astucia o mi suerte; mi sueldo era siempre el mismo. Era irónico. No estaba en la oficina, no era uno más entre cientos de trabajadores, estaba en mi casa como buena parte del mundo, en mi espacio más íntimo y personal, rodeado de mis libros, mis películas y sin embargo no podía encontrarme. Me sentía como un ascensorista, cuya única labor era poner a funcionar una máquina –mi laptop– para que ciertas imágenes se generaran en las pantallas de las laptops de mis superiores. Al final, una venta exitosa de, digamos, jabón en polvo, no es más que una imagen en la computadora de un gerente de ventas. Si la imagen les agradaba, todo estaría bien y yo podría seguir recibiendo mi pago mensual.

¿Qué tan diferente era yo en ese momento a, por ejemplo, mi cafetera? Ambos éramos desechables.

Cuando pensaba estas cosas, no dormía bien. Tenía pesadillas o solo veía no sé cuál temporada de Friends, hasta que el sol comenzaba a salir y los pájaros empezaban a cantar.

Encerrado en casa, al principio disfrutaba el aumento de las interacciones virtuales con mis amigos –todos habían emigrado de Venezuela–, que querían jugar ludo, Call of Duty, o videollamarse cada día. Nunca antes en mi vida había jugado ludo con alguno de ellos, pero ahora parecía lo más natural del mundo. Era nuestra forma de lidiar con la incertidumbre. Al principio, repito, lo disfrutaba, hasta que empezaron a llamarme para verlos preparar un sándwich o cortarse el cabello. Creo que no querían hacer nada solos. Necesitaban mantener sus móviles en constante vibración. Me saturé de que me llamaran para hablar sin un motivo. Comprendo el terror que estar solos les producía a muchos. Comprendo la necesidad de escuchar algo, cualquier cosa, o ser escuchados. Incluso la necesidad de hablar por hablar, de verse por verse, sin mayor ambición, pero yo no podía hacerlo cada día. Quería disfrutar de los pocos minutos libres que me dejaba el trabajo y a veces, en esos minutos, yo me encontraba.

No sé cómo explicar cuáles eran esos momentos en los que yo aparecía realmente. Casi siempre era cuando evadía las responsabilidades: cuando me libraba de la laptop, de comprar agua o alimentos, de lavarme las manos quince veces al día, de limpiar la casa o reparar la tubería rota del lavamanos. Yo aparecía cuando me permitía volver a la adolescencia, a ver una serie anime, jugar un videojuego, o sentarme en la acera a descubrir flores mientras caminaba con Bob. También cuando releía libros que me habían impactado mucho y no recordaba muy bien por qué. Me reencontraba con las historias de Kafka y ahí me quedaba; meterme en esas páginas era rebelarme pacíficamente contra el absurdo orden que me imponían. “Rebelarme” suena ambicioso, creo que es más correcto decir “ponerme a un lado”. Supongo que asociaba adolescencia con libertad, por eso trataba de volver a ella. El viaje, eso sí, siempre lo hacía solo.

Tenía casi una semana tranquilo, hasta que un día, en una video llamada en la que me tomaba unos tragos con unos amigos en Buenos Aires, volví a ver, esta vez en la pantalla de mi celular, cómo mi rostro se transformaba, mientras hablaba con ellos. Volteé inmediatamente hacia Luisa, que intentaba hornear su primer pan hecho en casa. Al sur de América Latina, Roberto, tomando gin tonic y Cristina, ron Carúpano que alguien le había llevado, miraban sonreídos y preguntaban algo sobre la levadura. Yo era otro en la pantalla y nadie, excepto yo, parecía notarlo.

Mientras eso ocurría, Luisa se acercó a la cámara de mi móvil a escuchar una historia que Roberto empezó a contar muy inspirado. Yo la veía nervioso, esperando alguna reacción. Mi otro yo parecía perverso y empezó a moverse con independencia: volteó hacia Luisa mientras yo hablaba y empezó a hacer como que le lamía el cuello, sin tocarla, luego se reía y me miraba desafiándome. Cuando mi otro yo amagó con ahorcarla, me desesperé, nadie parecía notar nada. No me resistí y lancé el teléfono, que terminó cayendo debajo de la mesa. La llamada no se cortó.

Luisa, asustada, preguntó:

–Amor, ¿qué pasó? ¿Estás bien?

–Sí, perdona, es que pensé que había una abeja –fue lo que se me ocurrió en el momento, para justificar lo ocurrido, pues soy alérgico a las picadas de las abejas.

–¿Una abeja? ¿What the fuck? No hay nada mi amor –dijo riéndose y levantando una mano en señal de interrogación.

–Perdona, no sé qué me pasó.

–Tranquilo –dijo Luisa, que lucía un poco incrédula mientras yo recogía el móvil del suelo.

Con miedo, lentamente me acerqué a la cámara del teléfono. Mientras Roberto y Cristina me preguntaban qué había ocurrido y yo les explicaba lo de la abeja fantasma, descubrí que de nuevo era yo.

Esa misma noche, antes de irme a la cama, le escribí a mi psicólogo. Hacía más de un año que no hablábamos. Necesitaba que alguien me escuchara sin juzgarme, que alguien me ayudara a comprender qué me estaba pasando. Yo seguía pensando que era solo cansancio.

“No te estás volviendo loco, es lo primero que debo decirte. Hay muchas razones que pueden estar influyendo para que pase lo que te está pasando”, fue lo primero que dijo Héctor, mi psicólogo, al día siguiente, después de mi explicación por FaceTime, de casi 40 minutos, sobre lo que ocurría.

–Yo he tenido ansiedad, depresión, celos, infinidad de cosas, Héctor. Y puedo percibir cuando mi mente empieza a dejarse llevar, a descontrolarse. Pero al final, siempre responde a una lógica que debemos descubrir. Y casi siempre termino descubriéndola con tu ayuda y atajando ese descontrol. Pero que mi imagen en el espejo o en la cámara se deforme y que además nadie se percate, eso no responde a ninguna lógica.

–Tienes casi tres meses encerrado en casa, trabajando mucho más que antes, sin ver a casi nadie. Ya tenías problemas con tu trabajo, no estabas a gusto ahí, incluso sentías que desperdiciabas tu vida, ¿no? Tú querías otra cosa. Perdona la franqueza, solo quiero que me sigas –dijo Héctor.

–No te preocupes. No lo recibo como un comentario rudo. Pero no te sigo.

–En situaciones desesperantes…

–Yo no me siento desesperado –le interrumpí.

–Bueno, tu trabajo te desespera y es lo que te quita al menos diez horas al día, diez horas de las que pasas despierto.

–Comprendo, puede entonces ser una situación desesperante.

–Y en Venezuela, donde ni siquiera hay agua o gasolina, lo es aún más –completó Héctor–. En ese país está disminuida la posibilidad de distractores. Creo que están emergiendo emociones, sentimientos que han estado ahí, pero que no habías reconocido. Creo que solo puedes identificarlos en una situación como esta. Creo además que estas emociones y sentimientos no habían tenido una vía de expresión validada ni controlada…

–¿Y ahora explotan con mi cara cambiando de forma? Joder.

–Creo que simplemente estás metido en un cuadrilátero con el enemigo… Bueno, no es la mejor metáfora. Creo que solo estás encerrado y emergen sentimientos que no puedes eludir. Hay un gran desajuste, que debemos identificar, que está poniendo en riesgo tu sistema de ideales, tu imagen, tu ego.

–¿Y qué puedo hacer? –pregunté, un poco preocupado y nada satisfecho con su explicación.

–Debemos primero entender que estás en un momento de transformación psíquica. Debemos entender bien qué estás sintiendo. Creo que tienes miedo a perder el control, creo que es posible que lo pierdas en algunos momentos. Debemos estar atentos. Es natural que sea así porque hasta ahora no habías permitido acceso a esas emociones y sentimientos. Forman parte de un terreno desconocido que debemos explorar. En la medida en que se vayan reconociendo, articulando y pases por el esencial proceso de duelos, estos aspectos se podrán ir integrando al sistema psíquico.

El tiempo se había acabado. Héctor tenía otro paciente después de mí y no podía extenderse más. Yo sentí que apenas había recibido un aperitivo. No estaba satisfecho, pero creo que ni Héctor ni yo sabíamos lo que estaba pasando y apenas debíamos empezar a explorarlo.

“Es posible que pierdas el control en algunos momentos”. Eso, sin duda, fue lo que más me había impactado de todo lo que me dijo. ¿A qué se refería con perder el control? ¿Se refería a que estrangularía a Luisa como lo intentó mi otro yo, aparentemente divirtiéndose? ¿O significaba que yo empezaría a alucinar otras cosas y mi sistema mental simplemente se descarrilaría? Si es que alucinar era la palabra adecuada.

Los días siguientes me retraje. Dejé de entrenar, comí a deshoras, cualquier cosa sencilla. Pasaba la noche en vela viendo una serie tras otra. Preferiblemente de detectives, que al menos despertaban mi interés. Cuando trabajaba, trataba de hacer lo menos posible. Ya no me entusiasmaba cocinar, que era lo que ocasionalmente hacía al terminar largas jornadas de trabajo, porque enfocaba mi mente en una sola cosa, me relajaba. Luisa lo notaba, no oponía resistencia, creo que pensaba que era algo pasajero. Estaba al tanto de que había retomado el contacto con Héctor, incluso le parecía buena idea, aunque no sabía de qué hablábamos.

Iba como un autómata y lo raro de todo es que ni siquiera me provocaba tomar alcohol. Las botellas que teníamos en el bar permanecían intactas. Creo que embriagarme me daba miedo. Ya bastante daño le había ocasionado a Luisa por borracheras pasadas. Me sentía frágil y quería evitar la mayor cantidad de obstáculos posibles. Además, no quería esforzarme. Si hubiese tenido la posibilidad de pagar una cura de sueño, lo habría hecho.

Pero días después, empezó la tormenta. Recibimos un email del gerente general de la empresa, anunciándonos que vendría una reducción grande de personal, aunque aún no podían proporcionar detalles. El coronavirus los estaba devorando, a pesar de que las ventas no habían colapsado. En paralelo, recibí varias asignaciones extra que me obligaron a trabajar aún más, no podía eludir nada y comencé a estresarme: tenía que hacerlo bien, demostrar que era útil, o mi cabeza rodaría por el piso.

Con ansiedad, más trabajo, incertidumbre y sin siquiera entrenar, me volví más irritable. Empecé a creer que estaba odiando a Luisa. Aborrecía cada vez que pasaba a mi lado riéndose con sus amigos, cada vez que se conectaba para jugar algo con ellos, o simplemente cuando hacía ejercicios escuchando a Taylor Swift.

Un día, mientras releía un libro sobre el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, Luisa se me acercó. Se sentía sola, me dijo. La mayor parte de su familia había emigrado, sus amigos también. El contacto digital con todos ellos, aunque había aumentado considerablemente gracias al virus, era insatisfactorio.

“Que tus relaciones sociales se limiten a las que puede ofrecerte el móvil es como comer comida chatarra, está ahí, al alcance de tu mano, lo consigues rápido y lo disfrutas, pero después te deja una mala sensación. Todo se despacha en un momento, no lo sé explicar. Y no lo tomes a mal, me encanta compartir contigo, pero me siento sola. Tú no eres el mismo. Te estás encerrando no solo en el departamento, sino en tu cabeza. Estás inaccesible. Cuando te hablo sé que me oyes, pero siento que hablo sola. Casi no reaccionas, como ahora. Puede ser pasajero, lo sé, pero si ellos son mi McDonald’s, tú eres mi paella con vino tras dos horas de espera”.

Eso me dijo Luisa y me dejó pensando un buen rato antes de poder responderle. Conversar con ella me encantaba, porque me parece que entendía todo lo que decía como nadie más. Es como si ella ya lo hubiese pensado antes. Me reí mientras pensaba eso y ella sonrió al mismo tiempo.  Me seguía comprendiendo, aunque nos comunicáramos menos.

De repente, Luisa empezó a sollozar. Me decía que sentía que la había olvidado, que había olvidado lo felices que podíamos ser. Y entonces me pasó algo que ustedes deben considerar terrible: me aburrí. Cuando Luisa lloraba, el hastío se apoderaba de mí. Verla llorar era como ver publicidad en el cine antes de que comenzara una película que estás ansioso por ver. Me cansaba, incluso me molestaba.

“Me siento como tu asistente. Te ayudo en todo lo que necesitas, te doy ánimo cuando estás decaído –decía–, pero me siento como si tuviera 40 años haciéndolo y ya no lo valoras. Estás seguro de que siempre estaré aquí, como esa silla. Mientras vivas y quieras sentarte en esa silla, estará ahí. Si tienes una erección, aquí estoy, si necesitas más café, pues aquí estoy. Pero cuando yo te necesito a ti y no quiero que esto sea una pelea, cuando yo te necesito a ti, solo te encuentro de vez en cuando”, agregó ella, reprimiendo los gritos, mientras varias lágrimas bajaban por sus mejillas.

Mientras hablaba, yo seguía aburrido. Me estaba impacientando, no quería seguir tolerando algo que me fastidiaba tanto. Entonces, acudí a la herramienta que mejor me funcionaba en estos casos: “Luisa, así no nos vamos a entender y yo no quiero pelear. Voy al cuarto. Trata de calmarte y hablamos después”.

Ella me miró con rabia, con frustración. Si los ojos pudieran apretar los puños, los suyos lo hacían con fuerza. Yo empezaba a tener sueño y hasta tuve que esforzarme por no bostezar.

Chasqueé mis dedos y de inmediato Bob se sentó a mi lado. Tomé su correa y la enganché a su collar. Me puse la mascarilla y salimos de casa. Bob estaba más nervioso de lo habitual. Agachaba la cabeza cuando lo veía y se echaba hacia atrás cuando intentaba acariciarlo, como cuando llegaba a casa y había roto algo. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, al fondo, en el espejo, estaba mi otro yo de nuevo, sonriendo e invitándome a entrar.

Piso 12, piso 10, piso 8. Yo lo veía fijamente. Ya no estaba aburrido, estaba molesto con el impostor. “¿Quién eres y por qué te has metido en mi vida?”, le grité.

Pero mi reflejo solo reía.

Quería extender la mano y tocarlo, agarrarlo por la nuca y expulsarlo, pero no me podía mover. Bob temblaba en una esquina. Piso 4, piso 2. Silencio. Sentí que mi cara estaba llena de lágrimas. Había llorado sin darme cuenta. Él solo reía. No me escuchaba. Su sonrisa era cada vez más exagerada, deforme. De pronto, soltó una carcajada y los huesos de su cara se tornaron exageradamente angulares. Planta Baja. Silencio. Bob empezó a ladrar y yo no podía moverme. Sonaron entonces las puertas del elevador al abrirse. “Tú sabes que la vas a matar hoy”. Al escuchar eso, golpeé el vidrio con fuerza y lo partí. Mi reflejo volvió a ser el mismo entre las grietas. Revisé mi mano y vi que sangraba a chorros.

Salí corriendo del elevador. Bob se había orinado dentro. Tenía que curarme la mano, pero no me atreví a entrar de nuevo, decidí subir corriendo por las escaleras. Mientras lo hacía, la ira se iba apoderando de mí, ¿quién era el hombre del espejo, por qué me decía que iba a matar a Luisa? A la única persona que quería matar era a él, si pudiera. Quería arrancar un pedazo del vidrio que acababa de romper y clavárselo en el cuello. Pero él era intocable. Yo subía a toda velocidad, a pesar de que comenzaba a faltarme el aire. Bob también resistía. Al llegar a mi piso, el 12, encorvado y con las manos en las rodillas, me enfoqué en recuperar el aliento.

Abrí la puerta. Llamé a Luisa varias veces para que me ayudara con la herida, pero no respondía. La busqué en la cocina, en nuestro cuarto y en los dos baños. No estaba en casa. Le daba pánico salir por la cuarentena. No podía haber ido lejos. Solo salía conmigo. Llamé a su móvil y una voz mecánica me dijo que la línea estaba desconectada. En Venezuela las telecomunicaciones son una mierda.

Volví a entrar al baño y me percaté de que sangraba más. Me sorprendí: había llenado todo el piso de sangre. Al verme en el espejo, el otro hombre apareció de nuevo. Reía y aplaudía. Yo estaba paralizado y Bob, que se mantenía detrás de mí, le ladraba con furia. Me empezó a faltar el oxígeno y sentí que el corazón me iba a explotar.

“Es un ataque de pánico, no es real, agarra el alcohol para curarte la mano y sal”, me dije. Pero no podía moverme. “Te felicito, mira la sangre”, dijo mi otro yo riendo. La vista se me nublaba y el corazón se me iba a salir por la garganta.

“¿Es esto un infarto? ¿Me estoy muriendo?”.

“No, por fin estás despertando”, me respondió él.

Salí corriendo del baño, volví a llamar a Luisa y la voz mecánica dijo lo mismo. Entonces marqué el número de Héctor, mi psicólogo.

“Qué bueno volverte a escuchar”, dijo con voz muy suave, demasiado suave, como la que usamos cuando mecemos a un bebé que se duerme en nuestros brazos. “¿Cómo sigues?”, continuó. “Hace más de un año que no hablamos, ¿no es así?”. Le iba a preguntar si me estaba tomando el pelo, pues hacía nada que habíamos hablado. Y cuando iba a contarle de mi ataque de pánico, agregó: “Yo… yo lamento mucho la muerte de tu chica”.

***

Lea la entrada anterior de esta serie:

Domingos de ficción: Una mala velada; por Cristina Raffalli


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