Ficción

Domingos de ficción: Tequila

Imagen de Hartwig HKD | Flickr

16/08/2020

Esta es la tercera entrega de la Cuarta Temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos una serie de relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural no es la ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, prosigue con Gerardo Guarache Ocque, (Cumaná, 1982), periodista egresado de la Universidad Católica Andrés Bello y magister en Literatura española e hispanoamericana por la Universidad de Barcelona (España). Autor de Yordano por Giordano (Libros El Nacional, 2016) y Zapato 3: Una idea muy obscena (Ediciones B, 2016). Compilador del libro 10 años de pura Guataca (2018) sobre la historia de la plataforma cultural de la que es habitual colaborador. Ha sido reportero musical del diario El Nacional y corresponsal de la AFP en Caracas. Sus textos han sido publicados en Prodavinci.com, BBC Mundo, Ladosis y La vida de Nos. Fue, brevemente, guitarrista de la banda de Jorge Spiteri.

Uno nunca les cree a los brujos. No les cree, pero sale con la duda en los bolsillos. Cuando éste me dijo que Teresa y yo no aguantaríamos el cambio a otra ciudad, otro país, otro continente, no pensé que hablara de forma literal. Uno siempre espera que el presagio del adivinador permanezca dentro de un código etéreo que todo incauto puede decodificar según lo necesite. Pero lo que advirtió el Brujo Lázaro, entre bocanadas de tabaco, era la imagen nítida de un dardo venenoso que venía directo hacia nosotros.

—No podrán adaptarse a esa tensión.

Nunca me había dicho algo con tanta seguridad. Pero mi incredulidad seguía firme, y debió ser muy evidente porque Lázaro salió de su trance e insistió, viéndome fijamente a través del humo.

—Créeme —el tipo ni pestañaba—. No podrán. La corriente los va a separar.

La corriente. Otro viejo truco de Lázaro El Poeta, pensé. La corriente del río salvaje que es la vida. La que se hace turbulenta cuando se encuentran el río de nuestra cotidianidad con un mar de posibilidades. La corriente de aire en contra que es la inercia que nos lleva a todos a ser menos de lo que aspirábamos. O la del aire que esculpe al médano como todas las cosas inevitables que van tomando su lugar en nuestras existencias. La corriente de Lázaro, en aquel momento, podía ser exactamente cualquiera cosa.

Yo no advertí las señales. Ese día, cuando entré, Lázaro estaba encendiendo el tabaco, dándome la espalda, y me saludó sin comprobar que era yo como si tuviera ojos en la nuca. Siempre me distraía detallando aquella sala turbia de incienso, abarrotada de estatuillas, altares y velas, frascos de hierbas, aceites y collares, pócimas para preservar la salud, alcanzar la prosperidad, tener erecciones, abrazar la felicidad. Nada para la creatividad. Yo volví a preguntarle por ese brebaje soñado, pero nada.

—¿Otra vez tú con eso? —respondió Lázaro con cara de estreñido.

La tienda del brujo me quedaba entre la oficina y la estación de metro. Siempre la veía al pasar y nunca se me ocurrió tocar su timbre hasta el día del Gran Apagón, en el que la noche fue más noche que nunca. Entré allí para protegerme de los vándalos. Podía presentirlos salivando ante inocentes como yo en aquel frenesí de saqueos, desmanes y policías que huían. No acudí a Lázaro para saber qué me reservaba el destino, ¡qué va!, aunque tuve que recurrir a esa excusa. Él abrió la puerta lo suficiente para verme de arriba abajo y decirme la tarifa. Después de mi primera lectura del tabaco, que extendí todo lo que pude, le pagué, le confesé la verdad y le pedí que me diera refugio por un rato. Yo traía en el morral una botella de ron. Al verlo solo, le ofrecí un trago para conversar durante la oscurana. El gesto cautivó a Lázaro, quien resultó un tipo hospitalario y, además, divertido, al punto que nos emborrachamos y salí de su casa cuando ya era de día y las calles volvían a ser tan salvajes como siempre. Teresa, ingeniosa y por supuesto escéptica, entre carcajadas irónicas, me dijo: «Fuiste buscando la luz y encontraste la embriaguez». Yo le reí el chiste, pero comencé a visitar con frecuencia a este hombre pelón, de argolla grande en su oreja izquierda y chivita canosa, que vestía camisas africanas y jeans recortados, presumía de su ascendencia aristocrática antillana y nunca atinaba ninguno de sus vaticinios. Nunca pegó una, ni de cerca, hasta la tarde en la que decidí pasar a despedirme porque me iba del país.

A Lázaro, a pesar de la confianza, no le daba detalles. Me entretenía probar hasta dónde llegaba su errática clarividencia. Debí notar que esa tarde actuó distinto. No estaba relajado como de costumbre. Su voz no era la del sabio chamán que aconseja, sino la del tipo que viaja a un futuro catastrófico y vuelve horrorizado para alertar a todos. Desde la primera calada, arrugó la cara como quien huele cloaca. Entornando los ojos, estudiando las formas del humo, me preguntó si tenía un viaje planificado. Le dije que sí, pero los pormenores no se los di. No le dije que nos íbamos definitivamente. No le hablé de España. No le comenté que faltaba muy poco para el vuelo y que teníamos todo listo… o casi listo.

—No hagan ese viaje. Teresa y tú. No lo hagan.

—¿Por qué?

—No puedo ver lo que va a ocurrir claramente, pero…

¡Mentira! Sí podía verlo. Juraría que lo estaba presenciando como si la imagen se le proyectara en su pared desde un videobeam. Quizá eran muchos años de demagogia esotérica. Quizá él mismo había perdido la fe en sus propias facultades, de las que yo dudé todo el tiempo hasta lo que pasó en Madrid. Repasando el encuentro en mi memoria, o al menos en lo que creo haber registrado de ella, puedo asegurar que sus antenas estaban perfectamente calibradas. Yo no había dicho España y él ya había apuntado que el destino era un país que estaba lejos, muy lejos de casa. Yo no había dicho mudanza, y él hablaba de lo difícil que es dejarlo todo atrás y empezar de nuevo en otro lugar. Al principio, ni siquiera había dicho que Teresa iba conmigo, y el Brujo, increíblemente atinado, ya sabía que ella, mi novia que sí le había nombrado muchas veces, era parte del plan. A su modo, incluso, Lázaro se despidió de mí: esa vez, precisamente esa vez, me dio el primer abrazo; nosotros siempre intercambiábamos un hasta pronto casual de palma y puñito.

Lo que me había dejado el Brujo Lázaro era un traje hecho a mi medida que yo no era capaz de ver. Padecía la ceguera del escéptico. Después de tantas pifias, no podía concebir que, en nuestro último encuentro, Lázaro acertara por primera vez. No habló de obstáculos y nubes, de rencillas y amores, de mujeres jóvenes y viejas, o de almas puras y oscuras. No recurrió a los lugares comunes, las imágenes genéricas, las ansias de todo el mundo: amor-dinero-salud. Lo que me dijo no calzaba en cualquier situación.

—Teresa y tú… No. No lo veo. Si se suben a ese avión, ella irá por un camino y tú por otro.

Cuando bajábamos corriendo por la calle Atocha hacia la estación de trenes de Madrid, Teresa despelucada y yo ojeroso, me acordé de él, de su ceño fruncido detrás del humo, de la absoluta certeza sobre la que descansaban sus palabras.

—Coño de su madre a ese brujo —dije resoplando, padeciendo la resaca, tiritando por el invierno madrileño. Teresa adelante, arrastrando su maleta, sorda de los nervios y la rabia.

La noche antes del vuelo, una pareja de amigos nos organizó una fiesta de despedida. Teníamos casi un año haciendo trámites engorrosos, pagando plata bajo la mesa para aceitar procesos que deberían ser gratuitos y abrazando gente cercana con los ojos aguados. Habíamos embalado un par de cajas de objetos preciados y regalado un montón de cosas inútiles. Pepe, el tío español de Teresa, nos había prestado un piso privilegiado en el Barrio de las Letras mientras nos estabilizábamos. Y estabilizarnos dependía de un empleo que le habían ofrecido a ella, para el que debía viajar en tren a Barcelona la mañana siguiente a nuestro aterrizaje en Madrid. Estaba todo cronometrado. Cuidadosamente calculado. Sólo faltaba una cosa. No lo sabíamos entonces, pero una pieza minúscula, que bien podía pasarse por alto en cualquier otro contexto, podía quebrar el plan.

—No te olvides de la vaina— me dijo Teresa (siendo Teresa) por décima quinta vez.

—Tranqui. Descansa— le respondí, confiado.

Todo estuvo tranqui hasta que JJ sacó el tequila. El tequila fue la primera pieza de dominó que cayó y golpeo la siguiente y comenzó a derrumbar el mundo. Nuestro mundo. Un tequila que me bebí en Caracas hasta que se hizo de día y casi nos hace perder el avión a Madrid. Un tequila que todavía estaba saboreando, ya amargo y desagradable, mientras entrábamos corriendo a la estación de trenes conscientes de que era muy probable que Teresa perdiera el que la llevaría a Barcelona para asegurar nuestro futuro inmediato.

Todavía sigo empatando retazos de la fiesta. JJ tocando salsas eróticas en su guitarra. Yo haciendo un trencito bailable por la sala del apartamento con unas amigas de JJ. Andreína sirviéndome unos shots criminales de José Cuervo y yo, sabihondo, diciéndole que los mexicanos dicen que las mejores marcas de tequila son otras. Y lo próximo: yo vislumbrando el sol que se asomaba detrás del Ávila y sintiendo pánico. Un pánico, anestesiado por el licor, me hizo agarrar mi billetera y mi celular y salir disparado hacia el metro, que en mi experiencia de trasnochador sabía que ya estaría funcionando. A partir de esa escena, comienza la memoria a registrarlo todo. La gente recién bañada camino a sus trabajos. Tipos con pinta de cajeros de banco, obreros, maestras, estudiantes, casi todos bostezando, ojeando prensa, metidos en las burbujas de sus audífonos. Yo sosteniéndome de los parales, tratando de verme en el reflejo de las ventanas del vagón, aguantando las ganas de orinar. La cara de hartazgo de Teresa cuando me vio llegando; sentada en la sala, rodeada de maletas, con una expresión que, ahora que lo pienso, se había hecho habitual desde que decidimos emigrar. Otra señal que debí advertir.

—¿Me da tiempo de una ducha? —debo haber balbuceado.

—Ni de vaina —se tomó el último sorbo de su café Teresa—. Dejaste los adaptadores, ¿verdad?

Teresa tenía su adaptador de corriente universal. Yo tenía el mío. Desde unas vacaciones en París, los compramos y los conservamos. Luego, se los prestamos a Andreína y JJ. Ellos regresaron de su viaje y no nos los regresaron nunca. Cuando nos invitaron esa noche a su apartamento, teníamos esa misión paralela en mente. Pero a Teresa, de tanto papeleo y diligencia —ella hizo casi todo—, le dio una jaqueca y se quedó en casa revisando los detalles del vuelo, del viaje de tren, de su entrevista de trabajo, de todo.

Yo llegué muy contento a la casa de Andreína y JJ, me bebí tres cervezas y, justo cuando iba a pedirles los adaptadores, gritaron: «¡Ronda de tequila!» Me bebí uno, dos, tres… y no sé cuántos más. Sí recuerdo cuando dije: «Pongan un merenguito ¡A la mierda los adaptadores!». Nadie entendió.  

Cuando me acomodé en mi asiento 36B, mi teléfono estaba a punto de apagarse. Tecleé: Mamá, ya en el avión. Les escribo desde Madrid. Bendición. Los q… El móvil se murió. Teresa ya había envuelto su cuello en un cojín, recostada junto a la ventana, con la mirada perdida en el asfalto de la pista. Estuve a punto de pedirle prestado el suyo, pero temí que me escupiera.

Llegamos tarde a Madrid. Una noche lluviosa. Yo a punta de Gatorade. Teresa, callada. Un silencio aterrador contrastaba con la emoción que siempre me produce la llegada a cualquier ciudad, sobre todo a una como Madrid. Rodamos las maletas por calles rústicas con nombres de poetas buscando la dirección y subimos al apartamento. Teresa cerró. Apenas sonó el portazo pesado, me vio a los ojos por primera vez desde que salimos de Caracas:

—No tenemos cómo cargar los teléfonos.

—No importa. Mañana resolvemos —dije. Del cansancio, la veía borrosa. Me costaba enfocar.

—¿Y cómo nos levantamos mañana? No tenemos despertador y el tren sale muy temprano.

Quizá todavía seguía borracho y contaba con la valentía artificial que viene con el licor. Quizá rasguñé algo de optimismo de la sensación dulce del nuevo comienzo. O a lo mejor tomé prestada la actitud de los que vi en la ruta, a través de las vidrieras de los bares, bebiéndose riojas y riveras entre carcajadas despreocupadas de primer mundo. Lo cierto es que puse cara de candidato el último día de campaña electoral.

—Relájate. Yo me levanto temprano.

No pudo sonar más falso. Lo más sorprendente es que Teresa me creyó. O sería que estaba demasiado agotada para desconfiar. El creyente, a veces, es simplemente acomodaticio. La incredulidad requiere de esfuerzo.

Lo siguiente fue despertar, ver la hora en un viejo reloj de aguja, correr y sudar frío. Barcelona Sans saliendo. Veíamos el destino titilando en las pantallas digitales. Nada que hacer. Cuando llegamos al andén, vimos al tren por la cola alejándose entre guayas y rieles.

—Todo esto es culpa tuya. Nos jodimos —sentenció Teresa.

Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que ella se llevó todo su equipaje a la estación. Se suponía que el viaje a Barcelona era ida por vuelta. Bastaba con un bolso de mano. También me percaté de su tono sereno y desconcertante. Unos gritos hubiesen estado bien. Sin yo preguntarle nada, mientras la escoltaba a la taquilla a buscar un boleto nuevo, se detuvo y me lo soltó:

—Me voy. Se acabó. No hagamos un show, ¿sí?

—¿Cómo? —yo boquiabierto.

—Sencillito. Que ya no quiero estar contigo —Teresa estaba tranquila. Liviana—. Me voy a Barcelona a casa de mi amiga Adriana. Tú ve a ver qué carajo haces. Si quieres, quédate el fin de semana en el apartamento del tío Pepe. Pero vete el lunes, porfa, y deja la llave con el vecino.

Teresa suspiró, susurró adiós y lo subrayó con un beso en la mejilla.

De vuelta al apartamento, por la misma calle que bajamos, repasé la cadena de infortunios que me llevaron a subir por esa cuesta entre borrachos amanecidos y trabajadores tempraneros. Teresa, en un tren de alta velocidad, alejándose de mí. Yo solo, más solo que nadie en una ciudad que no es la mía, sobándome ese beso y ese adiós que me dolieron más que el un-dos de un boxeador. Saqué el celular; descargado, era tan útil como una servilleta usada. Levanté la vista y vi a un hombre abriendo su quincalla. Desde la vidriera se veían los cilindros: 110 v- 220 v. Saboreé lo que me quedaba del tequila rancio en la lengua y me pregunté en voz alta: ¿Qué estará haciendo a esta hora el Brujo Lázaro?

***

Lea las entradas anteriores de esta serie:

Domingos de ficción: Bob lo sabe; por Alex Vásquez Santander

Domingos de ficción: Una mala velada; por Cristina Raffalli


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