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Con esta serie Prodavinci festeja las ocho décadas de vida de Victoria de Stefano –y más de cincuenta de escritura creativa– y se une a la celebración permanente de su universo narrativo: obra singular en el contexto de la literatura venezolana y de amplios alcances en otras regiones de la lengua.
El título de esta entrevista puede confundirse perfectamente con un déjà vu. El gran escritor cubano, Reinaldo Arenas, escribió un libro de memorias, titulado Antes que anochezca y un demócrata a cabalidad, luego de pasar 20 años en las cárceles de Fidel Castro, Huber Matos, escribió otro libro de memorias titulado Cómo llegó la noche. Los venezolanos hemos vivido la experiencia del horror cubano de una forma tangencial. Quizás por eso, Victoria de Stefano, gran escritora y lectora contumaz, enuncia estas palabras como una advertencia: “A veces siento que llegó la noche”. Una campanada sobre lo que estamos viviendo.
Su diario, escrito entre 1988 y 1989, titulado Insubordinación de los márgenes, que publicó recientemente el sello El Estilete, traza un fresco, una composición pictórica, que refiere a una energía intensa que nos expone de cuerpo entero, en un ejercicio literario compasivo, incluso tierno, que, sin embargo, no deja un solo resquicio que pueda dar pie a la autocompasión o a pontificar sobre lo que hemos hecho o dejamos de hacer. No ha sido suficiente, porque nos ha faltado impulsar la creación de ciudadanía, nos ha faltado un compromiso real y efectivo, que desembarque en la modernidad.
Me gustaría empezar por su método de trabajo. Escribe en su diario: «caminar me calma, pero también despierta mis sentidos, mi imaginación, voy armando historias como los poetas». ¿La trama de sus novelas va al ritmo de sus pasos? ¿En dónde caminaba? ¿Puede recordar algunas de las historias que luego haya incorporado a sus escritos, a sus novelas?
Sí, en el parque del Este, en el Ávila y en mi zona, en Sebucán (en lo que antes era el psiquiátrico). Las Historias de la marcha a pie, por ejemplo, parte de un verso del poeta ecuatoriano César Dávila Andrade, que me citaba Juan Sánchez Peláez. “El destino es algo que hay que recorrer todo a pie”. Dávila Andrade, que vivió exiliado en Venezuela, fue publicado por la Biblioteca Ayacucho. Busqué ese verso, pero no lo encontré. No importa, para mí es importante eso que él dice. El destino hay que recorrerlo todo a pie. También está un poema de la autora rusa, Marina Tsvietáieva. Ella tiene un poema, cuyo título es Oda de la marcha a pie. Ambos versos, digamos, tienen el mismo sentido. En mi novela aparecen muchos personajes que forman parte de mis caminatas o de las conversaciones con mis amigos, que caminan conmigo, que son Miguel Arroyo y Gerd Leufert. Fueron más de 14 años caminando todos los viernes. Ahora leo esto y me produce un dolor infinito, porque prácticamente he dejado de caminar. En Lluvia también aparecen todos esos indigentes de la zona que llegué a conocer, incluso llegué a tener algún trato de conversación con ellos. Lluvia termina en un encuentro con uno de esos indigentes y para no mirarlo, porque no quiero que se sienta observado, miro al Ávila. Esa es la mirada comunitaria ¿no? Ahora, cuando todos los seres humanos se despiertan tratan de mirar al Ávila para no ver el horror.
Tal vez el método de construir una trama al ritmo de tus pasos fue sustituido por otro, cuyo resultado es similar. O, quizás, ese método ha trascendido. En todo caso, ¿cómo te conectas ahora con tus inquietudes, con tu búsqueda como escritora?
Es una pregunta difícil. En este momento hay en mí un cierto decaimiento. Esa energía mental, intelectual, esa energía literaria, de crear tramas, de ver personas, de crear historias, de ver en Lluvia la luz de un apartamento encendida a las tres de la mañana. ¿Quién vivirá ahí? ¿Qué estará haciendo? ¿Qué estará soñando? Una vez que oigo una música que viene del edificio que está abajo, que es la Marcha Fúnebre de Chopin, la oigo y la oigo durante todo el día, ¿pero qué es esto?, me pregunto yo y a los pocos días me entero que es un médico, un psiquiatra, que se ha suicidado, que ha puesto el disco, que continuamente se está oyendo. Yo siento que esa energía que me conectaba con la gente, con mi zona, con mis árboles, sigue estando allí, pero como añoranza, como nostalgia. ¿Con qué la sustituyo? Tratando de estar todo el día leyendo, escribiendo. De vez en cuando me echo en la cama y pienso. Yo tengo 76 años. La edad se vuelve también un ejercicio memorístico. Cuando uno mira al pasado o mira al futuro con horror porque las circunstancias son difíciles, a veces se agolpan los recuerdos.
Hay un pasaje del libro que a mí me recordó el miedo a la página en blanco que tienen todos los escritores. Dices que “el pudor más que la vergüenza te violenta y te paraliza en la capacidad de alcanzar ‘un estado especial’ (el subrayado es de la autora) a través del cual el escritor se desprende de sí mismo, en esa aptitud para desvariar y potenciarse ideal e intuitivamente por encima de las estrecheces de su ser privado”. ¿Qué raro encuentro con ese personaje esquivo y misterioso que es la musa, no? No es un momento de ensueño, sino una situación límite. Nada que ver con el instante idílico, que podría atribuirse a un ensueño de la mitología.
Yo no he tenido demasiado el trauma de la página en blanco. Claro, cuando tú escribes tu primera novela, eres todavía un diletante. No eres un escritor, estás ejerciendo el oficio para ver si logras algo. Ahí sí hay angustia, ansiedad, preocupación, lapsos en blanco, incluso, un tipo de penitencia. Yo no pienso en términos de musa. Desde el renacimiento, desde la modernidad, la musa ha entrado a formar parte de otras categorías mitológicas, pero quiero reiterar algo que ya dije, yo lo que busco es la energía psíquica para entrar dentro de mí y para salir. Estar arriba, donde trabajo y escribo y estar abajo, donde está la cotidianidad, la cocina, el jardinero. Siento que esos estados que uno busca solo se logran cuando escribes… una coma, qué verbo, qué preposiciones, pero hay un momento en que la energía te supera, que ya no eres tú, que es un universo que forma parte de tu mundo onírico, de tu mundo no consciente, del mundo que te intercepta contigo, es decir, con tu yo, que no es un yo racional. Ese mundo es el lugar de la creación, un mundo que es más grande que tú y que puedes ver cuando lees tus cosas. ¿Esto lo escribí yo?
Mientras releías unas páginas te asalta un violento escalofrío, terminas en cama, abatida por una fiebre.
Sí, fue una gripe muy fuerte.
¿Una gripe o un apagón de esa energía creativa de la que hablas?
Probablemente, las dos cosas. Yo recuerdo muy bien ese episodio. Es decir, mi página en blanco es ese apagón, porque fue una gripe muy fuerte, una fiebre muy alta y un dolor de cabeza que, antes de irse, duró casi tres semanas. Pero esas enfermedades te ayudan. Es decir, un escritor cuando escribe tiene que entrar dentro de sí mismo, esa es la edad adulta. La puedes tener a los 30, a los 40, a los 50. Yo creo que ese diario me ayudó a entrar dentro de mí. Tan es así que las dos novelas que vienen después (El lugar del escritor y Lluvia) tienen (entre los personajes) a dos diaristas. Vuelvo al tema inicial: Joven, uno tiene una voluntad, una pasión, pero para madurar como escritor hay que ir adentro, hay que buscar sus emociones.
De ahí el miedo, de ahí el pudor, ¿Verdad?
Exactamente.
La visión cotidiana que tenemos del pudor es despojarse de la vestimenta. Pero un escritor se tiene que despojar de muchas cosas. ¿De qué cosas se despojó Victoria de Stefano? ¿Cuáles fueron las que resultaron más difíciles?
En mi diario, en mis novelas, las relaciones interpersonales son relaciones de amistad. Ahí me siento cómoda, me siento feliz. Mi encuentro con Guillent Pérez en la universidad, yo tenía 18 años y él tenía 30, estudiamos y leímos juntos. La amistad con Juan (Sánchez Peláez) fue muy importante. Yo siento que cuando tú escribes tienes dolores, sufrimientos muy grandes. ¿Tú dices, por ejemplo, que te educaste en la universidad de la vida? Todos nos educamos en la universidad de la vida, porque la vida no se la ahorra nadie. Unos aprenden, otros no. Sí, las pérdidas, las pérdidas afectivas, la muerte de mi madre, de mis hermanos (en el terremoto de Caracas de 1967), el matrimonio, la separación, las decepciones amorosas, yo las trato de una manera sesgada, para eso existen las formas literarias. Por ejemplo, yo no tenía la más mínima idea de que ese gran escritor que es Coetzee perdió un hijo que tenía 23 años. Se cayó de un balcón. Ni una palabra. Parece que fue un accidente. Y la esposa murió de cáncer. En las entrevistas que le hacen, Coetzee impide que le pregunten sobre eso. Pero eso debe estar ahí, en sus libros, ¿no? Por ejemplo, en El maestro de San Petersburgo.
Creo que hay una diferencia entre este diario y tus novelas. La posición del narrador. En tus novelas, el narrador conduce, lleva la dirección de la trama, va pendiente del camino. En el diario, creo que va en el asiento del copiloto o incluso en el asiento de atrás, disfrutando del paisaje, hablando de esa travesía, de esa búsqueda interior, como lector lo siento más cercano. Diría que tus novelas exigen una lectura mucho más exigente ¿Qué piensas de esa impresión?
Es una buena impresión. Es decir, por eso es que yo digo que me siento acosada por tantas exigencias, por tantas obligaciones —además de los hijos, la cotidianidad, las clases a más de 60 alumnos en la UCV— entonces me quito la camisa de fuerza, porque una novela puede ser una camisa de fuerza, desde el punto de vista de la estructura, de la trama, de las innovaciones que pretendes hacer, por eso me sentía cómoda escribiendo este diario, tan cómoda que en dos novelas posteriores, hay personajes que escriben sus diarios, entre aquel narrador que conduce el automóvil y aquel narrador que va en el asiento de atrás, disfrutando del paisaje. Lo más difícil en la literatura, sobre todo cuando escribes novelas, es tomar la decisión del narrador. ¿Es en primera o en tercera persona? ¿Va a ser mujer o va a ser hombre? A veces me siento cómoda con la tercera persona, a veces con la primera, pero esa primera persona no necesariamente soy yo. Es la voz, para escribir hay que tomar muchísimas decisiones.
Quiero hablar del año 1988. El año del desmadre (el Caracazo) y de los cambios radicales a escala planetaria: la caída del muro de Berlín, la masacre de estudiantes de Tiananmen. Los fusilamientos en Cuba. Para ti comienza con un robo en tu casa. Se llevan una pluma Parker, que era de tu padre, una tetera de tu abuela y la máquina de escribir. Dices en el diario «me sentí terriblemente desdichada, expuesta, inerme». Una señal de que «no estaba para mí poseer bienes o apegarme a nada».
Pero me viene también de otra cosa. Mi mamá muere en Mansión Charaima (terremoto de Caracas, 1967) con mis dos hermanos. Tuve la misma sensación. Yo había dejado una ropa en ese apartamento y mi mamá tenía una sortija, un brillante, creo, que no sé qué se hizo. Pensando en mi mamá, que era una mujer que se esforzaba tanto, por sus hijos, por su casa, por tener sus cosas bien, y vienen aquellas toneladas de escombros y queda ella abajo. 17 días tardaron en encontrar a mi mamá y a mis hermanos, unos en peor estado que otros. Yo no los vi, los vio mi cuñado que era médico. Mi hermana pequeña, Flavia, de 11 años, estaba abajo, viendo una película, un señor mayor, que le tenía mucho cariño, le dijo vamos a ponernos en la primera fila como los niños, la masa cayó, atrás todos murieron pero las dos o tres primeras filas sobrevivieron. Ese desapego tiene una historia.
El desapego lo estamos viviendo hoy. El despojo, la imposición, la arbitrariedad, todo eso lo hemos vivido de forma continua en estos 18 años, tanto en la vida colectiva como en la vida privada. Vivimos aturdidos. ¿Esa es la sensación, no?
Así es. Es algo para lo que no tenemos respuesta. No hay respuesta, aparte de los intentos que hace cada uno. Déjame sentarme a escribir y olvidarme de todos estos problemas. A veces siento que llegó la noche. Terminó el día, vamos a dormir que mañana es otro día, aunque ese día de mañana puede ser peor que el de ayer. Yo nunca creí, ingenuamente, que íbamos a llegar tan lejos. Cuando esto empezó, varios de mis amigos leían la prensa, estaban pendientes ¡Pero no hagan eso!, les decía yo, ahora comprendo lo que estaban pasando. Pensaban en sus hijos, pensaban en sus vidas. Algunos no estaban tan jóvenes, pero tampoco tan viejos.
Muere el dictador de Paraguay, Alfredo Stroessner, y tú recuerdas el viaje que hizo al Chaco Bernhard Foster, el cuñado de Nietzsche, con la intención de fundar una colonia aria incontaminada. Un experimento que terminó en fracaso. A mí me recordó la película Los niños de Brasil. Escribes en tu diario: «De la utopía a los crímenes de la opresión y el terror hay solo un paso. En nombre de la certeza absoluta de hacen las guerras y las revoluciones. Por esta fe se mata y se envía a la muerte». ¿El destino de la utopía es el fracaso?
Es el horror. Ya sabemos, Hitler, Stalin, Mao.
El compañero Castro.
Sí, al que tuvimos más cerca todavía. ¡Y cuántos dictadores más! A Castro lo tuvimos más cerca y lo vimos menos, fuimos más ciegos. De alguna manera, quizás tangencialmente, vivimos la utopía cubana y fuimos absolutamente complacientes. Hay que ver. 1971, el caso Padilla. Es como para poner los pelos de punta. Un hombre destruido por el aparato policial. Y que lo obligan a hacer una autocrítica y una delación. Después se va y muere al poco tiempo de un infarto. Fue humillado, fue censurado, fue golpeado. Muchos intelectuales tomaron posición frente a eso, unos de forma más abierta y otros se apartaron un poco. Se crearon los UMAP (campos de concentración de homosexuales). Se criminalizó la pobreza, la marginalidad. En 1980 se nos olvidó aquel horror que fue El Mariel. ¿Y que nosotros todavía no tuviéramos consciencia? ¿En qué año muere el Che Guevara tratando de llevar una guerrilla a Bolivia? 1967.
Por inconscientes nos merecemos esto entonces.
… Y al mismo tiempo qué fácil es caer en la inconsciencia. La idea de que a nosotros no nos va a suceder esto. Todavía la gente hablaba de los logros en educación, la medicina y el deporte y la gente moría por avitaminosis.
En marzo del 89, después de ver a Fidel Castro en televisión, citas a Juan Sánchez Peláez: «¡Dios cómo se debe aburrir ese hombre en esa isla de puertas cerradas!», luego escribes: «pues sí, Juan detectó cuánto pesaba sobre él la mortífera morosidad del tiempo y la ‘maldita circunstancia’ de ser el soberano de una isla antillana haciendo agua por todas partes».
Sí, acuérdate que eso tiene que ver con el libro de Virgilio Piñera, La isla en peso, la maldita circunstancia de estar rodeada de agua por todas partes, la insularidad. Juan lo vio, primero, porque estuvo en Francia y tuvo muchos amigos exiliados cubanos y uno de sus mejores amigos, que vivió en Venezuela, fue Lorenzo García Vega, que era cercano o del grupo Origen.
Ese libro está mencionado en Mea Cuba de Cabrera Infante, como una visión del lado oscuro, digamos, de la sociedad cubana, de lo que podía haber en Cuba.
De todo lo que ellos exaltaron como grandeza, su insularidad, el mar, este Caribe que es casi como un Mediterráneo y que el grupo Origen también exaltó. Pero Piñera se coloca del otro lado, tiene una mirada distinta. Juan (Sánchez Peláez) tiene otra mirada, porque él conocía a muchos de esa generación y sabía de su sufrimiento, del horror, de aquel hombre que hablaba así (Victoria de Stefano señala con el índice por encima de su cabeza) ¿Quién era ese hombre que también menciona Cabrera Infante? Fidel Castro.
En la madrugada del 2 de marzo de 1989, te asalta esta visión que es casi como una epifanía. «Me despierto. Bajo a tomar agua. Salgo al patio a contemplar la luz de la luna. Las gotas titilantes del rocío sobre la albahaca, ni un ruido, ni un soplo, todo tan tranquilo que me hace dudar del ambiente de guerra de estos días». Eso se acabó, ¿no? Es decir, no hay lugar para las dudas.
¿Tú crees que yo salgo, como lo hacía antes, a ver las estrellas? ¿Tú crees que yo salgo a la calle a ver la luna? Ahora, solo tienes que abrir los ojos para que te asalte esta realidad.
Podríamos parafrasear al personaje de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral y arriesgar un cálculo. ¿En 1989 fue que se jodió Venezuela, no? ¿Qué opinas tú?
Estoy de acuerdo. Sí… ahora, ¿el Caracazo fue tan espontáneo como uno cree? ¿O tú piensas que hubo otros elementos no tan azarosos? ¿Qué piensas? ¿No lo sabemos?
Si no lo sabemos a estas alturas, tendríamos que decir que es otro acto de inconsciencia.
Un amigo mío buscó en los periódicos de esa época y tiene la impresión de que junto al azar hubo otras cosas.
Acuérdate, Victoria, que la izquierda derrotada de los 60 se instaló en las zonas populares, haciendo lo que ellos llamaban «trabajo de barrio». Luego escribes, a propósito de la muerte de Guillent Pérez, un perfil literario maravilloso. Un hombre que se preocupó por la venezolanidad, por la suerte de nuestra cultura. Pero en el ocaso de su vida, el está desprendido de todo esos temas.
El está enfermo del corazón, el médico dice que hay que operarlo y él se niega. Inicialmente, Guillent Pérez fue existencialista, muy cercano a Sartre y a Heidegger. Tan es así que nosotros leímos (en la Universidad) El ser y su tiempo, de Heidegger, El ser y la nada, de Sartre y leíamos otras cosas, leíamos a Albert Camus, nosotros no estudiábamos las materias, era como una formación, leíamos las tragedias griegas, leíamos la metafísica. ¿Qué me quedó de eso? No me lo preguntes. De eso me quedó una relación con una persona. Yo vengo de un colegio de señoritas, llego a la universidad, ninguno de mis compañeros me dirige la palabra, porque creen que fui a buscar marido, pero yo fui una de las mejores alumnas de esa profesión. Guillent Pérez, inmediatamente, se me acerca y me dice, yo quiero estudiar contigo, estudiamos, leímos, pero él tenía un lado esotérico y posteriormente se hizo prosélito de (Jiddu) Krishnamurti, buscando un mundo más natural con los peregrinos de San Antonio de los Altos. Era sabio a su manera y había sido cercano a Acción Democrática.
Del viejo hipódromo de El Paraíso viene esa peña donde participaban Guillent Pérez, López Pedraza, José Luis Vethencourt y Rafael Cadenas. Todos esos hombres estaban muy comprometidos con el tema del país.
Muchos de los artículos de Vethencourt se publicaron en SIC, la revista del Centro Gumilla. El toca el tema de la ciudad urbana y los barrios. Dice que para que haya solidaridad, la gente se tiene que conocer, tiene que mirarse y que esta ciudad no ayuda en ese sentido. El Metro, quizás ayuda a ese encuentro, pero sigue igual.
Tanto López Pedraza como Vethencourt habían estudiado la psiques colectiva del venezolano. El problema de la familia popular y la presencia preponderante de la figura de la madre. Ahí está el núcleo de lo que luego fue el problema de la violencia y todo el drama social que estamos viviendo.
Sí, es correcto lo que dices. Ellos no estaban en esas tertulias, simplemente para un placer espiritual o un encuentro de los amigos. Venezuela era una gran preocupación. Eso se sentía en muchas personas. En Miguel Arroyo, por ejemplo, profesor del Liceo Aplicación y amigo de muchos artistas plásticos, que me decía que en su juventud, cada metro cúbico de concreto armado le parecía un avance de la modernidad. Y su tono de voz era como diciendo. ¡Qué equivocado estábamos! Porque la modernidad no es solo un asunto material, básicamente es la creación de ciudadanía.
Que se hizo poco o se hizo mal
O no se hizo o no se pudo.
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Esta entrevista fue publicada por primera vez en Prodavinci el 22 de enero de 2017.
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Lea los textos de la serie:
- Victoria o el esplendor de la madurez creativa; por Ednodio Quintero.
- Victoria me acerca a un rostro; por Rodolfo Izaguirre.
- Primer capítulo de “Vamos, Venimos”, la más reciente novela de Victoria de Stefano.
- Mi novela favorita de Victoria de Stefano; por Oscar Marcano.
- Aprender a caminar de nuevo; por Rodrigo Blanco Calderón.
- Victoria de Stefano: Claro-que-sí; por Carolina Lozada.
- Para Victoria de Stefano; por Krina Ber.
- La utopía literaria de Victoria de Stefano; por Luis Moreno Villamediana.
- La niña Victoria; por Antonio López Ortega.
- Simplemente, Victoria; por Hugo Prieto
- Victoria de Stefano: “En una novela tiene que haber verdad y belleza”; por Hugo Prieto.
Hugo Prieto
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