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Con esta serie Prodavinci festeja las ocho décadas de vida de Victoria de Stefano –y más de cincuenta de escritura creativa– y se une a la celebración permanente de su universo narrativo: obra singular en el contexto de la literatura venezolana y de amplios alcances en otras regiones de la lengua.
Cuando pienso en Victoria de Stefano, en la circunstancia venturosa para Venezuela de que ella y su familia partieran de Italia en los años cuarenta del siglo pasado y hubieran recalado en nuestras costas, me digo que algo como país tuvimos que hacer bien. En estos tiempos de destrucción minuciosa, la memoria se aferra a cosas que te dicen que antes has estado mejor y que en un futuro lo volverás a estar.
Victoria llegó de muy niña y en Venezuela vivió la mayor parte de su vida. Y allí sigue, diamante cumplido que persiste entre las calles empinadas y tramadas de árboles de Sebucán, en Caracas. Una vez tuve la oportunidad de visitarla en su casa y recuerdo que de inmediato me sentí envuelto en la lluvia seca de sus palabras amables, comedidas, sabias y divertidas. Yo era uno más de esos personajes un tanto inoportunos que, como sucede en sus novelas, viene a interrumpir la escritura. Escritura que al retomarse incorpora la pausa, la interrupción, el desarreglo y se extravía, gustosa de alejarse del hollado camino real por el que suele andar la novela.
Para los lectores de mi generación, Victoria aparece como una revelación sutil en medio del impacto literario y mediático que fue el otorgamiento del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a Los detectives salvajes (1998), del gran Roberto Bolaño, en el año 1999. Su obra Historias de la marcha a pie (1997) estuvo entre las finalistas y nos brindó la ocasión de prestar atención a lo esencial y darnos cuenta de una vez por todas de la gran escritora que allí teníamos (y tenemos, consignando palabras, susurrando).
En una entrañable entrevista que le hace Hugo Prieto, Victoria aclara que ella, en términos literarios, no es grande: «solo soy alta». No es cierto. Es alta y es grande, pero ha sabido andar de forma oblicua por su propia historia y la del país como quien no quiere ocupar demasiado espacio. Y sin embargo, la vida la ha colocado en prácticamente todos los hitos que marcaron el surgimiento, el desarrollo y el deterioro de la democracia en Venezuela. Fue inmigrante en los años cuarenta. En los años sesenta, al ser la esposa de Pedro Duno, con quien tuvo sus dos hijos, vivió la existencia precaria, azarosa e itinerante de los exiliados políticos. A finales de esa década, su familia sufrió en carne propia la devastación que dejó el terremoto de Caracas de 1967. Ha enfrentado períodos de depresión. Ha dejado anotaciones certeras en sus Diarios sobre los sucesos del Caracazo. Ha lidiado con la enfermedad crítica de uno de sus hijos. Ha resistido, finalmente, los años de asedio del chavismo. Y todo esto sin la más mínima jactancia quejumbrosa. Tampoco con un falso estoicismo que niega el buril de la experiencia sino amparándose en ese término medio tan suyo, que es la temperancia de una mujer lúcida, fuerte y sobre todas las cosas compasiva. Porque cuando pienso en Victoria, debo confesarlo con cierto rubor, pienso en un ángel. No en la figura etérea con mirada de esfinge de algún retablo piadoso. Ni en la encarnación de lo terrible, según Rilke. Pienso en un modo de ser que busca la transparencia pero que no reniega del estigma. Pienso en esas formas que adopta el aire cuando modifica por un segundo la copa de los árboles. Pienso en cosas que son muy difíciles de transmitir con palabras que no sean las de la propia Victoria. Y quizás por eso disfruto tanto leyendo sus libros y reconozco en seguida ese ritmo que en sus pulmones adquiere el lenguaje. Sí. Victoria de Stefano es uno de esos ángeles que, como Rafael Cadenas o Hanni Ossott o Elisa Lerner, te enseñan a respirar de manera distinta.
Ahora una anécdota para terminar esta breve evocación de Victoria de Stefano.
Cuando yo era profesor en la escuela de Letras de la UCV, di un seminario que titulé como una de las mejores novelas de Victoria: El lugar del escritor (1992). El curso proponía una clasificación un poco arbitraria para tratar de entender cómo los propios escritores le asignaban un lugar a su oficio dentro de la sociedad. Hacia el final del semestre, invité a Victoria para que conversara con los alumnos, quienes habían leído su novela. Fue una tarde maravillosa. A la salida, caminando por el pasillo de techos ondulados que bordea la Tierra de Nadie, Victoria recordó momentos de su época cuando era profesora en la escuela de Artes. O puede que fuera en la Escuela de Filosofía. Y me contó la historia de un extraño alumno que tuvo una vez, muy inteligente aunque inconstante y con quien ella, por alguna extraña razón, estableció una especie de tácita afinidad. Hasta el punto de permitirle (pues se trataba de un hombre adulto) leer el manuscrito de una novela que acababa de terminar: Cabo de vida (1993). El estudiante leyó la novela y tuvo el atrevimiento de señalarle que algo fallaba. Ya no recuerdo qué exactamente. Ni siquiera sé si Victoria llegó a precisarlo esa tarde noche. Lo cierto es que Victoria releyó el manuscrito y, en efecto, se dio cuenta de que lo señalado por el misterioso estudiante, quien además solía ir a clases (cuando iba) vestido de traje y corbata y hasta engominado, era cierto. Entonces, Victoria reescribió la novela hasta encontrar el tono y el final correctos.
El alumno, entre sus idas y vueltas, fue desapareciendo. Victoria no volvió a saber de él hasta que un día se enteró de que ese estudiante había caído preso, pues resultó ser el líder de una banda que se dedicaba a robar bancos y joyerías.
Esa es la historia. Por supuesto, esta es mi versión distorsionada y apócrifa. Agravada, además, por el hecho de que la utilicé en un cuento que escribí en los meses previos a mi partida de Venezuela.
Creo que la anécdota sirve, no obstante, para transmitir eso que es Victoria de Stefano para nosotros: una joya guardada en un estuche traicionero, un ángel amenazado por los furores cambiantes de varias épocas que ella ha sabido domesticar en sus libros. Nuestro deber es leerla, protegerla y encomendarnos a sus silencios y a sus imágenes. Es una manera de ser buenos con nosotros mismos. En los años venideros, cuando nos toque aprender a caminar de nuevo, nos será de gran ayuda para medir y sentir el milagro de cada uno de nuestros pasos.
***
Lea los textos de la serie:
- Victoria o el esplendor de la madurez creativa; por Ednodio Quintero.
- Victoria me acerca a un rostro; por Rodolfo Izaguirre.
- Victoria de Stefano: “A veces siento que llegó la noche”; por Hugo Prieto.
- Primer capítulo de “Vamos, Venimos”, la más reciente novela de Victoria de Stefano.
- Mi novela favorita de Victoria de Stefano; por Oscar Marcano.
- Victoria de Stefano: Claro-que-sí; por Carolina Lozada.
- Para Victoria de Stefano; por Krina Ber.
- La utopía literaria de Victoria de Stefano; por Luis Moreno Villamediana.
- La niña Victoria; por Antonio López Ortega.
- Simplemente, Victoria; por Hugo Prieto
- Victoria de Stefano: “En una novela tiene que haber verdad y belleza”; por Hugo Prieto.
Rodrigo Blanco Calderón
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