#VICTORIA80AÑOSPerspectivas

Mi novela favorita de Victoria de Stefano

20/06/2020

Con esta serie Prodavinci festeja las ocho décadas de vida de Victoria de Stefano –y más de cincuenta de escritura creativa–  y se une a la celebración permanente de su universo narrativo: obra singular en el contexto de la literatura venezolana y de amplios alcances en otras regiones de la lengua.

Victoria de Stefano retratada por Vasco Szinetar.

Decimos lluvia, y lo primero que desciende es el relato de Somerset Maugham que transcurre en Samoa y da cuenta de un aislamiento y de las deshonras de la fe. Paladeamos el vocablo y evocamos el alegórico cuento de Uslar Pietri, que refiere los estragos de una sequía.

Aislamiento o sequía, la lluvia es el detonante en la novela homónima de nuestra Victoria de Stefano, la cual seguirá dando de qué hablar tanto por su delicadeza e introspección, como por su arrojo y honestidad al abordar y hacerse parte de una clara voluntad postmimética, en un universo narrativo donde priva el carácter realista de la novela. «El realismo está sólo en el artificio de hacerte palpar de cerca», nos dice Victoria.

Lluvia (Candaya, 2006) estremece por su particular belleza. Escrita desde el estuario de la soledad, refiere el conmovedor testimonio de una dama depositaria de un suculento mundo interior, que vive confinada a sus nanoestructuras vitales y que trashuma el desencanto de quien hubiese preferido otra vida. Pero su discreción y estoicismo no le permiten expresar tales apremios. Y es esa pugna solapada entre la elegancia del personaje y su tenue desencanto, la simiente de una tensión que, aunque parca, se mantiene constante en el corpus de la obra.

El nombre de la dama es Clarice y vale decir que es escritora. Sus referentes: la narradora ucraniana Clarice Lispector y Clarissa Dalloway, el notable personaje de Virginia Woolf. Clarice recibe noticias del mundo (o de su alteridad) a instancias de José, el jardinero, quien en la primera parte de la novela se refugia de un aguacero en su casa y, en escrupulosos diálogos, le revela su camino de Damasco: la remisión del alcoholismo y el legado de la jardinería que le hiciese su benefactor, un viejo suizo que agoniza en la montaña.

Como Elizabeth Costello en Hombre lento, de Coetzee, José irrumpe en la atmósfera onírica de Clarice «como ese rayo de sol lleno de polvo que en la habitación oscura mira con un ojo vacío».

La segunda parte corresponde a un diario. Y cuando nos adentramos en él, encontramos refugio en el matraz de Nicolás Flamel, en los mecheros de Miguel Servet, en las formulaciones de Paracelso, porque nacer a sus páginas –fechadas o no– implica trasegar el mecanismo, el sistema de pesas y medidas, la alquimia de la escritura, que constituye uno de los puntales en la obra de Victoria de Stefano.

La primera porción es o simula ser la realidad. Y se supone que el diario contempla lo que Clarice apunta en función de un texto en proceso. Determinados guiños confiesan que algo se está escribiendo, y el lector conjetura que es una novela. Pero la novela no está. Para el lector apresurado podría lucir forzada esta juntura de narración y diario. Podría incluso juzgarla como una estructura voluble o caprichosa. Sin embargo, tal articulación conforma un continuum en el cual la autora, con ética inflexible, desoye los patrones de un gallinero que suele demandar facilidad, entretenimiento, rapidez. Es entonces cuando Victoria es Victoria y nos da una majestuosa lección de arte y legitimidad, moviéndose en su propio tempo y correspondiendo a su voz taxativa.

Conseguimos en Lluvia elementos metaficcionales expresados en pausas, correlaciones, referencias literarias y profusión de detalles que saturan la realidad y que convierten un argumento mínimo en minucioso. He allí el atractivo que concitan sus giros infinitesimales, los cuales enuncian la coexistencia de múltiples universos en cada detalle suspendido.

En sus páginas se entrevén especias del nouveau roman, muy caro a su generación. «Pero de Claude Simon –advierte Victoria–. Mucho menos de Sarraute o de Robbe-Grillet, a los cuales leí, pero no con la misma pasión con que devoré Le jardin des plantes, Las geórgicas o La ruta de Flandes».

La historia no es el fuerte en Lluvia, sino las complejidades del narrador, proyectadas en el personaje central, las cuales sugieren la pasión represada de quien rezuma hambre de infinito.

Se presiente un dejo virginal en Clarice. Un dejo que algunos conectarían con Artemisa. «La gracia para los últimos de la fila», apunta en su diario. La frase es del inolvidable Salvador Garmendia.

Entre sus múltiples lecturas, Lluvia alberga el regusto por un destino imposible de quebrantar. Un destino modesto y sin aspavientos que, en principio, despliega apariencia aleatoria, pero luego asoma su indefectible mapa de conexiones. «Hablamos en términos de contingencia, de azar –refiere Victoria– pero no hay tal azar. En el azar hay deliberación».

Para nosotros, fraternos de la historia, resulta memorable la desoladora escena de P y su mala estrella con las mujeres, en la que, habiendo enviudado de dos esposas con las que franqueó momentos infaustos, vive sus últimos años al amparo de evocaciones. El lector transige en aceptar ese descanso como una suerte de redención, cuando inopinadamente, del segundo piso se desliza un balde atado con una cuerda, precedido del quejido zoológico de Wanda, la vecina de arriba, una anciana que reclama un cuidado particular, redituando cargas que se suponían superadas, pero que, oh, destino, deberá atender hasta la tumba.

Este pasaje, uno de esos perfectos casos de verosimilitud interna donde todo calza, luce tan sorprendente y tan convincente, que Vila Matas le jura a Victoria que P es alguien real. «Tiene que serlo», insiste. En verdad no lo es.

La lluvia fue, hace apenas diez mil años, el móvil de un artilugio: la agricultura. Colaboró, en consecuencia, con el fin de la sociedad nómada. La lluvia es, por demás, sagrada, pues fructifica y viene del firmamento. Pero en Lluvia adquiere significaciones que recuerdan a Gogol descubriendo en Rusia todo lo que Rusia no es. Como en su hondo párrafo final: «Si no lanzara mis ojos lejos y a gran altura, si no borrara de mi vista todo lo que es deplorable, ruinoso y feo, si no expulsara de mi mente los desastrosos errores cometidos, las pérdidas, los fracasos, las humillaciones (…) si contra toda esperanza no intentara cortar mis ataduras, si no hiciese mesiánicos esfuerzos por desplegar las alas, ¿hacia dónde podría mirar que no sintiera la muerte en el alma?».

***

Lea los textos de la serie:

  1. Victoria o el esplendor de la madurez creativa; por Ednodio Quintero.
  2. Victoria me acerca a un rostro; por Rodolfo Izaguirre.
  3. Victoria de Stefano: “A veces siento que llegó la noche”; por Hugo Prieto.
  4. Primer capítulo de “Vamos, Venimos”, la más reciente novela de Victoria de Stefano.
  5. Aprender a caminar de nuevo; por Rodrigo Blanco Calderón.
  6. Victoria de Stefano: Claro-que-sí; por Carolina Lozada.
  7. Para Victoria de Stefano; por Krina Ber.
  8. La utopía literaria de Victoria de Stefano; por Luis Moreno Villamediana.
  9. La niña Victoria; por Antonio López Ortega.
  10. Simplemente, Victoria; por Hugo Prieto
  11. Victoria de Stefano: “En una novela tiene que haber verdad y belleza”; por Hugo Prieto.


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