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Amar a Olga impresiona por muchas razones. Porque está escrita con madurez. Porque está hecha con delicadeza. Sin afanes, como solía decirse. Con regusto. Gustavo Valle se ha tomado el tiempo para la criba, y eso se aprecia tanto en la consistencia de la anécdota como en el lenguaje. Valle concibe momentos, explora en las profundidades para realizar ese tipo de bordado donde se advierte la mano del esteta, del autor preocupado por los giros, las honduras, las sonoridades.
Cada escritor tiene una voz, pero también un ojo. Una mirada, diría el fotógrafo. La de Gustavo repara celosamente en la relojería fina de lo que escribe. Folio a folio lleva el pulso de la trama, atendiendo minuciosamente a su estructura. La conciencia arquitectónica es un punto a destacar en Amar a Olga. Y es que la novela atiende cuidadosamente los detalles, desde las fundaciones hasta los vitrales, en el clásico esquema que aportaron los trágicos hace 2400 años, y que sigue, por su índole arquetípica, rigiendo virtuosamente la narrativa occidental, desde la crónica, el cuento, la novela, hasta Netflix.
Es por ello que los nudos provocan atinadamente sus arcos dramáticos. Y escalan. Cuando esperamos desenlaces, Gustavo los posterga sagazmente, haciendo que la tensión remonte. Cliff Hanging, llaman a esta técnica en Hollywood.
Amar a Olga relata en primera persona la historia de un hombre que, superado por el desgaste de un matrimonio que se va a pique, echa mano del pasado para revivir, primero en la fantasía, luego mediante una búsqueda obsesiva, el pathos del amor iniciático que lo marcó treinta años atrás.
Y esta es otra de las bondades de la novela: la constitución del personaje central. Un sujeto que se transforma, realizando el arquetípico “viaje del actante” heredado de la inmemorial épica homérica, donde el héroe no solo se desplaza físicamente sino que experimenta una mutación como consecuencia de su saga.
En este caso, Sebastián salta de su estatuto contemplativo, inmaduro e irresoluto, cargado de monólogos y de citas, hacia una acción disruptiva sorprendente, en el momento en que su cotidianidad vuela en mil pedazos. “Los males desesperados / exigen desesperados remedios, / o jamás se curan”, decía Hamlet. Y vuela, cuando es literalmente “maleteado”, en una magnífica e inesperada escena conyugal que para no incurrir en el spoiler no detallamos, pero que marca —con toda rudeza y hasta desvergüenza— el antes y el después de la trama.
Al avanzar en los trastornos del personaje (cuyo nombre intencionalmente se menciona una sola vez y en la última línea de la novela), recordamos una frase de Eduardo Liendo en Contraespejismo: “Estar solo con uno mismo equivale a estar solo con una fiera: en cualquier momento puede atacarte”.
Y es lo que logra en su soledad. Recrear un universo de ensueños y frustraciones tales que lo llevan al descalabro. Por fortuna, transitorio. A partir del “maleteo” y la pérdida de territorio, comienza la inestabilidad, la falta de oxígeno y la obsesiva búsqueda del amor perdido. Del amor, absurdo a esas alturas, que ha idealizado y por el que enfrenta no solo los riesgos derivados de una lectura impropia de la realidad: también del mal erigido en poder.
Hay un punto que nos es caro y que exige la mención. Nos referimos a la verosimilitud. Hay dos tipos de historias: las que crean un mundo independiente y se distancian de la realidad, donde el arte estriba en lograr (o paliar) ese distanciamiento a través de la seducción que ofrece el mundo creado, y aquellas que tienden a batirse en el contexto y “no parecer ficción”.
Hacerlo bien en ambas es igualmente trabajoso. Pero si el escritor reside a 7.500 kilómetros de su país y la historia transcurre en éste, y encima la dinámica de la tribu resulta vertiginosa y en ocasiones desconcertante, la historia comporta un reto mayor.
No obstante, Amar a Olga lo logra. La novela de Gustavo Valle está ancorada en la realidad venezolana y consigue un nivel admirable de verosimilitud, incluso en el manejo de esos elementos que han generado el grado de polarización que conocemos, los cuales suelen atentar contra la obra de arte. Están tan cuidadosamente tratados, que no generan ruido alguno: ese rasgo que recientemente han denominado “repentismo”, que nada tiene que ver con el clásico «canto de improviso» y que trastoca muchas creaciones porque no resisten la tentación de “pronunciarse”, “opinar” e incluso de “militar” haciendo activismo en favor de uno u otro bando, acá es tratado con justeza… sin obviar los hechos, la infamante realidad.
Por otra parte, hay un perspicaz cambio del centro magnético en la novela. Y es que la carga narrativa, que al principio lleva el personaje con sus cavilaciones, referencias y citas de Barthes, de Céline, de Kureishi (sin excesos, por cierto; sin demostraciones de “sapiencia” duermeculebras), luego se desplaza felizmente hacia la historia, hacia la anécdota, hacia un relato que se va haciendo cada vez más intenso, cinematográfico, y donde el lector comienza a prefigurar desenlaces.
Vale decir, nuestro autor consigue que su audiencia coescriba. Elabore sus propios feed-backs y llegue a prefigurar finales, preguntándose si estos van a ser felices, trágicos, sorpresivos o abiertos. Esa constituye una certeza, a la vez que una angustia de Gustavo, motivada por la distancia, pues esta lo hace reflexionar acerca de quién es su interlocutor: “Cuando uno vive en una sociedad, su lector natural es aquel que está con uno, que lo acompaña, con el que se coincide en eventos, en la cotidianidad. Pero cuando se está lejos, esa figura comienza a desdibujarse, a pesar de estar escribiendo sobre ese lugar. Surge entonces el lector fantasma, a sabiendas de que es el lector quien hace posible al escritor. Si ya es difícil imaginar al lector en el país donde uno vive, resulta más complicado imaginarlo cuando uno está lejos”.
Sabias palabras que recuerdan al gran Andrei Tarkovski, cuando en Esculpir en el tiempo, se pregunta: “¿Es que un autor le puede decir algo al espectador cuando no comparte con él el esfuerzo y la alegría de la creación de una imagen?”.
Es ahí cuando decimos que Valle lo consiguió. Que, en un continuum donde no sobra nada, su prosa, cada vez más decantada, logró establecer el tan ansiado contacto emocional por el que todo escritor apuesta.
Oscar Marcano
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