Homenaje a José Balza

José Balza: Tres palmeras y un embrión de entrevista

02/07/2023

José Balza. Ilustración de Sebastian Guzmán

Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar sorprende por muchas cosas. En primer término, por hallarse en ese canon tan espinoso, tan cuesta arriba, que significa elaborar una sinfonía —con el rigor exhaustivo que le garantiza el acabado, el señorío al cual se ha referido en incontables oportunidades la crítica— y, por otro lado, por estar compuesta con esa libertad abrumadora, (overwhelming dicen los sajones), propia de quien tiene claras sus certezas y no se va a poner cortapisas ni a postrar por código alguno.

Al ser narrativa, ineluctablemente Balza formula su propuesta en coordenadas que anclan en la anécdota, porque lo condiciona, como a todos, un orbe tridimensional. Necesita, como los aviones, carretear la pista: pero su destino es volar.

Cuando uno lee Las palmeras, como cariñosamente la llama el propio José, tiene la certeza de ser huésped de un diálogo privilegiado. La prosa de esta novela no se lee: se cata. Tiene una prestancia, un nivel, que hace que uno escriba en segundo plano. Y esto no me pasa a mí solo. Lo he constatado con otros amigos escritores, y en particular con aquellos que valoran el prodigio del lenguaje. Sus frases, su corpus, su ascenso, activan no sé cuáles neurotransmisores (la serotonina, el GABA, quién sabe), y uno se ve impelido a tomar notas, a llevar un correlato tras bastidores.

Hay que decir que José Balza escribió este trabajo muy joven, entre 1966 y 1970, y su primera edición es de 1974. Yo leí la novela originalmente en los años ochenta, en una tirada de Monte Ávila del 81. Y ahora, al ser reeditada por Eclepsidra, como es natural, volví a dar cuenta de ella porque tuve el honor de presentarla. Debo decir que sentí la misma fascinación que experimenté en la primera lectura. Fascinación por varias cosas. Los que la conocen me van a entender: Primero, por el grado de sabiduría que aflora. Pero ojo, la sabiduría a la que me refiero no tiene que ver con sapiencia, con el componente esquemático, predecible, de lo libresco. La sabiduría de la que hablo está basada en la intuición. Es en ese registro, en ese salto de la figuración a la abstracción, donde surge el elemento que refiere la contratapa de la nueva edición de Eclepsidra —el cual parece ser la clave, el punto nodal de la obra—, cuando señala la presencia de un «elemento órfico» ligado a Las palmeras.

Y es cierto: su protagonista no desciende al Hades como Orfeo en busca de Eurídice. Ni se embarca en el Argos con los célebres marinos rumbo a la Cólquide, tras el vellocino de oro. Tampoco toca su lira para competir con los cantos de las sirenas, evitando que hechice a la tripulación y se arroje al mar donde después será devorada.

No, pero sí. El protagonista emprende un viaje. Un viaje iniciático. En su caso, un trayecto de vuelta en busca de aquello que lo quema, lo impacienta, y que él asocia con su pasado, con su historia, con los sucesos que lo forjaron en San Rafael, su pueblo natal del Delta, tras diez años de haber partido.

José Balza con María Fernanda Palacios

La coartada es magnífica: tiene un mes de vacaciones en la ciudad, la Caracas donde vive, y eso que lo obsesiona, que un día adquiere forma o no la adquiere, y hoy tiene nombre de mujer o de amigo, de paisaje o de aventura, también se materializa en proyecto y adopta la runa de la historia, de la construcción de un personaje. Nada menos que de Praxíteles (o Praxiteles), el gran escultor ateniense del siglo IV a. C., con el azaroso propósito de ser rodado en un improbable ejercicio cinematográfico.

Cuando sus amigos le critican la lejanía —en distancia y tiempo— del personaje elegido, pudiendo seleccionar una figura cercana, de preferencia local, con el mismo idiolecto y fisonomía, él no replica, pero discurre: «¡Solo yo podía advertir la tumultuosa necesidad de inclinarme un momento sobre el mundo griego. Tanta sabiduría, tanta belleza perdida con ellos!».

Acaso la condición órfica de la novela se espejee con la neurálgica necesidad del protagonista de aproximarse y adentrarse en el peligro, de abrirse a toda circunstancia, por riesgosa o violenta que pudiera resultar, buscando lo que denominaba los «excesos griegos», pues como lo manifiesta: «No hay límites para ser uno mismo». De hecho, los órficos reverenciaban a Dioniso, que bajó al inframundo y regresó, al igual que a Perséfone, que lo hacía una temporada al año.

Estamos ante el registro de un personaje que inventa a un personaje y en el cual se desdobla, porque quiere evidenciar que, en el fondo, el artista es eternamente el mismo. De este modo, reconoce que el texto sobre el escultor no será más que un «comentario sobre su propia vida» y la ilusión resultante entre la conciencia del autor y la del espectador. Y le parece tan frágil, tan delicado el proceso, que teme imaginar a su objeto de estudio, porque haciéndolo corre el riesgo de perderlo. Este mecanismo de desdoblamiento y/o conversión configura la propuesta plástica —presente en muchas de sus obras—, que debe sufrir un personaje para ser él mismo.

Lo importante no es el producto sino el proceso. Y en la avalancha de imponderables se confirma el mencionado ADN órfico donde, inequívocamente, se privilegia la revelación frente a la razón. De ahí el aire disruptivo y mágico de la obra. No es el deber ser. No es la antigua tradición de Hesíodo donde los misterios tienen una explicación razonada o filosófica. Es el descubrimiento constante, la pista cognitiva que se debate en el ejercicio de la dualidad, de la fuerza del instante, de la curva y contracurva praxitelianas, de la paradoja.

José Balza con Rafael Cadenas

A través del accionar movedizo de esta contradicción medular, el protagonista crea mundos y abre las cancelas de la percepción. Es la pasión por la belleza, el hambre de infinito, quienes dictan aleatoria pero acertadamente los fallos.

Por otra parte, el viaje de vuelta lo lleva al reencuentro con su pequeña Ítaca, San Rafael, un pueblo de veinte casas, como tributo a lo que se es, a lo que debe tanto y a lo que se diluye: una línea melódica que a su entender terminó. Un reencuentro que el protagonista define como un violento contraste entre la selva, sus estables habitantes y su propia manera de ser: silenciosa, opaca, «un verdadero hueco», afirma.

Adicionalmente, el personaje reconoce que va a San Rafael huyendo de la dictadura de la actualidad. Vale decir, del holograma que nos distrae de lo esencial, del interior de nosotros mismos. «De lo que no tiene nombre», diría José ángel Valente.

En «Setecientas palmeras», Balza emplea con desenvoltura una técnica de saltos temporales en un engranaje que cautiva y da movilidad caleidoscópica a los hechos. La secuencia es libre y corresponde armarla al lector… si así lo desea. Uno siente que participa no de un juego propiamente dicho, sino de una suerte de ejercicio neuroemocional donde la incógnita y el acertijo gobiernan, generan nudos narrativos a la conquista de nuestra atención, y hacen que uno responda, devele y finalmente acierte.

La segmentación temporal consigue que cada lector coescriba. Es decir, que cada receptor componga a su arbitrio su línea de tiempo y participe, no como mero espectador, sino como coautor.

José Balza con Jacobo Borges

Del mismo modo está la sorpresa y en ocasiones el asombro. Es otra de las características de Setecientas palmeras. Entre crestas y valles, Balza disemina una sucesión de innúmeras sorpresas que van operando en forma de microcatarsis, las cuales dan eficacia al relato y renuevan la energía y el ánimo del lector, manteniendo un tono de constante vivacidad en la narración.

La novela es definitivamente fiel a sí misma y al pensamiento y discurso del hablante, quien afirma que «hay un solo arte universal, y que la norma de cada creador es añadir un elemento inesperado y lógico a ese cuerpo abstracto».

Si el corpus de la novela es memorable, hay que llegar al desenlace. Pocos finales tan impactantes, redondos y balanceados como este, donde expectativa, sorpresa, sensualidad y lenguaje se hacen uno. La secuencia la conforma un trío amoroso. Un trío cuya imagen es perfecta. Parece juntar el esfuerzo de tantos croquis, bocetos y borradores que adelantó el protagonista, en una forma que, aunque nunca será la definitiva, es por fin la del anhelado Praxíteles. ¿Por qué? Porque «El amor —señala el narrador— es el surgimiento de los tesoros mentales que el amante ha poseído en secreto».

Toda obra deja un regusto. El de esta devuelve al comienzo de esta nota. Pasan los días y uno sigue con ese sabor a fascinación. La magistral prosa de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, su bello monólogo en tercera persona, introspectivo, contenido, sin heroísmos, la reafirma como un clásico de la literatura venezolana.

Casa de José Balza en el Delta

Post Scríptum

Días después de la presentación de la reedición de Eclepsidra en la sede de la Poeteca, llamé a José Balza y le pedí me contestara unas cuantas peguntas acerca de la novela. Lo hacía porque sabía que mis líneas, si acaso, cubrirían tres, a lo sumo cuatro, de sus Setecientas palmeras. De modo que le envié un cuestionario de cuatro preguntas que, con la amabilidad que lo caracteriza, se tomó la molestia de responder. He aquí el resultado.

¿Qué tenías en mente, qué te proponías, cuál era tu visión, tu proyecto in pectore, al escribir Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar?

—Tenía 26 años; había terminado Largo y la realidad parecía estremecida por fascinantes noticias y nuevas conductas. Comencé por hallar el eco de estas en un mundo remoto: el de Praxiteles, el escultor griego; quería encontrar el impulso intemporal que obliga a inventar cosas; escribí una larga novela sobre él, que después destruí; lentamente (me llevó muchos años) comprendí que también Caracas y el Delta podían esconder los secretos de la invención. Setecientas palmeras marca mi arribo a los 30 años y todo en ella trata de hurgar lo inmediato, la vida diaria, el pasado, la cultura (allí alguien dice: «el sexo no es un límite», lo político, los viajes siderales, la ciudad y lo rural, para proponer o encontrar la posibilidad de crear en nosotros un nuevo sentimiento: «Verana, Héctor Alonso y yo, desnudos cada noche en la casa solitaria de ella o huyendo (porque insistimos: para no ser nosotros) a mediodía entre los ciruelos; los tres nutríamos a un nuevo ser, a otra conciencia que se quedaba en la punta de los dedos, en la piel, irracional y doble, sin palabras. Lo nuevo fue esa unión insólita. ¿Amor? No: estaba descartada la posibilidad de sufrir. ¿Amistad? Tampoco: nuestro cuerpo triple era demasiado ardiente e irreflexivo para concebir ese afecto. Alguna vez pensé en crear nuevos sentimientos, en vivir desde otra posición mental: ¿estaba ocurriendo? Carecíamos, juntos, de dolencias morales; esa ondulación de los días, los encuentros no buscados, debían ser el verdadero secreto de la felicidad». Sentimiento que es el vértice de toda una aleación mental, que envuelve, como acabo de indicar, pensamiento, cuerpo, historia y sociedad. Julio Cortázar advirtió en esta narración esas «transgresiones fecundas y esos hundimientos en las raíces de la psiquis». Ernesto Pérez Zúñiga lo percibe así: «En sus obras, y es el tema central de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, sucede una recodificación de la ética que nace del cuestionamiento de la identidad humana».

¿Cuál, desde tu posición de autor de la obra, consideras un hecho cumplido en cuanto a lo que te proponías y lo que conseguiste? 

Me asombra que sólo ahora parezca ser leída como una búsqueda en lo humano.

Como marco referencial: ¿Por qué dijiste que te arrepentías (o algo así) de Marzo anterior?

También me sorprende el interés que despertó o que aún puede suscitar. Redacté mucho de Marzo anterior al cumplir los 19; la concluí dos años después. Estaba en Caracas desde 1957 y trabajaba de día y estudiaba de noche y en la Biblioteca Nacional leí cuanto podía. El contraste entre la gran ciudad y la selva determinaron escenas de ese ejercicio. Pero en mi propia naturaleza había surgido otra: la de comparar: las oposiciones, las fusiones psíquicas. Vivir y leer también convergían. Con la velocidad de la juventud hice mío el nuevo espacio urbano; pero las imágenes del otro y mi retorno anual a él, luchaban para superponerse, por integrar o anular ingredientes. Los libros, la filosofía, creaban asimismo un nuevo canal interior. Planifiqué una narración en que, cosa que el posible lector no sabría sino en los últimos párrafos, un personaje muy joven cuenta sus hechos y otro, adulto, los suyos: hasta fundirse en uno solo, pues han sido el mismo siempre. El río y los paisajes délticos; la ciudad y su complejidad arquitectónica y humana constituyen a ese personaje central. Sus vislumbres del pensamiento, del conocimiento, lo impulsan a creer que su vida es, día tras día, una síntesis de posiciones intelectivas distintas, como si al vivir recapitulara la historia de conceptos variados sobre los seres. Muy ingenuo todo, al nivel que yo mismo, el limitado narrador, podía concebir. Creo que, en ese libro, y el protagonista mismo lo dice así, es considerada la multiplicidad como eje. Pudiera ser.

—¿Q diferencias de fondo estableces entre Largo y Setecientas palmeras?

Creo que en Largo predomina lo dramático; Palmeras, me parece, es un asomo a la luminosidad, al esplendor. Largo, cuyo título se refiere al movimiento musical lento de sonatas y conciertos, conduce a otro descubrimiento juvenil: la inexorable presencia de la muerte tras nuestra alegría, el amor y, sobre todo, el conocimiento. Como tenía que ser, su innombrado personaje central vive la dispersión de la ciudad, sus imposiciones, prodigios y tentaciones políticas. Está construida por capítulos independientes que también al final conducen al acto del suicidio. Pero el diseño, en esta ocasión, exige que cada capítulo de acción narrativa sea seguido, para complementar al protagonista, por una secuencia irreal, imposible, nunca cumplida en su realidad. Quería lograr así, acallar el tiempo, dar un predominio espacial para que los instrumentos y los pasajes del largo permitieran atender al silencio.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo