#VICTORIA80AÑOSPerspectivas

La niña Victoria

21/06/2020

Con esta serie Prodavinci festeja las ocho décadas de vida de Victoria de Stefano –y más de cincuenta de escritura creativa–  y se une a la celebración permanente de su universo narrativo: obra singular en el contexto de la literatura venezolana y de amplios alcances en otras regiones de la lengua.

Victoria de Stefano retratada por Vasco Szinetar.

Es posible que el último libro de Victoria de Stefano haya pasado inadvertido: me refiero al que ha titulado Su vida, editado en Bogotá en 2019 bajo el sello El Taller Blanco. Le han bastado cuarenta páginas, digamos, para resumir o referirse a sus primeros trece años de vida, en una secuencia de saltos que incluye, por supuesto, a su natal Rímini, seguida luego de Nápoles, Nueva York, la llegada a Maiquetía y la residencia (no sé si definitiva) en Caracas. Si destaco las escalas, debería también referirme a los tránsitos, porque quizás sean tan o más significativos que los destinos: el primero largo y tortuoso, atravesando el Mediterráneo y luego el Atlántico (con dosis de bruma invernal), entre Nápoles y Nueva York; y el segundo más corto, vuelo aéreo en un Constellation de Nueva York a Maiquetía.

La primera maravilla del libro, por no hablar de acertijo, es entender quién escribe o a quién se refiere, porque la partícula su es todo un acierto, un guiño de la técnica, por no hablar de un recurso para contener la sensibilidad: la escritora de hoy, que rememora, necesita recordar a esa niña como si fuera un tercero, un personaje de la trama, lejana e indiferente. Insisto en que al volverla materia literaria logra el distanciamiento necesario para no abrazarla desde la escritura, para no deshacerse ante la criatura, que es lo en algún punto quisiera, tal es el amor que le profesa. En su niñez, la escritora fue otra, y por eso la trata como tal, sin contemplaciones.

1940, año de nacimiento, no es una fecha inocente: Europa está en guerra, y en el plano civil todo es desplazamientos, mudanzas, fugas, huidas. Los de Stefano no escapan a ese sino; más bien se convencen de que hay que proteger a la familia, al costo que sea. La narración de los inicios deja escapar un guiño: es probable que al llamarla Victoria se haya querido apelar a un deseo: el fin de la guerra, el triunfo frente a la opresión. La niña recién nacida encarna esa posibilidad.

Nápoles es una escala presurosa, como de masa humana que se concentra alrededor del puerto: única señal que remite a destinos alternos. Allí la fijación gira en torno a familiares desconocidos (tías, abuelas, bisabuelas). El recuerdo es sobre todo sensorial: los abrazos, los besos, toda suerte de contacto físico. No es una despedida casual, de fin de semana; es una ruptura de orden, es no saber si las relaciones persistirán, o si llegarán a destino, siempre incierto. En el abrazo se concentra un principio de muerte, de despedida final. Las mayores dicen adiós, como por última vez, porque se saben más próximas, confiando en que la vida se renueve en los críos.

El tránsito por el Mediterráneo, sí, visto como lo que hubiese imaginado Ulises: columnas, colosos, estrecheces, acechos, deslumbramientos. Una escritura que se sobrepone al paisaje, una historia mítica para encajarla sobre el decorado. No observar el referente, sino inventárselo mientras se produce el tránsito de orilla a orilla. Como las costas son cercanas, y a veces hasta se divisan, los asideros ofrecen consuelo, pero una vez en el Atlántico todo el horizonte se pierde: la mirada medieval del fin de mundo como cascada cobra fuerza. Ese viaje interminable, como el de Colón, no ofrece prendas. La imaginación se constriñe a un camarote; los mareos son prueba de que el demonio ha llegado con sus pócimas.

En el crucero Liberty –viejo buque de guerra reconvertido en navío para llevar a refugiados o tránsfugas– todos los personajes son fantasmales: hasta el capitán que, en un recuerdo borroso, le ofrece un helado. Nunca se sabe si lo que la niña ve es real o imaginado. La fatiga estomacal es el puente para un inicio de delirio, de discurso constante. En la narración de ese tramo coexiste una escritura que no es memoriosa sino llena de impulsos, de fogonazos. Es un comienzo de soliloquio, o más bien de monólogo interior, a lo Joyce, con una mente que es la de una Molly enfebrecida.

Hay un concepto prodigioso: lengua transmental, que refiere a la niña que comienza a fundir los paisajes, pero también las lenguas. A los nueve años la pequeña Victoria recita en silencio, quizás para sí misma, no sabiendo con qué voz o en qué idioma. La dualidad la persigue (¿la duplicidad?): es una constante que se va a volver centro de su vida, que va a definir a la escritora, capaz de desdoblarse en alteridades o personajes. Ya el cambio de lengua es una importante señal: la primera impresión en torno al castellano es la de mascarada. Lo asume como un divertimento teatral, donde las esdrújulas coronan la escena, quizás por una sonoridad que embruja.

Esa fase en la que todo se confunde o funde (paisajes, idiomas, amiguitos) no deja de ser fascinante: la vida, finalmente, no es una corriente unívoca sino doble. El sentido de correspondencias tan caro a Baudelaire aquí se explaya a sus anchas, pero siempre para fijar su destino de escritora. La moraleja podría ser la siguiente: nada como una visión doble, bicéfala, para alimentar la escritura. Y eso sigue siendo Victoria de Stefano: una escritora de estirpe centroeuropea que ancla su frágil barcaza en Santa Eduvigis para mirar (y sobre todo anotar) la lluvia de los trópicos: un prodigio narrativo que, creo, no veíamos desde la lluvia descrita por Gallegos en el famoso pasaje de Canaima.

La niña de doce años, la que escribe en plena parotiditis un «verboso poema» sobre el emperador Constantino, aún cree «en la totalidad del sistema de la lengua». No se trata de un juicio baladí: más bien encarna un propósito de poética que el tiempo se encargará de rebajar (como también de reducir los humos de sus ingenuas creencias), pues lo que vendrá en la adultez es, precisamente, las ansias de desmontaje, de hacer literatura de vanguardia. Quizás aquel desdoblamiento de infancia es lo que en la adultez ha permitido que su narrativa encarne un doble propósito, porque a la par de lo que cuenta, Victoria también nos mostrará sus costuras: esa narradora oculta pero siempre bien dispuesta a exponerse porque en literatura moderna nada pesa más que la subjetividad. Si en el pálpito de la propia narración estamos sintiendo al que narra, completaremos el círculo virtual de la niña que comenzó a sentirse doble en una lejana playa de Rímini.

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Lea los textos de la serie:

  1. Victoria o el esplendor de la madurez creativa; por Ednodio Quintero.
  2. Victoria me acerca a un rostro; por Rodolfo Izaguirre.
  3. Victoria de Stefano: “A veces siento que llegó la noche”; por Hugo Prieto.
  4. Primer capítulo de “Vamos, Venimos”, la más reciente novela de Victoria de Stefano.
  5. Mi novela favorita de Victoria de Stefano; por Oscar Marcano.
  6. Aprender a caminar de nuevo; por Rodrigo Blanco Calderón.
  7. Victoria de Stefano: Claro-que-sí; por Carolina Lozada.
  8. Para Victoria de Stefano; por Krina Ber.
  9. La utopía literaria de Victoria de Stefano; por Luis Moreno Villamediana.
  10. Simplemente, Victoria; por Hugo Prieto
  11. Victoria de Stefano: “En una novela tiene que haber verdad y belleza”; por Hugo Prieto.


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