Perspectivas

Elisa Lerner: A propósito de “Sin orden ni concierto”

10/06/2022

Elisa Lerner retratada por Vasco Szinetar

Siempre deberíamos pensar en nuestras escritoras, siempre, y mucho más cuando hoy podemos reconocer a tantas: poetas, narradoras y ensayistas que son prolijas, constantes y magníficas. Una juventud pujante, una madurez plena, una senectud que las vuelve sabias. Oficio que ejercen a fondo, pasión que mantienen en vilo. La seriedad, la belleza de espíritu, la persistencia, el rigor. Pero no siempre –hay que reconocerlo– fue así, no siempre tuvimos este esplendor, este nivel de compromiso. Desde los inicios del siglo XX, algunas poetas comenzaron a revertir el aberrante dominio de la masculinidad. Enriqueta Arvelo Larriva, por ejemplo, comenzó a ver el mundo desde una ventana de Barinitas. Sus versos, breves y humildes, nunca podrían ser mejores que los de su hermano, poeta oficioso, pero hoy la leemos más a ella, por precursora, que a don Alfredo, amigo de la estrofa y la rima. Después irrumpe María Calcaño, emulando el calor marabino en los cuerpos de amantes masculinos y femeninos: niña traviesa que se encumbraba a una poesía erótica escrita fuera de contexto. Sufrió mucho María –en vida, se entiende–, pero agradeceremos siempre su legado. Surge luego Ana Enriqueta Terán, que muere a los noventa y nueve años. Mujer ceremoniosa, discreta y castiza. Se cree que ella pasó por el siglo fenecido, pero tiendo a pensar más bien que el siglo pasó por ella: fue modernista cuando quiso, o mística, o clásica cuando sus maestros del Siglo de Oro se lo sugerían. La mitad del siglo lo cierra una poeta portentosa, nunca valorada como se debería: la gran Luz Machado, que como renovadora, como exploradora de un lenguaje luminoso, tiene para mí tanta importancia como la que tuvo Juan Sánchez Peláez, nuestro poeta noctámbulo. Ellos dos, hermanados por libros que publican en años cercanos, forjan la bisagra que parte el siglo en dos pedazos: no se escribe igual después de estas obras aleccionadoras, después de entender que la poesía moderna es, esencialmente, conciencia del lenguaje. Esta apresurada enumeración de comienzos de siglo, honestamente, no nos da para un tejido, para una trama, pero sí para un conjunto de columnas, sólidas columnas, de las podemos saltar de una a otra sin caernos.

Esta relativa suerte que tuvo la poesía femenina en el siglo que estudiamos, sin embargo, no la tuvo la narrativa. Al respecto, el campo es desolador y obliga a profundizar las investigaciones. Todavía aspiramos a encontrar algún pseudónimo, algún alias, algún manuscrito, alguna carpeta sepultada en un muro escondido, para que la historia de la literatura venezolana cambie, pero tampoco es sano apostar a un albur que nunca llegará. Si acaso el siglo se salva, es porque en su nacimiento contamos con Teresa de la Parra, una precursora, una venezolana de otro mundo, un carácter novedoso que siembra una estela absolutamente recorrida por todos nosotros. Con su independencia, con su soberanía, Teresa da el anuncio de lo que vendrá: ella con su obra lega para las primeras tres décadas del siglo lo que se hará realidad en las últimas dos décadas: esto es, una promoción de escritoras, sobre todo poetas, que fijan para siempre el equilibrio entre hombres y mujeres escritores, como también entre géneros literarios, que es lo que estamos viendo en estos últimos cuarenta años de revelaciones permanentes. Luego de Teresa, por supuesto, podemos mencionar a Antonia Palacios, que curiosamente es narradora en la primera mitad de siglo y poeta en la segunda, pero más allá escasean los nombres de narradoras importantes.

De los años 50 en adelante, la situación cambia para bien, sobre todo a partir de 1958, fecha en la que recuperamos la democracia y el florecimiento cultural se hace evidente. Uno de los más importantes grupos literarios del momento, de nombre Sardio, exhibe fotos grupales en las que, de pronto, reconocemos una falda. La portadora se llama Elisa Lerner y aparece siempre con firmeza y convicción al lado de sus queridos colegas: Guillermo, Adriano, Salvador, Rodolfo y (como ella lo llama) Ramoncito, para referirse a Palomares. Son más, por supuesto, pero éstos son los más asiduos. Para volver a ver una falda en grupos literarios venezolanos, me temo, habrá que esperar, unos años más tarde, al nacimiento de Apocalipsis en Maracaibo, en el que una joven poeta llamada Miyó Vestrini daba sus primeros pasos. Miyó era hija de inmigrantes, como también Elisa, como también Victoria de Stefano, como también Hanni Ossott. Y con esto ya vamos viendo cómo otras diásporas, aquéllas de entreguerras o de fugas alpinas para evitar la ola fascista, han marcado nuestra historia cultural, pero esta vez para bien. Elisa estaba hecha de otra madera, de otro linaje, de otras costumbres, y quizás planeaba por el cielo de Caracas con menos prejuicios de los que muchos nos hacemos. Lo cierto es que el tiempo ha pasado y nuestra celebrada escritora ha cumplido noventa años muy bien llevados. Es una historia que se extiende y que sigue dando frutos.

Hoy tenemos suficiente perspectiva histórica para valorar su obra como merece: es una novelista de raza, de títulos inolvidables; es una dramaturga excelsa, con obras tan logradas como “Vida con Mamá”, cuyo estreno pude ver hacia 1976 en la Sala Juan Sujo; es una cronista que está haciendo crónica moderna mucho antes que Alma Guillermoprieto, Alberto Salcedo, Juan Villoro o Leila Guerriero. Ya este tridente sería un arma muy poderosa para entender la rica complejidad de esta autora, pero su más reciente libro, de título Sin orden ni concierto, no conviene entenderlo propiamente como un libro más, sino más bien como un nuevo orden genérico que nuestra querida Elisa se ha inventado para convencernos de su inteligencia creciente y de su sensibilidad sin límites. ¿De qué estamos hablando en esta nueva entrega: de aforismos, de reflexiones, de pequeñas fábulas, de máximas, de pensamientos? Pues de todo esto y más. Sobre todo, cuando sabemos que otros dos manuscritos, que tentativamente llevan los títulos de Pormenores y Little Papers, vienen en camino. Como se verá, es un nuevo espacio el que se está abriendo, y no tan sólo un título.

Vuelvo a la perspectiva histórica que ya la obra de Elisa nos ofrece para cerrar con una hipótesis que, confío, no se sienta como una desmesura. Pasan los años y cada vez me convenzo más de que la obra de Elisa Lerner ha sido para el comienzo de los años 50 lo que la obra de Teresa de la Parra para el comienzo del siglo XX: ambas fueron precursoras, ambas innovaron, ambas lo hicieron con esfuerzo propio, ambas fueron grandes lectoras, ambas tuvieron un alto concepto del lugar que le correspondía a la mujer en la literatura universal, ambas fueron vanguardia, ambas han sido inspiración para las nuevas generaciones. De esa dimensión estamos hablando, de ese legado nos nutrimos, de esa vocación surge un libro que nos maravillará como una piedra preciosa.

(para Carlos Sandoval)


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo