Libros y cultura

Un siglo de cultura venezolana

03/12/2022

Este año, el así llamado pregón de la Feria del Libro del Oeste de Caracas, FLOC UCAB 2022, correspondió al narrador y gestor cultural Antonio López Ortega. Estas fueron sus palabras.

Fotografía cedida por Prensa Ucab.

Un pensador que siempre deberíamos tener presente, me refiero a Mariano Picón Salas, afirmó alguna vez que el siglo XX venezolano había comenzado en 1935. Con esta revelación quería aclararnos que la dictadura de Juan Vicente Gómez, que fechamos desde 1908 hasta el año de su muerte, pero que fue antecedida por otra dictadura, la de Cipriano Castro, era más una supervivencia del siglo XIX que un reflejo de los nuevos tiempos. Y, sin embargo, en este siglo chucuto, me atrevo a decir, se han visto las transformaciones sociales y económicas más importantes de nuestra historia, que de por sí es corta, pues Venezuela, en su puja por conquistar un destino republicano, apenas cumplirá los doscientos años de vida en 2030. 

No es mi intención ahondar en las vicisitudes históricas, que aún hoy son dolorosas cuando consultamos las cifras de pobreza, o cuando vemos los números de la emigración forzada, o cuando las políticas públicas brillan por su ausencia, pero en el marco de una feria del libro, como la que promueve la UCAB desde hace unos años, sí creo pertinente hacer una reflexión sobre las políticas públicas en el campo cultural, porque allí, al menos hasta las postrimerías del siglo XX, sí podríamos reconocer un discurso en ascenso, un esfuerzo colectivo encomiable, que nos permitió estar por muchos años a la vanguardia de América Latina. 

Si hacemos el esfuerzo de repasar, por ejemplo, las biografías de Arturo Michelena y de Cristóbal Rojas, dos de nuestros más importantes artistas del siglo XIX, descubriremos en algún recodo que ambos estuvieron becados en París para crecer y madurar en el oficio al que se entregaron. Estos fondos, sin duda, provinieron del erario público, pero no de ningún programa, o política, o institución. Se trataba, más bien, de prebendas u obsequios otorgados por el mandón de turno que, en el XIX, como sabemos, abundaban en medio de una sociedad reducida, pacata, cómplice, en el que cualquiera que se destacara lograba sus fines. La acción cultural, en esos tiempos, no pasaba de ofrendas florales, dosis de óperas, tertulias en los traspatios de las casas coloniales. Si se alentaba, por ejemplo, la idea de un Museo de Bellas Artes, se trataba de una acción aislada, caprichosa, para complacer al compadre o consentir a la hija pudiente que, el regresar de sus estudios europeos, exigía un espacio expositivo que pudiera reproducir el goce de sus visitas vespertinas en París.

Para lograr una acción cultural que fuese consecuencia de una política pública, pensada y diseñada para ese fin, tuvimos que esperar hasta 1936, bajo el gobierno de Eleazar López Contreras. Desde el llamado Ministerio de Instrucción Pública, por el que pasaron, entre otros, Caracciolo Parra Pérez, Rómulo Gallegos, Enrique Tejera y Arturo Uslar Pietri, se creó una llamada Secretaría de Cultura que, como su nombre lo sugiere, comenzó a crear programas culturales, sobre todo en el campo de la formación. De esa experiencia inaugural, quisiera referirme a dos iniciativas que, sencillamente, cambiaron la faz del país: una fue la creación de la Biblioteca Popular Venezolana, cuyo primer título fue Las memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra, y otra fue la ingeniosa idea de tener una publicación cultural para niños: la recordada revista Tricolor, que comenzó a distribuirse en 1949. Con la primera, el país recuperaba a todos sus grandes escritores y pensadores: desde los cronistas de Indias a los viajeros europeos que pisaron suelo venezolano, desde los poetas coloniales hasta los románticos, desde los autores costumbristas hasta los historiadores, desde los narradores modernos hasta los poetas extraviados; en síntesis, una biblioteca para adivinar de dónde venimos y hacia dónde vamos. Con la segunda, los niños venezolanos descubrían quiénes eran en verdad: descubrían los árboles centenarios que les propiciaban sombra, la bravura de los ríos que no cesaban, las cimas donde se refugiaba la nieve, los llanos donde no se termina el horizonte, los tepuyes que pertenecen a una llamada Edad Terciaria, el mar que toma todas las formas a lo largo de una costa continua de tres mil kilómetros. Pero al ver sus rostros en el espejo, los niños también podían adivinar a sus antecesores: un indio piaroa o pemón, un nativo de Barlovento, un andino cerrero, un descendiente de los emigrantes que huían de las guerras europeas, sirios o libaneses, húngaros o polacos, apellidos italianos o portugueses, sefardíes que buscaban una tierra de gracia, judíos que hallaron paz y serenidad en esta geografía inabarcable. Hay que adivinar, en cuanto a esfuerzo editorial, lo que significaba colocar millones de ejemplares en cada uno de los pupitres del territorio nacional: Tricolor era el libro de consulta, la biblioteca escolar, el manual para hacer las tareas, el suplemento para resolver un crucigrama.

El reconocimiento cultural crecía conforme la sociedad se movilizaba y la vida política evolucionaba dando grandes saltos: en 1945, un golpe cívico-militar expulsa al general Medina Angarita de la presidencia; en 1947, se sanciona la primera constitución democrática de Venezuela; en 1948, se llama a elecciones y, ¡oh sorpresa!, el más importante escritor del país, Rómulo Gallegos, se convierte en presidente de la república. Siempre he sentido esta decisión del electorado como una de las más sabias, como un hecho cultural en sí mismo. Lástima que este acto de noble voluntad haya sido frustrado, de nuevo, por el zarpazo militar: Gallegos fue derrocado antes de cumplir un año en funciones y luego expulsado al exilio. Pero detengámonos en esos pocos meses para recordar otro hito cultural fundacional: me refiero al acto llamado la “Fiesta de la Tradición”, que fue concebido y organizado por el poeta y también gran gestor Juan Liscano como parte de la programación celebratoria del ascenso de Gallegos al poder. Liscano había nacido en 1915, y por razones familiares (la muerte muy temprana de su padre) se vio obligado a estudiar en Suiza, Francia y Bélgica. Era un perfecto extranjero cuando, en 1934, su madre decide volverse a Venezuela: tenía para entonces 19 años y desconocía por completo su propio país. El poeta que ya asomaba en él, en busca de inspiración, decide aislarse en la Colonia Tovar para escribir sus primeros libros, pero al poco tiempo, el curioso explorador que también era, decide recorrer el país de manera minuciosa, sobre todo en busca de los más olvidados poblados. No se sabe bien por qué en cada una de sus visitas o escalas, portando un grabador de cinta magnética muy sofisticado para la época, comienza a registrar cuanto canto, pieza, tradición o melodía escuchaba en la vasta geografía del país. Y así, sin saberlo, estaba constituyendo el primer archivo moderno de música tradicional venezolana, tan variado, completo y organizado que la propia Biblioteca del Congreso de Estados Unidos reprodujo el primer disco de ese acervo invalorable. Lo que en términos modernos hubiéramos llamado patrimonio intangible, Liscano lo había vuelto muy tangible, al punto de crear el llamado Servicio de Etnomusicología y Folklore, que sobrevive hasta nuestros días.

Pero volvamos a la aclamación de Gallegos e imaginemos una escena en la que Luis Beltrán Prieto Figueroa, recién nombrado Ministro de Educación, convoca a Liscano a su despacho para decirle que la celebración no podía ser solamente capitalina, que todo el país debía celebrar la llegada de su más grande escritor a la primera magistratura. Sospecho que Liscano ha debido decir algo como esto: “No se preocupe, Ministro. Traeremos el país a la capital”. Y esto fue lo que hizo: durante tres noches seguidas, con lleno total en el Nuevo Circo de Caracas, todas las manifestaciones musicales, todos los ritos ancestrales, todas las cofradías del país, desfilaron en un escenario lleno de luces, vestuarios y tramoya inimaginables. Liscano tuvo, qué duda cabe, una visión poética: unió las parcelas y construyó una totalidad escénica, una especie de sueño colectivo. Un testigo del momento, su sobrino Oswaldo Lares, que a la sazón tendría once años, recuerda la escena: la gente no hablaba, la gente descubría su pasado, la gente se identificaba con lo que veía, la gente aplaudía a rabiar. Si en el plano de la ficción, la novelística de Gallegos describió un país que aún no veíamos en el plano político, me atrevería a decir que la Fiesta de la Tradición nos ayudó a reconocer nuestros orígenes y nuestra conformación cultural en un plano amplio, universal. Dicho de otra manera: el mestizaje cultural era nuestra fuerza, nuestro abolengo, nuestra riqueza. Una máscara piaroa era tan nuestra como el tamunangue o, mejor llamado, “son de negros”.

 No quisiera apartarme del poeta Juan Liscano, a quien volveremos a ver en el transcurso del siglo, sin referirme a una anécdota que dice más que mil palabras. En 1998, cuando se cumplían los cincuenta años de la “Fiesta de la Tradición”, logré entrevistarlo para la Revista Bigott. Fue un documento largo y muy revelador. Al preguntarle cuál había sido el obstáculo mayor para montar la escena, me dijo sin pestañear: “los Diablos de Yare”. Y luego vino una explicación larga que trato de resumir recordando sus palabras: “Los Diablos de Yare no querían participar en la “Fiesta de la Tradición”. Por más que insistíamos, nos decían que siempre habían tocado frente a la iglesia de Yare, y en la conmemoración de Corpus Christi. Nada ni nadie podía alterar la tradición. En tres oportunidades, bajé en mula desde Caracas hasta Yare para hablar con el capitán de la cofradía, y en las tres visitas recibí la misma negativa. Conversábamos animadamente, fraternizábamos, nos hicimos amigos, pero los Diablos no saldrían de Yare. En la tercera visita, a punto de despedirme, no recuerdo por qué comenzamos a hablar del mar: él me hacía preguntas y yo se lo describía. Pero de pronto entendí que su curiosidad se debía a que no lo conocía: sorprendentemente, el capitán y sus diablos nunca habían visto el mar. Tuve una ocurrencia y le dije: “Si aceptan presentarse en la “Fiesta de la Tradición”, al día siguiente, lo juro, los llevo al mar”. Y dicho y hecho, a la mañana siguiente, en la playa de Macuto, con los mismos atuendos de la noche anterior, los Diablos conocieron el mar”. Cuenta Liscano que parecían niños, que entraban con temor y reculaban, que el agua les llegaba a la cintura, que chapoteaban con las alpargatas puestas, que no se retiraban las máscaras mientras jugaban. Cuenta también Liscano que fue como una ceremonia, que el mar se convirtió en agua bautismal, la necesaria para que estos diablillos quedaran bautizados después de centurias en las que el rito los obligaba a arrodillarse ante la iglesia que los mantenía a raya.

La caída de Gallegos significó una vuelta al oscurantismo, porque el triunvirato de generales que se hizo del poder, después de las consabidas purgas, entronizó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez hasta 1958. En tal sentido, nada que reconocer en el desarrollo cultural de lo que terminó siendo una década perdida. Debimos esperar el resurgimiento democrático plasmado en la constitución de 1961, no sólo para retomar el curso que ya había señalado Gallegos sino para presenciar el período de desarrollo cultural más sostenido y trascendente que haya tenido Venezuela. Muy rápidamente, la institucionalidad cultural se recupera con la creación en 1965 del llamado INCIBA, Instituto de Cultura y Bellas Artes, cuyo primer presidente, es bueno recordarlo, fue una mujer: la poeta Lucila Velásquez. Alrededor de esta iniciativa estuvieron Mariano Picón Salas en su concepción, Simón Alberto Consalvi en acciones programáticas puntuales y Guillermo Sucre en las áreas del libro y la lectura. Muy inteligentemente, el INCIBA fue un ministerio sin serlo: agrupó todas las instituciones culturales públicas bajo su seno, les dio direccionamiento y propósito; evitó la burocratización; y tuvo presupuesto propio, sin depender de ninguna instancia superior. Cuando revisamos hacia 1965 el desarrollo de la institucionalidad cultural en América Latina, se hace difícil encontrar en algún país hermano una iniciativa tan moderna como el INCIBA; en este aspecto, íbamos a la vanguardia. En el marco de esta feria del libro, conviene recordar las dos grandes realizaciones que en ese campo tuvo esta naciente institución: la primera, inolvidable, fundar Monte Ávila Editores, la gran editorial pública venezolana; y la segunda, de no menor nivel, crear la revista Imagen que, como su nombre lo indica, fue durante varias décadas seguidas el espejo de la cultura venezolana. Los primeros títulos de Monte Ávila Editores, aparte de autores venezolanos, reflejaban, por un lado, a escritores del exilio español y, por el otro, a los escritores sureños que comenzaban a vivenciar el auge de las dictaduras militares. En su propósito, la editorial remarcaba un lema que se hizo promocional: “de Venezuela, para el mundo”, razón por la cual, junto al Fondo de Cultura Económica, llegó a ser una de las más importantes del continente, sobre todo cuando la libertad de opinión y pensamiento se vieron mermadas en muchos países vecinos. El primer director de Monte Ávila Editores fue un editor catalán de nombre Benito Milla, que fundó su propia editorial, Alfa, en Barcelona. Huyendo del franquismo, hacia los años 50, recaló en Montevideo, donde, por razones obvias, extendió su sello hacia autores uruguayos y también sureños. Muy pronto en su catálogo comenzaban a figurar los nombres de Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Emir Rodríguez Monegal, Eduardo Galeano o Ángel Rama. Hasta allí, hasta Montevideo, tuvo que viajar Simón Alberto Consalvi, convencido de que Milla era el candidato para ocupar esa plaza: tratándose de una editorial con vocación continental, el conocimiento del mercado, los retos de la distribución, la política de derechos de autor, los criterios de selección, eran desafíos para un profesional, y Milla lo fue al enrumbar ese proyecto que luego mantuvieron quienes lo sucedieron, entre otros Juan Liscano, Alexis Márquez Rodríguez o Rafael Arráiz Lucca. Un gesto que también hablaba de continuidad institucional se reflejó en la colección de bolsillo de la editorial, de nombre Eldorado, que en gran medida siguió y replicó el catálogo de la Biblioteca Popular Venezolana: el sueño de Gallegos y sus contemporáneos, digamos, seguía vivo… La otra gran realización del INCIBA, como ya adelantamos, fue la revista Imagen, que comenzó a circular en 1963 bajo la dirección conjunta de Guillermo Sucre y Esdras Parra. Son muchas las páginas de Imagen para resumirlas en pocas líneas, pero al menos digamos que esta revista cultural se abrió hacia la contemporaneidad del mundo y también nos trajo esa contemporaneidad a casa. Hay que decirlo claramente: no hubo en Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX revista más importante y más influyente que Imagen: fue el espejo que nos devolvía el rostro que hoy tenemos.

A pesar de todas estas realizaciones, y aunque parezca mentira, el INCIBA tuvo una corta vida, de apenas diez años. Hacia 1975 nuevos vientos soplaban a favor de elevar el rango de la cultura a nivel ministerial: para entonces instituciones multilaterales como la UNESCO recomendaban a los gobiernos latinoamericanos sentar en los consejos de ministros a los titulares de Cultura, en parte por aquella afirmación de Martín Gastón Barbero, para quien la Cultura, en un amplio sentido antropológico, dominaba sobre cualquier otra disciplina. Un influyente grupo de intelectuales, que conversaron con el presidente Carlos Andrés Pérez, no lograron convencerlo alrededor de la propuesta del ministerio, pero sí de elevar el rango hasta lo que terminaron llamando Consejo Nacional de la Cultura, léase CONAC, cuyo titular se favorecía al reportarle directamente al presidente de la República. Al frente de este grupo estaba Juan Liscano, y en cuanto a la conformación y diseño de la nueva institución destacaba el maestro Antonio Pasquali. Para el nivel de discusión en torno a políticas públicas que se podía dar en la Venezuela de entonces, el CONAC fue lo más cercano que pudimos tener a un ministerio, pero con la ventaja de ser un organismo más autónomo y, también, más democrático. Así quedó sancionado en la Ley que lo creó gracias a la aprobación del Congreso Nacional. La palabra clave en esta nueva conformación de la institucionalidad cultural fue Consejo, con C mayúscula, que debemos interpretar como un grupo selecto de personas o representantes, pues, según los estatutos, eran catorce miembros, cuatro elegidos por el Ejecutivo Nacional, léase por el Presidente de la República, y diez por distintas instituciones nacionales. Me interesa nombrar cuáles eran algunas de esas instituciones, porque siempre he visto allí una pulsión democrática que hoy hemos perdido: la Asociación de Academias, por ejemplo, tenía un representante; el Consejo Nacional de Universidades también, la Conferencia Episcopal también, el Colegio Nacional de Periodistas también, la Confederación de Trabajadores de Venezuela también, y así hasta ocupar las sillas restantes: en síntesis, voces y pareceres que se sentaban alrededor de una mesa redonda para llegar a un consenso. Modos y virtudes que hoy brillan por su ausencia.

El CONAC existió por veinticinco años y en 1999, tristemente, se le dio la estocada final. Fueron muchos sus presidentes, directores, decisiones y políticas a lo largo de su existencia. Como grandes logros en el campo literario y editorial, menciono sólo dos: la creación de la Biblioteca Ayacucho, que se propuso compendiar toda la creación y el pensamiento literarios del continente en una colección interminable, y el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, conocido como CELARG, que acertadamente desarrolló tres ejes programáticos que se complementaban: la investigación, que incluía bolsas de trabajo para desarrollo de proyectos; la formación, que se hacía a través de una intensa red de talleres literarios (creo que a partir de 1975 no hubo escritor venezolano que no pasara por esos talleres); y el reconocimiento, que consistía en un sistema de premiaciones muy dinámico, a la cabeza de los cuales estaba el Premio de Novela Rómulo Gallegos, que a partir de 1967 se convirtió en el más importante de habla hispana. 

El CONAC absorbió la tutela de las grandes instituciones culturales: museos, galerías de artes, bibliotecas, centros de investigación; también patrocinaba eventos, festivales, exposiciones; también becaba a los jóvenes creadores en diferentes campos; también se encargaba de proyectar la cultura venezolana hacia el exterior. Un capítulo importante de la institución ocurre en los años 80, cuando asume la presidencia del Consejo el maestro José Antonio Abreu, quien desde los años 70 había creado el llamado Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles, sin duda alguna el programa cultural de mayor impacto social que haya tenido la democracia venezolana. Valga, sin embargo, un breve paréntesis para recordar que el Sistema fue como un segundo CONAC, un segundo ministerio, que se quiso deslindar de las políticas públicas y blandir su propio cetro. Analizando en perspectiva esa condición bicéfala, considero que al final fue un error, porque si bien debilitaba al CONAC en cuanto a preeminencia institucional, también debilitaba al Sistema en el contexto de una sola política cultural. En la unión estaba la fuerza, y no haberlo visto así debilitó al sector cultural de cara a las otras competencias del Estado. El maestro Abreu, sin embargo, le dio un gran impulso al CONAC durante su presidencia, sobre todo al transformar las instituciones dependientes, como el Museo de Bellas Artes o el Instituto Armando Reverón, en las luego llamadas “Fundaciones de Estado”, que adquirieron más autonomía y también más capacidad de autogestión. Recuerdo como si fuera ayer haber acompañado a Clementina Vaamonde por varios años en el directorio de la Galería Arte Nacional y asistir a una reunión de cierre anual en la que los ingresos por ventas, patrocinios o donaciones igualaban la mitad del presupuesto anual que le otorgaba el Estado. Si esto no era ejemplar gestión cultural, ¿entonces qué lo sería?

El crecimiento de las políticas y la gestión cultural públicas durante los años 70, 80 y 90 es impensable sin mencionar tres sectores o factores que fueron determinantes. En primer lugar, las universidades nacionales, sobre todo las públicas, que si aún no son centenarias, están por serlo, como la Universidad Central de Venezuela, la Universidad de los Andes, la Universidad de Carabobo, la Universidad del Zulia y la Universidad de Oriente. Para estas instituciones era habitual contar con direcciones de cultura, direcciones de patrimonio, fondos editoriales, revistas culturales, museos, compañías teatrales o de danza, y hasta imprentas propias. Hay momentos de nuestra historia en que la producción cultural de las universidades superaba a la del propio Estado. Y en el campo editorial, a veces olvidamos la cantidad de títulos, revistas, colecciones, que nutrieron a generaciones enteras. Pensemos, por ejemplo, en la revista Poesía, que aún edita la Universidad de Carabobo, fundada en los años 70 por los poetas Eugenio Montejo y Alejandro Oliveros: esta publicación, que en sus mejores tiempos circulaba por toda América Latina y España, ya tiene medio siglo de existencia: es una verdadera sobreviviente en medio de la opacidad editorial de estos años. Quizás en el balance de todo ese esfuerzo universitario, echemos en falta una mayor vinculación con el mundo no universitario, esto es, con la sociedad que muchas veces desconocía o no tenía acceso a toda esa producción cultural. Recuerdo no hace mucho tiempo una conversación con mi buen amigo Nicolás Bianco, quien falleció recientemente mientras todavía ejercía como Vicerrector Académico de la Universidad Central de Venezuela, en la que lo animaba a liderar la creación de una distribuidora del libro universitario, donde pudieran participar todas las universidades públicas y también privadas. Esta iniciativa, años atrás, fue pensada con mucha claridad por las universidades colombianas, y ha sido tal su efecto que hoy en día el libro universitario del vecino país ocupa no menos del 30% del espacio expositivo de la llamada FILBO, o Feria del Libro de Bogotá… El segundo factor que ha reforzado las políticas públicas culturales tuvo que ver con la descentralización política, esto es, con las nuevas leyes que permitieron la elección directa de gobernadores y alcaldes. Hacia inicios de los años 90, muy pronto comenzamos a ver el auge de las direcciones culturales de las gobernaciones y, en menor escala, de las alcaldías. Recuerdo realizaciones notables en el estado Bolívar en cuanto a recuperación patrimonial, o en el estado Carabobo en cuanto a festivales de artes escénicas, o en el estado Miranda en el campo de las culturas tradicionales, o en el estado Zulia al construir una moderna biblioteca que lleva el nombre de María Calcaño, una poeta que hemos olvidado injustamente. Es de prever que las alcaldías tengan un rango menor por razones de territorialidad y nivel de población, y sin embargo hemos visto desarrollos ejemplares, como el de la Alcaldía Chacao, que desde sus inicios creó la Fundación Cultural Chacao, un modelo de gestión que emularon otras alcaldías del país. La descentralización cultural, entendida en tres niveles de ejecución (Estado Central, Gobernaciones y Alcaldías), ya se veía en otros países latinoamericanos, como Brasil, en el que, por ejemplo, las inversiones en infraestructura cultural o de recuperación patrimonial, por lo costosas, se las reservaba el Estado Central, mientras que una celebración local era responsabilidad del municipio… El tercer y último factor que ha fortalecido la institucionalidad cultural, aunque nos cueste creerlo, ha sido el sector privado o empresarial. A veces, los fueros culturales nos hacen pensar que el interés privado es lo más ajeno a la realidad cultural, pero en Venezuela podríamos escribir una historia adversa. Posiblemente hayan sido las multinacionales petroleras las que crearon las primeras instituciones, entre ellas la Fundación Shell, dedicada a la investigación agrícola, o el esfuerzo de la empresa Creole (léase hoy en día Exxon-Mobil) al publicar durante décadas la revista El Farol, una de las mejores publicaciones culturales que hayamos tenido en el siglo XX. Ya en los años 50, la Fundación Mendoza, de capital nacional, iniciaba un programa de construcción de casas populares que se mantuvo por años, cambiando la fisonomía de muchas ciudades. Pero hay que esperar hasta el período que va de los años 70 a los 90 para sentir la convicción del empresariado de invertir en cultura a través de programas propios, patrocinios, donaciones, coediciones y demás figuras institucionales. Fundaciones como Polar, Bigott, Cisneros o la ya mencionada Mendoza, por mencionar las más grandes, fueron verdaderos bastiones en cuanto a programación cultural. Un dato de 1993, correspondiente a la Asociación de Fundaciones Privadas, cifraba en 169 la cantidad de fundaciones existentes, pero más sorprendente aún era descubrir que el 65% de los programas que se desarrollaban para entonces correspondían a las áreas de Educación y Cultura. En síntesis, la vocación cultural siempre ha estado presente en el empresariado venezolano.

Después del esfuerzo legislativo para crear el CONAC en 1975, parecería que el parlamento venezolano no se preocupó por nuevos desarrollos institucionales en el área de la cultura. Y sin embargo, los vientos vecinales nos traían noticias de México, Colombia, Argentina y Brasil, donde distintas iniciativas parlamentarias buscaban aprobar leyes orgánicas para la cultura y alcanzar el añorado estatuto ministerial. Toda la literatura teórica que además desarrollaba la Unesco para entonces nos empujaba a dar ese debate y a exigir en los presupuestos nacionales una asignación no menor al 1%, que ya se consideraba todo un acierto. Pero los foros, discusiones y propuestas no lograron convencer a los diputados, quienes no sentían madura la moción, y en vez de aprobar una ley orgánica prefirieron sancionar cuatro leyes sectoriales, todas en los años 90, lo que fue visto como el último gran logro de la institucionalidad cultural en tiempos de democracia. La primera de estas leyes fue la de Cine, que fue impulsada por unas veinte mil firmas de trabajadores del sector, y que dio pie a la creación del Centro Nacional de Cinematografía, CENAC, organismo que comenzó a financiar el grueso de la producción cinematográfica nacional. La segunda ley fue la de Artesanía, vieja deuda que tenía el Estado con un sector muy sensible y a la vez muy activo: a partir de allí, entre otras iniciativas, comenzaron a pulular las ferias artesanales por todo el territorio nacional. La tercera ley fue la de Patrimonio, en gran medida concebida según los parámetros teóricos de la UNESCO, y muy importante para un país que no siempre ha dialogado bien con su pasado. Rescatar y poner en perspectiva el patrimonio material y también inmaterial comenzó a ser una política de Estado, y si a ello se le suma las prerrogativas que se le han dado al Instituto de Patrimonio Cultural, para ofrecer directrices a los organismos públicos o para sancionar cuando se trate de violaciones, estamos hablando de una ley muy moderna y necesaria. 

Dejo para el final la cuarta y última ley sectorial, que es la Ley del Libro, porque estando en una feria librera, como lo es la FLOC, nada nos determina más que este marco legal. Quizás nadie recuerde que, hace treinta años, el libro en Venezuela se vendía sin el Impuesto al Valor Agregado, que las mejores ediciones y los mejores diseños se premiaban todos los años con jurados calificados, que el país estaba representado en las más importantes ferias del libro internacionales, que la industria gráfica lograba los cupos necesarios para importar papel y demás insumos gráficos, que las ferias del libro comenzaban a crecer en las capitales más importantes del país. Esto no era magia, no; esto era el fruto del trabajo del Centro Nacional del Libro, mejor conocido como CENAL, una institución creada, precisamente, para que la Ley del Libro se cumpliera a plenitud. En el campo de las ferias modernas, porque en el pasado pudimos tener salones del libro o exposiciones temáticas, la primera que organiza el CENAL corresponde al año 1992, teniendo a España como país invitado. Los espacios expositivos de la Zona Rental de Plaza Venezuela se transformaron en una nave luminosa que atravesaba los tiempos: entrábamos al siglo XXI y no nos dábamos cuenta. Las caras de los lectores jóvenes era lo más llamativo: recibían un regalo que además se iba a mantener durante los años sucesivos. Allí comienza, contra viento y marea, una historia que todavía perdura. En 1996, la Universidad de los Andes inauguraba la Feria del Libro Universitario, FILU, que en poco tiempo extendió su oferta hacia todo tipo de ediciones; en el año 2000 la Universidad de Carabobo anunciaba la FILUC, que creció vertiginosamente hasta convertirse en la feria más importante del país; en 2015, gracias al apoyo de la Universidad de Margarita, se creó la FILCAR, Feria Internacional del Libro del Caribe, con clara vocación de hacer intercambios culturales en “el mar de las lentejas”, tal como lo llamaba el novelista cubano Antonio Benítez Rojo. Se observará que todos estos esfuerzos fueron universitarios, pero en la capital, la institución que promovió el llamado Salón del Libro por varios años consecutivos en la Plaza Altamira, fue municipal: me refiero a la Fundación Chacao. Hoy estamos en los espacios de la FLOC, Feria del Libro del Oeste de Caracas, que si bien es la feria librera más joven del país, ya cumple los siete años de crecimiento continuo. Es también, como se sabe, una feria impulsada por una universidad. Por vocación y sensibilidad social, entendemos que la Universidad Católica Andrés Bello haya querido afincarse en el concepto “Oeste de Caracas” para definir su visión, pero también es cierto que hoy es la única de la ciudad, y por lo tanto llamada a convertirse en la de toda la ciudad: los lectores y editores de norte, sur, este y oeste se lo agradecerán.

En el inicio de una feria de tema libre, con editores variados, con importantes escritores internacionales, con homenajes y tributos, llena de estudiantes y profesores, con espacio para la poesía y la reflexión, me ha parecido pertinente hacer un recuento de lo que hemos tenido en el campo cultural. Estas escenas que veremos durante la semana que hoy se inicia no son gratuitas: pertenecen a una tradición, fueron construidas con desvelo, hablan de un crecimiento sostenido en el tiempo. Estas escenas las fuimos adivinando, intuyendo, construyendo, durante todo el siglo XX, a veces retrocediendo y a veces adelantando, pero siempre con una meta clara, que era la de la libertad creativa y de opinión. Hay escritores que murieron por esto, hay editores que fueron censurados por esto, hay poetas que recitaron sus versos en la cárcel por esto. La cultura que construimos la hicimos posible gracias a la democracia, y ha sido en democracia donde hemos hecho lo mejor de nuestra cultura. Para los escritores de nuestra generación, nacidos en los años 50, este recuento será reconocible, pero dudo que lo sea para los escritores de los 80 o los 90, que claramente ya son ciudadanos del siglo XXI. He pensado en ellos a la hora de escribir estas líneas, he creído importante recordar a los que pusieron las primeras columnas, a los que fundaron instituciones que fueron determinantes, a los que soñaron con bibliotecas antes de imprimirlas. No hay futuro sin memoria, no hay porvenir sin herencia. Y para cerrar, en el centenario del gran poeta Juan Sánchez Peláez, estos versos que hago míos para que también los tengamos presentes como un talismán del futuro: “A fondo, memoria mía, para que no extravíes en la estación final, ni un átomo en las cuentas de la angustiosa cosecha”.


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