Pensando la Universidad

La universidad: experiencia y destino

30/03/2021

Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. Presentamos el texto de Rafael Arráiz Lucca, profesor titular de la Universidad Metropolitana, doctor en historia por la Universidad Católica Andrés Bello y con amplia experiencia en la investigación literaria, cultural e histórica.

Fotografía cortesía del autor

Me invitan a reflexionar sobre la universidad venezolana y el desafío me supera. No soy experto en temas universitarios sistémicos. Soy un profesor-investigador que ha hecho carrera desde hace veinticuatro años en la Universidad Metropolitana, donde comencé desde el principio y ahora soy Titular VI, y ya no tengo escalones por subir. Cuando comencé era abogado a secas, pero me decidí por emplear diez años de mi vida en terminar de formarme. Primero cursé una Especialización en Gerencia de Comunicaciones Integradas (Unimet), luego egresé Summa Cum Laude de la Maestría en Historia de Venezuela de la UCAB y, finalmente, me doctoré en Historia, también en la UCAB.

Mi experiencia en la gerencia académica se concentra en los años en que asistí al consejo universitario como decano, cuando fui director del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Uslar Pietri, entre 2006 y 2010. Allí pude ver la complejidad universitaria en su conjunto. Esa es mi experiencia, y no me parece suficiente como para reflexionar sobre la universidad venezolana en términos genéricos o filosóficos. Sí puedo, y con mucho gusto, pensar en voz alta sobre la experiencia de estar en el aula con los alumnos y la de dedicarme a la investigación, en la biblioteca y el cubículo.

Debo señalar que mi carrera es atípica. Ingresé a la Universidad Metropolitana en 1997, cuando sumaba treinta y ocho años de edad, lo que hace evidente que mi vocación docente no emergió al no más graduarme a los veinticuatro años, en 1983. Puedo decir que me sobrevino en la mitad del camino de la vida, de la que hablaba Dante Alighieri, y también puedo decir que, entre mis vocaciones, esta de dar clases me produce un entusiasmo y una alegría como pocas actividades me producen. Leer y escribir la acompañan. Las tres forman parte de la vida intelectual que, sin la menor duda, es la mejor vida que puede escoger cualquiera que ame el conocimiento y esté dominado por la curiosidad.

En estos veinticuatro años he podido desarrollar mi vocación a plenitud en la Universidad Metropolitana. Solo siento gratitud hacia esta casa de estudios entrañable, donde he podido servirle a mis estudiantes y a mi país, con una absoluta libertad de cátedra y el respaldo a mis tareas de investigador, de las que han emergido no pocos libros académicos útiles para la comunidad científica y humanística de la que formamos parte. En estos años fui licenciado dos veces para ausentarme. Entre 1999 y 2000, cuando obtuve por concurso la Cátedra Andrés Bello del St Antony’s College de la Universidad de Oxford; entre 2010 y 2013, cuando di clases en la Universidad del Rosario, en Bogotá. Ambas experiencias enriquecieron mi condición de profesor investigador y me abrieron a la riqueza de aprender de estudiantes de otros ámbitos culturales.

He sido alumno durante muchos años y profesor durante más tiempo todavía. De tal modo que tengo claro que lo primero que debe tener un profesor es conocimiento específico sobre la materia que dicta. Pero esto no basta si no es un buen comunicador, si no le gusta la gente, si no experimenta un gran placer explicando un tema, concatenando unas líneas argumentales con pasión, con humor, entrelazando universos. En el fondo, disertar es como escribir un ensayo: tienes unas ideas organizadas en la cabeza, pero también admites los rayos súbitos de la intuición, imágenes que se te presentan de pronto, y todo esto debe ir tejido por un dejo histriónico que siempre aceita el entendimiento.

Quizás todo esto lo fui aprendiendo de los extraordinarios profesores que tuve: Luis María Olaso S. J., James Otis Rodner, Víctor Guédez, Domingo Irwin, Demetrio Boersner, María Elena González Deluca, Manuel Donís Ríos, entre otros. ¿Cómo no agradecer un método, una explicación precisa e iluminadora? El caos es detestable, y en la academia no debería abrírsele la puerta porque se siembra a sí mismo y se reproduce.

En cuanto a la universidad pública nuestra, es evidente que creció muchísimo y muy bien, en muchos casos gracias a la renta petrolera. Ese ingreso se ha reducido al mínimo en las arcas nacionales, de tal modo que se imponen otras fuentes de financiamiento. De lo contrario, desaparecerá o quedará reducida a su mínima expresión. El cobro razonable de matrículas es un camino, la posibilidad de constituir empresas que rindan beneficios, es otro. Recibir donativos de los egresados y herencias, es otro. Programas de becas para los alumnos que no tengan ninguna posibilidad de pagar matrícula, es otro. Nada nuevo: así se sostienen todas las universidades del mundo. Incluso, las públicas en muchos países. En todo caso, un Estado sin recursos, no puede mantenerla.

Recordemos que la creación de la primera universidad en la provincia de Venezuela es tardía en relación con otros ámbitos de Hispanoamérica. La Universidad de Caracas la funda Felipe V en 1721. Luego, se crea la Universidad de Los Andes, en Mérida, en 1810, y pasa casi todo el siglo XIX hasta que se fundan la Universidad del Zulia (1891) y la Universidad de Carabobo (1892), ya dentro del espíritu del Decreto de Antonio Guzmán Blanco de Educación Pública, Gratuita y Obligatoria para la Escuela Primaria, el 27 de junio de 1870.

En 1953 se crean las dos primeras universidades privadas nacionales: la Universidad Católica Andrés Bello y la Universidad Santa María, a las que se suma en 1970 la Universidad Metropolitana, y en 1971 una de las joyas de la universidad pública: la Universidad Simón Bolívar. Como vemos en esta muestra incompleta, la atención del Estado a la Educación Superior ha sido consistente, y desde mediados del siglo XX el sector privado ha contribuido decisivamente. Al día de hoy en Venezuela hay alrededor de ciento veinte institutos de educación superior, entre universidades autónomas, experimentales, universitarios tecnológicos y privados.

Ya en la Ley de Educación de 1940, durante el gobierno de Eleazar López Contreras, con Arturo Uslar Pietri como ministro de Educación, el Estado atendía cada vez más el reto educativo. Esto se profundizó indudablemente durante el Trienio Adeco (1945-1948), cuando las tesis del Estado docente de Luis Beltrán Prieto Figueroa zarparon de puerto. Luego, pasada la noche larga de la dictadura, la atención de todos los gobiernos democráticos al tema de la Educación Superior ha sido consistente y se puede afirmar que el país de oportunidades, de movilidad social habitado por la clase media más extendida de América Latina, pudo lograrse gracias a las universidades públicas y a la renta petrolera.

Es evidente que ese país está en trance de desaparecer: herido en su corazón esencial: la Educación Superior pública que permitió la superación profesional de centenares de miles de venezolanos, que titulándose fueron alejándose de la pobreza e integraron un sector laboral poderoso, también sacudido en los últimos años en que todo ha retrocedido a cotas de tiempos del general Gómez. Es urgente un cambio de rumbo en el camino que llevamos, y no es solo una tarea del Estado si no de la sociedad venezolana en su conjunto, donde lo que haga cada uno de sus individuos cuenta primordialmente.

Por último, creo que una de las relaciones humanas más hermosas es la que se da entre quien enseña y quien aprende. Sobre todo sí se aplica el método socrático: discusiones en el aula, estímulo del pensamiento crítico, diálogos, argumentos y todo fundamentado en la lectura, en la sociedad del conocimiento, en la necesidad de iluminar territorios baldíos con base en dos fervores: la libertad y la verdad. Por todo lo anterior es que la universidad es un reto para sí misma: pensarla supone allanar el camino de su subsistencia.

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Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:

— Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena

— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez

— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas

— Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López

— Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero

— La universidad: entre la nostalgia y la fe; por Mariano Nava Contreras

— Agonía ucevista; por Luis Marciales

— La calidad de la educación universitaria en Venezuela; por Arnoldo José Gabaldón


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