Perspectivas

El dilema de Samuel Robinson

03/03/2021

Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. Acá la perspectiva de Víctor Rago Albujas –antropólogo (UCV) y doctor en lingüística (Sorbonne-Paris IV)– sobre un aspecto grave que confronta hoy la Universidad Central de Venezuela. Rago es profesor activo de la Escuela de Antropología (de la que fue director) y del Doctorado en Ciencias Sociales (UCV). Fue decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (UCV) y presidente del órgano evaluador de la Convención del Patrimonio Cultural Intangible (Unesco).

Víctor Rago retratado por Alfredo Lasry | RMTF

Lo han advertido perspicazmente algunos. La salida de sus cargos de las presentes autoridades rectorales no remediará los problemas fundamentales de la universidad. Permitirá resolver tal vez aquellos cuyo origen está en el modo de ser de dichas autoridades, así como en el estado de cosas que el modelo de gestión –no gestión modelo– ha contribuido a configurar durante su ejercicio sempiterno. Reveladora paradoja, un rasgo sobresaliente en el cuadro actual es la ausencia casi total de debate. La inhibición que experimenta la vocación deliberativa es sintomática de una patología, grave en una institución que se define en considerable proporción a partir de su gran potencial de vertebración discursiva.

Sería inexacto adjudicarles a las autoridades la responsabilidad causal de este déficit pues la deriva afásica data de lejanos tiempos. Pero se impone con maciza evidencia la constatación de que a lo largo de la última docena de años poco se ha hecho desde las altas esferas directivas para estimular el debate sobre la multitud de temas que a la universidad conciernen, repertorio temático en que ella misma figura a título de objeto de reflexión. Así las cosas, no se requieren poderes extracognitivos para barruntar un futuro incierto, sobre todo cuando las instituciones de educación superior –la universidad pública autónoma en particular– sufren los embates de implacables enemigos externos.

De allí que sea imperativo plantearse seriamente la cuestión electoral, algo que supera el corto límite de la técnica y el acto comicial. A las autoridades rectorales y al Consejo Universitario se les ha pedido –lo han hecho tanto individualidades respetables como grupos académicos de opinión y otras organizaciones de la Universidad Central de Venezuela– que manifiesten de una vez su disposición a considerar dicha cuestión punto insoslayable de la agenda universitaria, inventario de asuntos que sobrepasa con holgura los ítems de trámite maquinal en el máximo Consejo y en los otros. Si de lo que se trata es de mantener a la universidad con vida es indispensable identificar los aspectos vitales, dicho sea con pedagógica redundancia.

Y el electoral es uno de esos aspectos. Lo es en sí mismo, por su propia naturaleza dada la función que cumple en la fisiología institucional, hoy lastrada por el hecho de que los mandatos de autoridades rectorales, decanales y de representantes profesorales a órganos de cogobierno expiraron hace demasiado tiempo sin que se haya producido el salutífero recambio. Pero lo es además, de un modo apremiante y perentorio, por la amenaza gubernamental de las sentencias contraautonómicas y anticonstitucionales del Tribunal Supremo de Justicia, por el anuncio de la ilegítima Asamblea Nacional de que se redactará una nueva Ley de Universidades, por la iniciativa del Ministerio de Educación Universitaria de «priorizar» ciertas carreras profesionales en detrimento de las de los ámbitos de las ciencias sociales y las humanidades, por la intención declarada de aplicar un «sistema de evaluación, supervisión» –etcétera– del desempeño institucional pergeñado en la rarificada atmósfera de despachos cuya calidad de desempeño nadie tasa. Los signos que presagian la liquidación definitiva de las universidades como centros libres de creación intelectual se multiplican aceleradamente.

La Comisión Electoral de la UCV ha dado a conocer recientemente una propuesta de cronograma de eventos electorales. No hay duda de que ello representa un paso importante frente al estancamiento predominante. Sin embargo, no es buena idea pasar de golpe del inmovilismo contemplativo a la premura y convendría por lo tanto dosificar la intensidad de la entrega a una tarea que aun siendo urgente debe evitar toda precipitación. La propuesta resulta de una precocidad desaconsejable porque el calendario divulgado no deja plazo a la gestación de condiciones propicias para que una colectividad, entumecida por la inercia y exhausta por el esfuerzo de sobrevivir, se disponga a reflexionar, debatir y construir consensos sobre no pocos aspectos de la vida universitaria, entre los que figura también como es lógico la cuestión electoral.

Deberá ciertamente movilizarse para debatir acerca de tales asuntos y el propio debate obrará a su vez de aliciente para nuevas movilizaciones. Movilizarse para debatir y debatir para movilizarse aún más. He allí la «dialéctica» –si se me autoriza el arcaísmo– de cuyo movimiento parece depender la necesaria incorporación de los universitarios a las formas de actividad que la pandemia y la debacle nacional concedan, pero a las que el ingenio y la voluntad de los ucevistas podrían dotar de posibilidades insospechadas. Si al principio habrá que darse por satisfechos con la participación de pocos, pronto se verá que el esfuerzo inicial de algunos hará emerger en muchos la convicción de que es el sentido mismo de la universidad lo que está en riesgo de extinción. ¿Qué universitario verdadero permanecerá impasible?

En consecuencia, la convocatoria no puede ser a «reiniciar la actividad académica», según la equívoca y reduccionista fórmula que, no sin cierta compulsión, pregonan las autoridades de dentro y de fuera de la universidad, y en la que parece encarnar una ambigua aspiración de normalidad imprecisa. El llamado tendría que ser para estimular la convergencia de la voluntad y las variadas manifestaciones del pensamiento crítico de los universitarios –principalmente de la comunidad académica– hacia el terreno de las urgencias comunes.

He aquí algunas interrogantes: ¿cómo sobreponernos a la parálisis?, ¿cómo luchar contra la indigencia salarial?, ¿cómo conciliar nuestros afanes por sobrevivir y nuestros aportes a la supervivencia de la universidad?, ¿cómo determinar qué actividades académicas resultan factibles?, ¿cómo concebir directrices generales para la coyuntura e imprimirle entonces sentido unitario a la dispersa acción de todos?, ¿cómo promover el debate sobre las cuestiones universitarias cardinales sin desatender aquellas que las circunstancias imponen?, ¿cómo persuadir a los alumnos de que su participación es indispensable para preservar la universidad y a la vez única garantía de prosecución de sus estudios?, ¿cómo, en fin, dotarnos de un plan de defensa de la universidad pública cuyo fundamento y legitimidad reposen en la autonomía concebida y practicada como principio transformador y no simple reducto de tradiciones autodefensivas?

El debate, claro está, no puede ser interminable pero sin él toda estrategia de revitalización institucional resultará insuficiente, carecerá de aliento renovador y todo terminará por languidecer entre ademanes restauradores, incluido el propósito de organizar un proceso electoral al amparo de auspicios menos adversos. Debatir es imperioso no para agotar una agenda de materias cruciales –por definición inagotables– sino para recobrar la función deliberativa atrofiada por la inactividad de la musculatura argumental, por la banalización del coloquio, por el efecto plúmbeo de las liturgias burocráticas, por letárgicas rutinas que decretan el exilio de lo nuevo en nombre de las seguridades consabidas y la gesticulación mecánica. Solo una universidad capaz de reflexionar sobre sí misma y su lugar en el mundo contemporáneo podrá reinsertarse en el atormentado país que somos y enfrentar el populismo ignaro, cuyo objetivo es someterla a un estado de abyecta servidumbre política y de inanidad intelectual.

Aplicado a la grave situación de la universidad venezolana de hoy, el emplazador dilema robinsoniano no deja escapatoria: o inventamos o cerramos.

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Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:

— Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena

— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez

Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López

Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero


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