Pensando la universidad

Universidad Central de Venezuela: el otro exilio

Fotografía de Daniela Ziade | RMTF

01/03/2021

Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. Acá la perspectiva de Ricardo Ramírez Requena, quien luego de superar los rigores del concurso de oposición para hacerse con un cargo en la Escuela de Letras de la UCV hubo de renunciar ante los embates de la actual realidad socioeconómica.

En 2006 defendí mi tesis de licenciatura. Trabajé el libro Otro tiempo, de W. H. Auden como bisagra entre la etapa inglesa y la etapa norteamericana del poeta. Mi tutor fue Alejandro Oliveros. Como tantos, cursé la carrera trabajando en el día y estudiando de noche. La escolaridad era esencialmente nocturna, con algunos cursos en la tarde (los de idiomas, generalmente). Uno llegaba a las 5:30 p.m. y salía a las diez de la noche. Trabajé como aprendiz de farmacia (llegaba a las clases de María Fernanda Palacios con mi bata blanca en la mano, cual médico o chichero), como librero en el Ateneo de Caracas (época breve, que amé: me sumergí en toda la cultura que Caracas podía ofrecer en Bellas Artes) y como operador telefónico. Finalmente, en enero de 2007 me gradué.

Gracias a un préstamo que pagué durante un año pude viajar a Europa. Me cambió la vida. Quería leer y escribir sin parar, y volver a investigar. En 2008 regresé a Italia, el país en el que me concentré, y comencé la maestría en Literatura Comparada en la UCV en paralelo con unos cursos que enseñaba en el básico de la Universidad Simón Bolívar.

Al año siguiente, a la salida de la presentación de un libro en la Librería El Buscón, lugar donde trabajé varios años y que definió cosas centrales en mi vida, conversaba con María del Pilar Puig y Gisela Kozak, quienes me invitaron a dar clases en la Escuela de Letras. Me sentí honrado: dar clases en el lugar en donde te graduaste. ¿Cómo decir no a una invitación como esa? Dije que sí, sin dudarlo. Era marzo de 2009. Volvía a la UCV, ahora del otro lado de los pupitres.

Mi primer curso fue sobre poesía y política en la generación de Auden (Isherwood, MacNeice, Spender, el mismo Auden). Fue en el aula de alemán de la Escuela de Filosofía. Comenzamos con la Política, de Aristóteles. Cuando uno comienza a dar clases está tomado por la intensidad. Quiere mostrar “que sabe”. Puede ser más inteligencia que sensibilidad. No tienes el entrenamiento para ver por dónde van los estudiantes, si entienden algo de lo que dices o no. Los primeros cursos son siempre una proyección de tu defensa de tesis de licenciatura ante un jurado. Y tus estudiantes son el jurado. Tardamos tiempo en entender que esto ya es otra cosa. En este curso recuerdo a Enza García Arreaza, hoy escritora de varias obras, ganadora de premios y becas y que vive actualmente en Estados Unidos; a Isabel Santos, ahora en México; a Oswaldo Alcalá, quien moriría pocos años después como consecuencia del asma que padecía. En el segundo curso, el Taller de Lectura y Escritura obligatorio, viví una experiencia diferente: no sabía del todo de qué hablar, qué trabajar, qué enseñar. Me sentía perdido. Los alumnos fueron generosos, en especial Valeria Provenzano, joven cumanesa de origen italiano, quien luego fue líder estudiantil y que después de una temporada en Uruguay realizó estudios en la Escuela Holden, en Torino. Recuerdo luego otros cursos: uno sobre novela del siglo XVIII, otro sobre literatura erótica, también uno sobre literatura y política.

Mis primeros cursos estaban dirigidos a los siglos XX y XXI. Trabajaba una tesis de maestría sobre literatura y nuevas tecnologías. Pero con el pasar del tiempo los profesores de mi departamento, algunos mayores y otros menores que yo, comenzaron a irse: Karina Wesolowski, ahora en Colombia; Pedro Elías Martí, creo que en Estados Unidos; Juan Pablo Gómez, asentado en España. Fui ayudando, entonces, a cubrir plazas, cursos obligatorios, prioritarios: barroco europeo, novela realista del XIX, romanticismo europeo. Lo hice con plena disposición al punto de vivir, por azar, momentos luminosos: la lectura y relectura de Shakespeare, John Donne, John Milton y  los acercamientos a los poetas románticos alemanes. Un capítulo especial tendría obras narrativas de Dickens, Stendhal, Flaubert que pudimos explorar a lo largo de los años y que me llevaron a replantearme muchas ideas y teorías en mis afanes reflexivos y escriturales. Pero lo cierto es que, sin verlo en un principio, al apartarme del siglo XX y tiempos más contemporáneos en mis lecturas e investigaciones a propósito de los cursos que comencé a dictar, me alejé de mi tema de tesis y nunca culminé la maestría. Además, otros afanes me movían: la política, la búsqueda de nuevas formas de ingresos pecuniarios, mis proyectos de querer ser escritor.

En la universidad viví muchas huelgas, paros y protestas. El que más me movió fue el año 2013. Estudiantes heridos o muertos: me correspondió ir al velorio de una alumna. Los dolores que ser profesor también trae aparejado.

Fui profesor desde 2009 hasta 2021. Los primeros años fueron de esplendor; luego, las posibilidades para investigar, ir a congresos y seminarios, de tener una vida académica mínima se alejaban cada vez más. El país se hundía en un abismo y con él las opciones de muchos. Aun así pasé de ser profesor a medio tiempo a tiempo completo e incluso llegué a plantearme trabajar para mi primer ascenso. El «Viernes Rojo» de 2014, primero, y las medidas económicas de 2018, después, pulverizaron esas ideas. Había que buscar el dinero en otros frentes, trabajar sin descanso y la universidad –siempre con dedicación, eso sí– iba pasando a ser el espacio en donde solo damos clases. Poca investigación, poca exploración, tedio académico. He llegado a pensar que nunca debí presentar el Concurso de Oposición, que mi tiempo en Letras entre 2009 y 2013 era suficiente como proceso de aprendizaje y experiencias, pero decidí seguir. Tuve la suerte de que en mis otros trabajos, ajenos a la universidad, siempre me dispensaron asistir dos tardes a la semana a dar mis clases. Al tener esa ventaja me resultaba muy egoísta no continuar. Vivo, además, en Plaza Venezuela; podía ir y regresar a la universidad, en la mayoría de los casos, a pie; así que considerada un deber ético seguir. Por añadidura, uno ya ama lo que hace. Entras a clase y te transformas, como si fueras un actor. Ves esos ojos de adolescentes brillar mientras les hablas de la tragedia privada de MacDuff, en Macbeth, y te convences de que haces bien tu trabajo. Estás enseñando, estás poniendo candela en las cabezas de un puñado de muchachos, estás haciendo tu labor.

El sueldo de la universidad fue pasando de ser un 60, 70 % de mis ingresos a un 30, 20 %. Los cestatickets ayudaban, en especial en los tiempos de largas colas, por número de cédula, en las entradas de los supermercados. La universidad paga vacaciones, aguinaldos, bonos, los cuales fueron de mucha utilidad en casa, sobre todo entre 2010 y 2015. Asimismo, gracias al seguro de la universidad pude cubrir dos operaciones, tratamientos odontológicos de mi esposa, emergencias por asma de mi hijo, exámenes de laboratorio de mi madre.

Pero un día todo desapareció. Como el efecto del salitre, que sabemos que está en el aire, la experiencia de la universidad fue apagándose: sueldos de 2, 4 dólares mensuales, un seguro que no alcanza para cubrir emergencias médicas, pagos de bonos que nada solucionaban. Desde 2018 todo comenzó a hacer agua, a hundirse. Un día me vi en una clase como violinista del Titanic. Otro día quise ir al baño en el pasillo donde están las aulas y estaba clausurado. Solo funcionaba el de mujeres. Debía bajar al sanitario de profesores o ir hasta la otra ala del edificio de la Facultad. Luego sentí que la distancia desde mi casa en Plaza Venezuela hasta la universidad se hacía tan larga como ir caminando desde ahí hasta Ciudad Bolívar.

Hace pocas semanas leí en las redes de centros de estudiantes a jóvenes arengar, con arrogancia y desprecio, a los profesores que no hemos querido dar clases virtuales dadas las condiciones de la universidad.

Sentí que me escupían en la cara.

Entendí que era hora irse.

Una alumna me escribió en mi muro de Facebook: «gracias porque, mientras todo se derrumbaba, usted no nos dio escombros».

Entonces sentí que podía irme tranquilo, ahora ya en silencio.

***

Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:

— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez

— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas

Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López

Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero


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