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Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. En esta oportunidad Tulio Ramírez –sociólogo, abogado, doctor y postdoctorado en Filosofía y Ciencias de la Educación; profesor Titular en las universidades Central de Venezuela, Pedagógica Experimental Libertador y Católica Andrés Bello– nos ofrece su perspectiva.
Parte de esta esta frase la tomo prestada de José Ignacio Cabrujas. Si lo notaron saqué de la ecuación a los Tiburones de La Guaira, el equipo «de sus tormentos».
En esta oportunidad el objeto de mis tormentos es nuestra querida Universidad Central de Venezuela. Ella, a diferencia del equipo de Cabrujas –y con el perdón de su fanaticada– lleva demasiadas temporadas ganando el campeonato de simpatías y respeto por parte de la mayoría de los venezolanos.
El amor por la UCV lo he sentido desde muy joven. He dicho en varias oportunidades que me convertí en ucevista antes de ser aceptado formalmente como estudiante. A los dieciséis años, estando en cuarto año de bachillerato en la también querida Escuela Técnica de Campo Rico, en Petare, reservaba los sábados para asistir a la Sala de Conciertos del campus. No faltaba a las obras del Teatro Universitario, los conciertos de la Estudiantina o las profundas e intensas películas de Bergman, Polanski y Hitchcock.
En esa época era una suerte de rara avis. En lugar de dedicar los domingos a un encuentro de chapitas o a alguna caimanera de beisbol me iba con Horacio, otro amante de esa casa de estudios (aunque nunca se inscribió en ella), a disfrutar lo que estaba en cartelera.
Casi siempre el espectáculo dominguero era un concierto de la Orquesta Sinfónica de Venezuela. Hoy aprovecho para confesarlo: en realidad nuestro interés no era la música académica, sino estar en la UCV y sentirnos miembros de su comunidad. Éramos lo que los gringos llamarían hoy unos ucevistas “sin papeles”.
Como era de esperarse al presentar la prueba de la Oficina de Planificación del Sector Universitario (OPSU) marqué la UCV en las cinco posibilidades de ingreso. Recuerdo haber colocado la carrera de Sociología como mis dos primeras opciones y Trabajo Social como la tercera. La memoria no me da para recordar qué rellené en las restantes.
Corría el año 1975. Era la primera vez que la OPSU aplicaba la Prueba de Aptitud Académica. Al tiempo, se publicó el listado. Mi decepción fue enorme. Me ubicaron en una carrera que no quería y en una institución que ni siquiera conocía.
Para no entrar en conflicto con mi familia procedí a inscribirme en el Colegio Universitario donde me asignaron. Cursé un semestre y me fue bien, aunque no era la mío. Ni los espacios ni el ambiente tenían que ver con mi querida UCV. Al año siguiente me inscribí nuevamente en la prueba de la OPSU. Para decirlo de una vez: uno de los momentos más emocionantes de mi vida fue cuando leí en el listado: Tulio Ramírez, Sociología, Universidad Central de Venezuela. ¡El que insiste vence!
Ni siquiera me despedí del Colegio Universitario, simplemente dejé de asistir a clases. En febrero del 76 puse por primera vez mis pies en la UCV como ciudadano ucevista de pleno derecho. Todavía conservo el primer carnet estudiantil con el que “chapeaba” en todas partes. Me sentía un venezolano de primera.
El primer semestre fue como caminar por las nubes (no las de Calder, por supuesto). Pertenecer a esa comunidad daba esa sensación. Andar por sus pasillos y encontrarse con aquellos profesores de los que había tenido noticias solo por la prensa o por sus libros era realmente mágico. En mi segundo día de clases, estando en el cafetín de sociología, observé a Héctor Malavé Mata que conversaba animadamente con Héctor Silva Michelena, Francisco Mieres y Alfredo Chacón. Toda una experiencia. Luego, rumbo a la clase de Historia Social I, divisé en el jardín un petit comité conformado por Simón Sáez Mérida, Domingo Alberto Rangel, Heinz Sonntag y Rómulo Henríquez discutiendo quizás sobre el destino de la izquierda en Venezuela. Aquello fue como entrar a un juego de grandes ligas y ocupar la sección VIP.
Durante aquel tránsito estudiantil comprendí por qué se le llamaba Ciudad Universitaria. En la práctica, casi vivía allí. De lunes a domingo, de siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche me sumergía en esas pocas hectáreas que albergaban tanto conocimiento y tanta gente importante del país. No solo recibía clases, sino que había bibliotecas, espacios para el deporte organizado, vida cultural, comedor (tres comidas diarias por solo cinco bolívares); servicio médico, odontológico y psicológico, beca de seiscientos bolívares mensuales que alcanzaba para pagar una residencia y transporte gratuito hacia los puntos centrales de la capital. Como parte del currículum intrigábamos, por supuesto, contra el gobierno.
Era una ciudad, pues, con todas las de la ley. Salíamos al mundo exterior solo cuando era absolutamente necesario. Claro, era otra Venezuela y los presupuestos, a pesar de los recurrentes reclamos por sus insuficiencias, alcanzaban para garantizar todos estos servicios.
Estoy seguro de que al escuchar cantar al orfeón: «Campesino que estás en la tierra,/ marinero que estás en el mar,/ miliciano que vas a la guerra/ con un canto infinito de paz» los graduandos experimentan los mismos sentimientos anudados en el pecho que sentí hace décadas cuando me gradué. En ese momento uno se pasea entre la alegría por haber culminado exitosamente la carrera y la tristeza por saber que ya no volverá a pisar la Tierra de Nadie para estudiar entre sus árboles o esperar bajo el reloj (siempre dañado) a su amada, como lo testimonia Laureano Márquez en su «Credo de la UCV».
Tuve suerte. Un año después de concluir mis estudios ingresé como profesor en la Escuela de Educación. Tenía apenas veintisiete años. Mi primer día como docente lo sentí igual a mi primer día como estudiante: un sueño cumplido. Hace ya treinta y nueve años de ese episodio y lo recuerdo como si hubiese sido ayer.
¿Qué cómo fue mi vida como profesor de la UCV? Lo resumiré de manera tajante: si tuviese la posibilidad de volver a nacer escogiendo el país y el lugar donde pasar los siguientes cuarenta años de mi existencia no lo dudaría: en Venezuela y su UCV. Escojo Venezuela por su historia, su cultura, sus paisajes, su comida, sus tradiciones, sus playas y, por sobre todo, por los venezolanos: gente alegre, solidaria y orgullosa de su gentilicio. Escojo la UCV porque allí aprendí a ser mejor ciudadano, allí aprendí que el respeto, la tolerancia, el conocimiento, la argumentación y la auctoritas no están determinados por el apellido ni el lugar y las condiciones en las que naces, sino por el esfuerzo individual reconocido y valorado por una comunidad que intercambia y genera ciencia, tecnología y saberes humanísticos, en un ambiente de libertad y democracia.
Demás está decir que gracias al apoyo institucional y a ese ambiente que estimulaba de manera permanente la producción intelectual pude emprender una exitosa trayectoria académica hasta llegar al último escalafón como profesor Titular. Pero alguien podría decir que esos logros son parte del cumplimiento de mi trabajo y que, además, por hacer eso me pagaban. Pues, no le quitaría razón a ese argumento y con ello no demeritaría el hecho de haberlo logrado gracias a un ambiente intelectualmente estimulante y retador. Por cierto, ese debería ser el ambiente natural de toda institución que se haga llamar “universidad”.
Es importante mencionar que, en nuestro caso particular, intervino un elemento muy subjetivo que aunado a las condiciones objetivas arriba descritas potenció mi sentido de responsabilidad con la labor docente que llevaba a cabo. Ese aspecto personal es la identificación plena con una institución que a lo largo de casi trescientos años ha legado al país venezolanos que han consolidado nuestra nación. Vivir un pequeño trecho de esa historia me hace sentir privilegiado y orgulloso.
Todavía hoy –jubilado– siento las mismas emociones. Cada vez que entro al Aula Magna su característico e indescriptible olor me reafirma como ucevista. Lo mismo sucede cuando visito el lobby de la Biblioteca Central y observo el ambiente impregnado con las luces coloridas que se filtran a través del hermoso vitral de Léger. En fin, cada uno de sus rincones atesora vívidos recuerdos.
Lamentablemente, nuestra UCV –la que cada cierto tiempo se viste de moza para darle al país el regalo de profesionales bien formados y con alta moral–vive hoy una hora menguada. El castigo por no ser sumisa al poder la ha colocado en una situación calamitosa no acorde con su condición de primera universidad del país. Ya no hay laboratorios equipados, la maleza se come los espacios, la pérdida de los azulejos muestra sus piscinas como ancianas desdentadas, no se puede comprar el más mínimo insumo –un lápiz, digamos– porque no hay recursos. Por otra parte, la delincuencia –organizada o no– se la ha llevado por pedacitos.
A este deterioro se le suma un cuerpo profesoral en el umbral de la miseria a consecuencia de los indignantes sueldos que recibe.
Hoy, la UCV está gravemente herida, pero no moribunda. Confío en que saldrá a flote. Mi esperanza está puesta en una de las cualidades que mejor dibujan la personalidad ucevista: la rebeldía irreductible frente a las injusticias. Ese rasgo debe resurgir, pues lo que se está haciendo con la universidad «de mis tormentos» es una gran injusticia.
Estoy seguro de que mi amigo Horacio, lamentablemente fallecido, estaría dispuesto a defender su UCV a toda costa a pesar de que nunca pisó sus aulas. Espero que quienes sí lo hicieron estén igual de dispuestos.
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Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:
— Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena
— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas
— Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López
— Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero
Tulio Ramírez
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