Pensando la universidad

Agonía ucevista

23/03/2021

Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. Presentamos la perspectiva de Luis Marciales, licenciado en filosofía (UCV), con postgrado en filosofía y ciencias humanas (UCV). Marciales es profesor de la Escuela de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela y docente invitado del doctorado de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (UCV).

Luis Marciales. Foto cortesía del autor.

A Sasha mi amor,

que me ha acompañado y sostenido todos estos años.

 

Podría comenzar desde el principio. Entonces les describiría mis andanzas de adolescente por la UCV, atravesando sus luminosos espacios, anhelando ser parte de una comunidad que me parecía de una diversidad y potencia infinitas, sobre todo a mí que venía de un colegio católico italiano en el que de muchas formas era un extranjero. O podría ir más lejos, a mi prehistoria. Mis padres estudiantes. Luego mi mamá trabajando como empleada en una oficina de planeamiento académico, despues de un corto período de profesora, y mi papá profesor. Contarles cómo la universidad fue por eso una segunda casa en la que los compañeros de trabajo de ambos han sido, hasta ahora, verdaderos tíos amorosos y solidarios.

O narrarles mi paso por la Facultad de Ciencias, estudiando biología y cómo la frustración que sentí al saber que no era lo mío no hizo que disminuyera ni un poco el placer de estar en sus espacios. Ciencias fue uno de los lugares fundamentales de mi educación sentimental. Y también les contaría del vital estremecimiento al estudiar filosofía. Lo primero que debo decir es que me sacó del dogmatismo de una militancia política intolerante y ciega. Luego vino la sorpresa perpetua de mirar el mundo siguiendo un diálogo polémico de siglos, no con esculturas de piedra sino con almas vivas a través de sus palabras. El disfrute y agradecimiento de tener extraordinarios profesores quienes fueron a su vez alumnos de otros filósofos de vuelo muy alto, como Gadamer, Ricoeur, Tugendhat, García Bacca, Nuño, Riu, Heymann, Vásquez, Pagallo, Mayz Vallenilla, entre otros.

Referirme a la felicidad de la camaradería y la amistad con compañeros y profesores y después, ya de profesor, con algunos de mis alumnos, con los amigos de mis amigos, los amores que me acompañaron y me nutrieron (de los cuales dos se convirtieron en mis esposas) y, sobre todo, la luminosidad del espíritu, la apertura del alma al saber y el goce de una libertad casi absoluta. Disfrutar la contradictoria sensación de saberse a la intemperie, echado al mundo pero hacer también de ese andar incesante morada y lugar propio.

O podría contarles de la carrera que di cuando, trabajando en el Banco Unión, un amigo me llamó preguntándome si quería participar en un concurso de credenciales para entrar a dar clases en la Escuela de Economía (medio tiempo, ganando unas tres veces menos de lo que ganaba en el banco, pero no dudé un segundo en aceptar). De cómo esperé el resultado y renuncié inmediatamente al sector bancario para comenzar a prepararme e iniciar las clases al poco tiempo.

Pensé que de ahí en adelante comenzaba la mejor parte de mi vida. Dedicado a estudiar, dar clases, escribir, tratar de responderme algunas preguntas. La areté en los griegos se refiere en uno de sus sentidos a la “función” o finalidad, en mi caso ser profesor universitario era uno de los propósitos mayores y he tratado de ser virtuoso en el otro sentido, el de hacerlo lo mejor posible. Como la filosofía, que bien entendida no es solamente una disciplina o un saber específico sino una forma de vida, así también entendí y he vivido ser profesor universitario.

Pero más allá de esas escuetas pinceladas no me voy a referir sino a la agonía (en sus dos sentidos de lucha y profunda aflicción) que me ha tocado junto con otros colegas, estudiantes y empleados para tratar de contener el derrumbe de nuestras vidas y con ellas la de la UCV.

Fue en la UCV, en marzo de 2001, con la toma de la sala del consejo universitario, cuando muchos nos dimos cuenta de que la corta luna de miel del teniente coronel con la universidad venezolana se había acabado. Primero, el autoritarismo militarista; después, el modelo totalitario del chavismo o la etapa de disolución y represión del país no toleran una universidad autónoma que no esté encadenada a su proyecto, cualquiera que este sea. Aquel intento de golpe a la comunidad ucevista lo neutralizamos de forma unida y de manera contundente. Pero con los modos cobardes y eficientes de los taimados comenzó un lento y constante ahogo: violencia delincuencial y terrorista (recuerdo dos escenas: una camioneta incendiada en la entrada del rectorado y, en un curso nocturno, mis estudiantes y yo agachados al escuchar ráfagas de disparos en la “Tierra de nadie”), y un cerco judicial, presupuestario e institucional que hoy casi ha logrado su obsceno triunfo.

Hacia 2011 –más o menos– comenzaron a encenderse de nuevo las alarmas. El chavismo intentó imponer una ley de universidades que Chávez, sabiendo de la repulsa enérgica dentro de la comunidad, echó para atrás. El ahogo por la cada vez mayor falta de recursos, la imposibilidad de realizar elecciones de autoridades, la dificultad de las condiciones diarias en sus espacios (dos veces han sido robado los equipos electrónicos en mi cubículo) comenzaron a entorpecer el desempeño y desarrollo de mi carrera académica. El achicamiento del sueldo ha sido una presión cada vez mayor, la angustiosa búsqueda de otros trabajos para pasar de vivir a sobrevivir y la acelerada devastación del país fueron truncándome la posibilidad de despliegue que hubiese deseado. Ya no hay financiamiento y apoyo a la investigación ni posibilidad de asistencia a congresos pero, sobre todo, hace rato que el tiempo, el espacio, el sosiego y la paz necesarios que requiere el trabajo intelectual se acabó. Así, aumentó la entropía de mi vida y la de alrededor; la estampida de profesores de la universidad y del país es un hecho que continúa consumándose. Todo esto se hizo más catastrófico el año pasado –el de la pandemia por Covid-19– y se ha ido agudizando en lo que va de este.

La universidad dejó de ser un espacio luminoso de florecimiento propio, una comunidad resistente a las pretensiones gubernamentales o de sostener desde las aulas una posición de libertad para convertirse en un lugar en el que nos obligan a ser héroes trágicos (nosotros, que solo deseábamos ser calmados scholars), tal como ha ocurrido también en otros sectores: maestros de educación básica y media, personal de salud y de servicios públicos. La merma en todas las condiciones laborales ha deteriorado y arruinado mi vida y la de miles de profesores, empleados, obreros y de sus familias en toda Venezuela.

Se trata de una tragedia colectiva. El país –y buena parte de su comunidad universitaria– presencia anonadado la destrucción de las universidades. Al parecer, la abrumadora crisis ha insensibilizado y bloqueado la comprensión de lo que sucede y de lo que está en juego ahora y, sobre todo, para el futuro. Las universidades públicas y autónomas han sido ejes fundamentales de la sociedad venezolana. Vale la pena recordar algunos de ellos: formación de cuadros profesionales de calidad, posibilidad de movilidad social para millones de personas, producción de casi todas las investigaciones científicas y humanísticas del país. Además, han sido una viva ventana de comunicación con el resto del mundo por su naturaleza de ser espacios de discusión y crítica y, no poca cosa, emblemas de libertad y autonomía.

Todo eso está a punto de perderse. Lo poco que queda de república acaso se termine de desdibujar con la alevosa muerte de las universidades. Entonces, caerá la noche.

También quisiera referirme al futuro, al final de la pesadilla, al esfuerzo ciclópeo que haremos para reconstruir las universidades, a la posibilidad de volver a tener una vida normal. «¡La felicidad! Un poquito de decencia… eso es la felicidad…» –dice uno de los personajes de El día que me quieras, la pieza dramatúrgica de José Ignacio Cabrujas– sin otros relumbres que los propios del andar del pensamiento, de modestos goces y placeres, del intento de una vida bella, del cultivo y disfrute del pequeño jardín, como quería Montaigne.

Pero ahora no puedo. El cansancio, el sabor de la derrota, la desesperanza no me dejan.

***

Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:

— Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena

— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez

— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas

— Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López

— Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero

La universidad: entre la nostalgia y la fe; por Mariano Nava Contreras


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