Pensando la universidad

La universidad: entre la nostalgia y la fe

11/03/2021

Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. Presentamos el texto de nuestro colaborador Mariano Nava Contreras, profesor titular jubilado de la Escuela de Letras de la ULA, doctor en filología clásica por la Universidad de Granada y con estudios postdoctorales en la Universidad Nacional y Kopodistríaca de Atenas.

Fotografía cortesía del autor.

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El plan era irme a Caracas a estudiar filosofía. En Mérida, entonces como ahora, no había estudios de pregrado en filosofía. Sin embargo, las circunstancias hicieron que me viera admitido en la carrera de Letras de la Universidad de Los Andes. Por lo demás, para cualquier joven de Mérida ingresar a la Universidad de Los Andes era el corolario natural de su formación. Aunque todavía no lo sabíamos ni lo podíamos apreciar, se trataba de una oportunidad tal vez única en el mundo, la de acceder a un sistema de educación gratuita y de calidad a la vez que, hay que decirlo, libre y autónomo. Por eso era muy extraño que un joven que terminaba su educación media no asumiera naturalmente la continuación de sus estudios en una de las mayores y sin duda mejores universidades del país.

Muy pronto comencé a comprender lo que significaba estudiar en la Universidad de Los Andes. Profesores como Ramón Palomares –Premio Nacional de Literatura– y otros con formación de cuarto nivel en Europa y América me recibieron ese primer semestre de 1985. El plan de estudios de la carrera de Letras de la ULA –lo supe mucho tiempo después– es uno de los más completos que conozco. Contempla una formación general que va desde la lingüística y la teoría literaria hasta los idiomas modernos y nuestra tradición literaria hispana y americana, y desde luego venezolana, pasando por el arte antiguo y moderno de Europa y América, así como la filología clásica. Según este plan, pasado un primer semestre general yo debía elegir una “mención” entre las cuatro que se ofrecían: “Arte”, “Idiomas Modernos”, “Literatura Hispanoamericana y Venezolana” y “Lenguas y Literaturas Clásicas”. Siempre me ha interesado indagar el origen de las cosas, por ello no dudé en optar por la filología clásica.

Fue la única vez que experimenté el amor a primera vista. También en Clásicas tuve el privilegio de contar con maestros de primera, como en algún momento Ángel Cappelletti y especialmente Esther Paglialunga. Ellos habían llegado a Venezuela como tantos otros buscando refugio de las dictaduras del sur. Fue de su generoso magisterio que aprendí la primera virtud de un humanista: el amor a los clásicos. De la mano de Esther hice el maravilloso recorrido que lleva de Homero a Calímaco, de Plauto a Séneca y Quintiliano, de la lengua homérica al latín vulgar. Esther forma parte de esa selecta familia de los grandes maestros que entienden que las bellas letras y el saber de los antiguos están en la vida misma más allá de los libros. En enero de 1990 me gradué y un año después, en marzo de 1991, ya era profesor de lengua y literatura griegas.

No voy a fastidiar a nadie contando mi carrera académica, solo quiero decir que no hubo una iniciativa, un proyecto para mi desarrollo académico que no fuera generosamente apoyado por la Universidad de Los Andes: soporte a proyectos y grupos de investigación, asistencia a congresos internacionales, viajes de intercambio académico, invitaciones a especialistas extranjeros, publicaciones científicas, adquisición de libros y materiales didácticos y de investigación, organización de congresos y actividades científicas en Mérida, todo lo que por veinticinco años contribuyó a mi formación científica, cultural y por tanto personal (además de a una vida digna) tiene la impronta innegable de la Universidad de Los Andes. Era toda una política de apoyo al talento y al estudio, una institución, no podía ser de otro modo, verdaderamente meritocrática. Allí pude entender qué es lo que hace grande a una Universidad y a un país.

En 1997 partí a hacer mi doctorado en la Universidad de Granada. Aunque no fue con una beca de la Universidad de Los Andes, fue gracias a su apoyo institucional que conseguí una del entonces Consejo Nacional para la Investigación, la Ciencia y la Tecnología (CONICIT). En todo caso se trataba de una beca del Estado venezolano. Era la primera vez que se otorgaba una beca del CONICIT a un humanista y a veces me divierto pensando que fue porque entendieron que, cronológicamente, la filología griega fue la primera de las ciencias. En España también tuve la oportunidad de formarme con filólogos y clasicistas de primer orden, como Jesús Lens Tuero, José Luís Calvo Martínez y Javier Campos Daroca; pero también entré en contacto con figuras principales como Carlos García Gual, Francisco Rodríguez Adrados, Juan Antonio López Férez o Emilio Lledó que me permitieron conocer de primera mano las principales tendencias de los estudios clásicos en España y Europa. Fue también en esa época cuando hice mi primer viaje de estudios a Grecia. Y todo gracias a la ULA.

Cinco años después yo estaba listo para volver con mi doctorado y un bagaje de conocimientos para contribuir con el desarrollo de los estudios humanísticos en mi país. Mi primera sorpresa fue cuando, a los pocos meses de haber llegado, me ofrecieron la dirección de una dependencia universitaria que poco tenía que ver con los estudios clásicos, el Consejo de Publicaciones. No entendía cómo una institución que había invertido tantos recursos en mi formación me pedía ahora que me ocupara de lo que consideraba un simple cargo burocrático. Sin embargo, acepté pensando que sería una manera de retribuir a la universidad que tanto me había dado. Debo reconocer que esa decisión abrió ante mí un panorama fascinante que desconocía: el mundo de la edición, pero también me hizo conocer mejor aspectos menos gratos de la universidad: el de la administración y la política universitarias.

Aun así, fueron cinco enriquecedores años de actividad frenética. Junto al excelente equipo que me acompañó impulsamos nuevas políticas editoriales, ordenamos y profesionalizamos el proceso de edición académica, adelantamos la captación de nuevos autores académicos, incrementamos nuestra presencia en las librerías del país, llevamos los libros de la ULA a ferias nacionales e internacionales y, lo que nos dio mayor proyección, rediseñamos y relanzamos la Feria Internacional del Libro Universitario de Mérida (FILU), que durante algunos años fue la gran vitrina del talento universitario venezolano. En fin, aprendí tanto, tuve tantas experiencias que suelo decir que mi pasantía por el Consejo de Publicaciones equivalió a un segundo doctorado.

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Pero la universidad no era solo el paraíso académico del que hablo. Paralelamente operaban en su interior ciertas fuerzas que, aunque en aquel tiempo no queríamos verlo, irremediablemente terminaron por hacer el papel de sepultureros. Es verdad también que la inmensa cantidad de recursos otorgados a la universidad no fue manejada siempre de la mejor manera y que muchos de los vicios que criticábamos en el gobierno eran replicados en la universidad. A la llegada del chavismo muchos de esos grupos de estudiantes y profesores siempre dispuestos a exigir cambios y más cambios (aunque nunca supimos bien de qué) cobraron especial fuerza con el discurso presidencial y se prestaron a dinamitar los cimientos de nuestras universidades, unas universidades que también eran suyas. Desde afuera el gobierno hizo el resto. Aplicó el mismo método que ha venido aplicando a las otras instituciones republicanas: primero intentar comprarlas, infiltrarlas o captarlas, erosionarlas institucionalmente y si ello no funciona entonces destruirlas. Pero no con una destrucción frontal y definitiva, sino haciéndolas morir de mengua, asfixiándolas financieramente y aplicándoles otros tipos de violencia indirecta y no convencional como las invasiones, la vandalización y el desmantelamiento. A nuestra generación le tocó asistir al auge y destrucción de una de las instituciones más prósperas y prestigiosas del país. Como a los espantados habitantes de aquella Tebas menguada por la peste, nos correspondió presenciar, entre incrédulos y horrorizados, la caída de este Edipo desde la fama y la gloria a la ruina y la miseria. Fue para nosotros también el desplome de un mundo, de unos valores, de una forma de entender la vida.

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Por supuesto, la universidad venezolana no ha sido destruida para siempre. No me cabe duda de que resurgirá pues es imposible borrar una historia de tres siglos que se remonta incluso a antes de que fuéramos república y porque, a pesar de lo que algunos desearían, la marcha de un país sin universidades es simplemente inviable.

A menudo fantaseo pensando cómo debería ser la nueva universidad que resurgirá de sus escombros, la universidad postchavista. Sin duda debería ser una institución que no repita los errores que de alguna manera la llevaron a este estado. En primer lugar, debería ser una universidad despolitizada que resitúe los valores de una verdadera meritocracia académica por encima del interés político y circunstancial. Una universidad verdaderamente centrada en la producción y divulgación del saber más que en la lucha por pequeñas parcelas de poder. En segundo lugar, una universidad verdaderamente autónoma, entendiendo que la autonomía financiera es inseparable de la autonomía administrativa y académica. Una universidad que depende exclusivamente de los recursos del Estado no puede ser jamás autónoma y menos de un Estado frágil y volátil como el venezolano. Es necesario diversificar y liberar las vías de financiación ­–cuidando, claro, de que ellas no influyan en la autonomía–, y que los estudiantes participen de esa financiación aunque sea parcialmente, de modo que aprendan a apreciar el valor y el costo del conocimiento. Y finalmente, sería una universidad más interesada en crecer cualitativamente que cuantitativamente, es decir, que no buscara tanto expandirse en facultades y “núcleos”, en servicios propios (la ULA llegó a tener hasta una bomba de gasolina), como en la calidad y eficiencia de la producción y puesta en circulación de los saberes, lo que es su fin y su cometido.

Todo esto deseo y aspiro para una institución que como pocas ha cambiado la vida de los venezolanos y ha influido de modo protagónico en el progreso de nuestro país. Todo esto aspiro para el día en que resurja de la postración a la que la llevaron. Ocurrirá tarde o temprano. Ahora bien, cuándo y de qué manera es algo que desconozco; en ese sentido mi certeza se acerca mucho a la fe.

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Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:

Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena

— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez

— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas

— Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López

Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero


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