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Victoria

Victoria de Stefano retratada por Ernesto Costante | RMTF.

07/01/2023

La tarde del 6 de enero de 2023 falleció Victoria de Stefano. Se fue con la discreción que caracterizó su vida, en el silencio que siempre buscó como refugio, sin abandonar la tenacidad con que defendía eso que en un tiempo se llamó «principios». En sus tempranos años esos principios la hicieron enrolarse en luchas de las que luego, como muchos de los intelectuales venezolanos de los sesenta, abjuraría en tanto aberración o infantilismo político.

Victoria había nacido en Rímini, en 1940, y llegó al país muy niña, en 1946, en la vorágine de aquella postguerra, cuando Europa no era más que una montaña de escombros y América una tierra de promisión. Caracas se transforma en el lugar donde le toca ir constelando su memoria, el sitio en el que, sin solución de continuidad, cambia una lengua por otra. Décadas después, este segundo territorio expresivo le permite gestionar una sólida carrera de escritora.

La Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela la tuvo como alumna: allí se licenció y, andando el tiempo, en esas mismas aulas, en las de Artes y en el centro de estudios regido por Juan David García Bacca, se desempeña como docente e investigadora. Es también la época cuando se casa con Pedro Duno, con quien tiene dos hijos y enfrenta las penurias del exilio debido a la militancia ideológica de su esposo, feroz opositor de la democracia representativa. Parte de ese ostracismo (Cuba, Argelia, Francia) queda retratado, en clave novelesca, en una de sus más conocidas piezas: Historia de la marcha a pie (1997).

La vocación literaria de Victoria se materializa, por fin, en 1971 (no 1970, como a veces se refiere) con la publicación de la novela El desolvido, que firma con su apellido de casada. En 1975 da cuenta de otra de sus realizaciones: Sartre y el marxismo muestra el perfil de una ensayista documentada, fluida y densa. Pero como explicó en varios textos y entrevistas, la cotidianidad se comió buena parte de sus horas y es así como solo vuelve a las prensas en 1984: Poesía y modernidad, Baudelaire, y casi de inmediato la novela La noche llama a la noche (1985); con esta segunda incursión (que tuvo retrasos en su salida imputables a la editorial) suelta definitivas amarras en su trabajo creativo: a partir de 1990, con El lugar del escritor, la novelística de de Stefano será punto insoslayable en el campo de la literatura venezolana de las últimas cuatro décadas.

Gustaba Victoria sentarse en el porche de su casa en Sebucán. Muchas tardes vio pasar a uno de sus más egregios vecinos, a quien su timidez impedía ofrecerle una taza de café. Sin embargo, la admiración venció el vértigo y se produjo el milagro: Salvador Garmendia devino en contertulio y la rendida escritora conservaría esos encuentros como uno de sus bienes más preciados.

Contaba aquellas reuniones con la fruición de una niña entusiasta ‒ella, que podía alardear de su propia bibliografía‒ que arriba de pronto al empíreo y regresa con la sonrisa llena de esperanza. Y es que Victoria entendía la escritura de novelas como un asunto poético, como una labor orientada por una rigurosa direccionalidad, por un sentido que, pese a que nunca se halle, no deja de buscarse en cada nuevo reto, en cada párrafo, en cada capítulo. Eso entendía en la barroca prosa de Garmendia, en los submundos urbanos que Salvador tematizaba, en su recurrente manía de hacer del cuento y la novela un terreno de exploración del absurdo.

Sobre esta base: la búsqueda permanente de un sentido que tratase de explicar nuestro paso por el mundo, Victoria construyó un universo narrativo en el que la potencia del arte (música, pintura, cine, estatuaria, fotografía) y la reflexión respecto de sus implicaciones en el sostenimiento de la memoria y en la esencia del ser subyacen en el delicado engranaje de unas historias que brillan por la plasticidad de su fraseo, por la nitidez con la cual la cultura, entendida como signo de Occidente, se imbrica en la vida de los personajes.

Por si esto no bastara, Victoria se ocupó cada vez que pudo ‒en los duros lustros que ha vivido el país desde 1998‒, de rememorar la ardua tarea de ensamblar una ciudadanía, de reconocer los errores políticos y, más aún, rectificar. Sus intervenciones orales siempre dejaban un hálito de sabiduría que impregnaba la sala y la conciencia del auditorio.

Es seguro que Victoria seguirá, espigada y recta, cruzándose en el recuerdo de sus colegas en el instituto de previsión del profesorado de la UCV o dejando caer un certero comentario, generoso, sobre algún bisoño escritor que le ha llevado sus primeras páginas hasta la casa de Sebucán, donde una tarde de Día de Reyes se echó a descansar entre sus libros.

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