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A las 9:30 pm, me entero del fallecimiento de Victoria de Stefano. Siento el golpe, con toda su fuerza. No sé qué hacer, ni qué pensar. Se ha vaciado la literatura venezolana de contenido, de trabajo incansable, de talento desmesurado y de humildad.
Cada vez que leía sus novelas sentía que había una voz cerca, un susurro, una visión, algo que nos rodeaba. La lejanía de Venezuela y la cercanía de un mundo interior tan complejo como recurrente en su universalidad, en su categoría humana. Pienso en la dimensión artística donde ella vivía, un paraíso inalcanzable. Una realidad que sólo ella podía disfrutar. En nuestras conversaciones, algunas de las cuales se publicaron en este portal, había esa savia de escritura, esa pulsión de explorar la belleza de la palabra y la contención de una mirada que no se dejaba seducir por nada que no fuera su propio mundo interior. Pienso en Historia de la marcha a pie, en Paleografías, en Vamos y venimos, en Lluvia. En sus personajes, muchas veces seres abatidos por el desamor, por los fracasos, por la vida que se vuelve inalcanzable.
Una vez escribí en mi muro de Facebook, luego de compartir una de las entrevistas que le hice, que había llegado a mi mejor trabajo, pero que me sentía insatisfecho, no sabía si en eso de dejar y quitar había logrado el resultado que quería, que buscaba. Mis preguntas intentaban estar a la altura, pero nunca supe si eran lo suficientemente buenas como para indagar en su trabajo, en su talento, en su escritura. Creo que no. Para mí, Victoria era inalcanzable.
Si ella compartía mi trabajo en su muro, me quedaba tranquilo, acariciando algo parecido al éxito, al reconocimiento, al placer de saber que a ella le había gustado. Me ayudó muchísimo a seguir adelante, a tener una visión más amplia, a no dejarme avasallar por mis propias miserias, insatisfacciones y fantasmas. En una ocasión me llamó un “periodistas con algo de sensibilidad” y sentí el vacío que nunca he podido llenar, la idea de escribir, supongo.
No saben cuánto le dolía el país, la tragedia que estamos viviendo, el sufrimiento de mucha gente que se encontró con el desprecio y la humillación del poder. No quiero hablar de esto, me decía luego de un intercambio de ideas. Y yo, que debía defenderme, solo atinaba a decir: Pero Victoria, tú empezaste y después de un largo silencio, cambiábamos de tema. Me enviaba libros a mi dirección de correo, artículos y ensayos.
Me dijo que nunca renegara de Vivir en vano, la novela que escribí. Me enviaba de vuelta los cuentos que me atreví a enviarle, siempre con un comentario certero, por doloroso que fuera, porque escribir es siempre un acto de violencia, y a la vez, había ciertas ganas de impulsarme.
En una ocasión me pidió la dirección de correo de Boris Muñoz. Había leído la semblanza que Boris había escrito de su padre, el poeta Rafael Muñoz que se publicó en una antología curada por Leila Guerriero, Los Malditos. Victoria supo que era el perfil de una generación, la suya, que había atravesado la década de los 60, los años de la violencia política y de una escisión que dejó a muchos desgarrados. En otra ocasión le pedí que diera una charla sobre el oficio de escribir en el colegio Rondalera, donde estudiaron mis hijos. Los interesados, que siempre son pocos, la miraban embobados, hechizados por una señora que había caído de los libros.
Victoria, siempre habrá un nicho en mi alma donde una vela que brille y alumbre tus recuerdos. Pensaré en ti, ahora más que nunca, me asiré a tu obra. Será mi consuelo. Mi homenaje. Le doy gracias a Dios por haberte tenido como amiga, como consejera, como lo que anhelo ahora en la memoria.
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Lea otros textos en homenaje a la escritora:
- Victoria; por Carlos Sandoval
- Sobre “Vamos, venimos”, de Victoria de Stefano; por Diajanida Hernández
- Entrevista a Victoria de Stefano; por Karl Krispin
- “¡Cómo estalla el silencio en el silencio!”, Victoria; por Inger Pedreáñez
Hugo Prieto
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