Perspectivas

La pelea y el pasado

25/07/2020

Mientras observo el edificio espero que algunos recuerdos aparezcan. Click, click, click, capturo el lugar con la cámara del teléfono cuando oigo unos gritos: “¡Están tomando fotos! ¡Están tomando fotos!”. Me volteo y veo a una mujer, escoba en mano, en la acera de una casa enfrente al edificio. Le contesto bien alto con la mayor naturalidad posible, para que las demás personas ocultas en sus casas me oigan: “¡Es que aquí vivía mi abuela! ¡No se preocupe! ¡Tenía años que no venía!”. Le hago una seña de despedida con la mano y sigo mientras creo haberla convencido.

Venía de Los Palos Grandes y, a medida que me acercaba al municipio Sucre, empezaba a notar algo en común con la aparición de hombres solos caminando por las calles hurgando en la basura: todos eran negros, altos y fornidos, parecían buscar cosas específicas. El estado de la economía, agravado por la pandemia, hacía que la gente se procurara alimentos con mayor fervor dentro de las bolsas de basura.

Cruzo por una calle llena de matas de mango y me enfilo hacia Santa Eduvigis, al lugar donde vivió mi abuela materna. Llegaba por intuición, invocando mi niñez, cuando íbamos a visitar a Yiya, memorias que residen en un lugar cálido y borroso. No sabía exactamente cómo llegar, se despierta el sentido de orientación, copiando un mapa del pasado: calle Santa Ana, transversal 10.

Entonces fue cuando me gritaron: “¡Están tomando fotos! ¡Están tomando fotos!”. Me acerco a ver el letrero de un edificio que dice: «Obra: Construcción de la estructura del edifico que será la nueva sede del Instituto Nacional de Bioingeniería de la Universidad Central de Venezuela». Además del abandono, me imagino que sería impensable un letrero tan explicativo en un país anglosajón, lo que define nuestra dificultad para concretar con las palabras. Hay un árbol enorme, parece sacado de una película africana; en la cúspide un ramaje como de media luna con el cielo azul y las nubes de fondo.

 

En la esquina entre la Quinta Transversal y la avenida Santa María se desata una trifulca. Dos muchachos, que hablan en dialecto malandro, se van a las manos. No sé si será un dialecto pero se oye de esa manera. Un tercero los separa y le dice a uno de ellos que lo deje así, que no le pare bolas, que va a venir la policía; lo intenta convencer inútilmente, luego desaparece. El que daba los golpes se queda diciendo impertinencias. La gente se aglutina para presenciar el desarrollo del conflicto. Entonces, de repente, un hombre entrado en edad, que había dejado su morral tirado en la calle, se enfila a toda velocidad hacia el muchacho, con un serrucho gigante plateado muy rígido, al tiempo que profiere insultos a bocajarro, como una avanzada estilo Corazón valiente.

El muchacho, ahora asustado, huye de quienes lo persiguen. Estos bloques, construidos en la época de Pérez Jiménez, siempre me han parecido extraños, quiero decir, la sensación general que me trasmite esta calle. Así lo sentía cuando visitaba a mi abuela. Entre una acera y la otra el espacio es anchísimo, como si allí quedara plasmada una realidad paralela entre los edificios.

Todo lo que ocurre es asombroso. Cuando el viejo con el serrucho rígido corre entre los bloques se oye un primer pitido, como de árbitro de partido de fútbol, que empieza a sonar. Los mirones nos vemos las caras sorprendidos. El sonido lo emite un hombre que se asomaba de una ventana y, en enseguida, la calle completa se convierte en un estremecimiento de pitos desde casi todos los apartamentos, y que se multiplican como chicharras sedientas en Semana Santa. “¡Qué arrecho!”, comenta uno, “esta gente está organizada”.

Supuse que se trataba de códigos de defensa entre vecinos: si alguno ve algo raro suena el pito y entonces los demás, sin saberlo y sin pensarlo, sin siquiera constatar nada, suenan también los pitos para gestar una sinfonía ensordecedora en ese tramo de la calle, lo que aúna más a su extrañeza. Cualquier delincuente se sentiría intimidado y huiría ante la magnitud sonora de los pitidos colectivos.

En ese instante se adentra en la calle una moto de la Policía de Sucre que se enfila hacia ellos y la trifulca se detiene. Un tipo al lado mío dice: “Ese viejo es jodido”, refiriéndose al hombre con la sierra metálica con actitud de Mel Gibson en la película guerrera. Tomo una foto al cruce de las esquinas donde ocurre todo. Una señora, asomada desde las rejas de lo que puede ser la sala de su apartamento, me mira con cara seria y reprobatoria, ¿qué hacía yo tomando una foto? Su rostro me llevó a Sicilia como si sus facciones fuesen un mapa regional, la Italia del sur estaba pintada ante mí.

Desvío la caminata hacia calles aledañas. Tomo una foto a un árbol multicolor que me impresiona. Unos hombres que estaban trabajando en un hueco en la calle me ven sorprendidos y les digo: “Una foto del árbol. Está bonito”, y me sentí estúpido. Una mujer joven me ve con recelo desde una casa. Entonces prosigo y paso enfrente de lo que fue en vida la residencia del expresidente Luis Herrera Campíns, que se llama «La Herrería». Me pareció una buena metáfora.

En una esquina me encuentro con una caja aplastada del ansiolítico Clonazepam de 2 mg. Hace unos días había visto otra de 0.5 mg, también aplastada sobre el piso. Me viene a la cabeza una de las imágenes más duras de esta pandemia: el 6 de mayo encontraron a un hombre ahorcado con el tapabocas puesto en el puente del Mercado de Quinta Crespo. El hombre está sostenido en el aire por un mecate, como si levitara y estuviera vivo encima de la quebrada, sumido en un sueño de meditación. Quitarse la vida cumpliendo el protocolo de protegerse contra la pandemia, qué contradicción. El tapabocas que tiene puesto es oscuro y hace juego con su camiseta. La imagen es cruel, tierna y devastadora.

Desemboco en la Rómulo Gallegos, avanzo un poco y subo de nuevo por la avenida Santa Eduvigis, hacia la panadería Cueva de Iria, regreso a los primeros años de la infancia. En ese terreno, que ahora es el edificio que acoge a la panadería, estaba la casa donde mis padres levantaron a siete hijos. Mi hermana Marielena, en estos días de búsqueda de fotos y documentos del pasado, a lo que algunos nos hemos dedicado, siendo el pasado lo único relativamente sólido que pareciéramos tener en estos tiempos, me manda una foto en la que aparezco en el jardín de esa casa. Allí estaba yo de niño con mi serie de muñequitos de goma y las matas de mango al fondo, matas de mango que ahora presencio escondidas hacia el fondo del edificio que acoge a la panadería famosa por su pan de jamón navideño, justo enfrente de Bolívar Films.

Como nos mudamos de allí cuando yo solo tenía unos cinco o seis años, no tengo tantos recuerdos, solo una imagen difusa de mis hermanos y de los juegos en las matas de mango. Hay una foto, de las poquísimas que conservo de niño, donde estoy con mi papá, mi mamá y con mi hermano Antonio, en el murito con herrajes frente a la panadería y que da hacia la calle. Ese trozo del pasado está intacto y pintado de blanco.

Al lado de lo que fue nuestra casa, que ahora es un edificio, está un Farmatodo y el logo de la cadena parece mirar al propio murito. A mí siempre la cara del logo de Farmatodo me ha parecido la de un fantasmita, véanla con detalle y verán que es así.

Al llegar a la Rómulo Gallegos noto unos anuncios comerciales peatonales que tienen los vidrios estallados y regados en el piso. Hay uno de Chichalac, como si el producto ya no existiera de lo desteñido del papel y la estética de los dibujos de los niños que parecen de la época de los Supersónicos, pero es reciente. Tiene un mapa del municipio que también parece muy viejo. Abajo la marca Lumalac. Al costado derecho una lista de los hijos ilustres del municipio: Tito Salas, Bárbaro Rivas, Leoncio Martínez, con sus biografías resumidas. En la estación de metro Dos Caminos hay un quiosco con un letrero: «Se compran relojes antiguos buenos y malos».

En las aceras de Sucre hay mayor aglomeración. Para mantener la distancia recomendada en pandemia me veo obligado a hacer un mayor contrapunteo de acera con calle. Avanzo. Hay bastante basura en distintos lugares. Llego al centro comercial Millennnium en Los Dos Caminos, que parece una garza posada en la orilla de un río. Desciendo hacia la avenida principal de La Carlota con un interés específico.

En los últimos dos años escribo una novela que tiene que ver con la comunidad italiana vista a través de dos generaciones, una parte transcurre en Caracas y la otra en Florencia. Aprovecho para verificar datos y captar detalles y pinceladas para sumarlas a la novela. En esa urbanización vivió mi abuelo Manuel Salvati con mi abuela Yiya. Mi abuelo era historiador, masónico y escritor. Busco la calle donde vivieron y el nombre de la quinta, «María Luisa», que me parece que fue cambiado. No logro ubicar el patio de entrada de la casa, que había visto hacía unos días atrás en una foto:

Hay un deterioro significativo en las calles. Una muchacha está echada en la acera junto a otro adolescente. Parecieran estar sumidos en un viaje alucinógeno o en una completa desidia existencial.

La avenida Central de La Carlota está vacía. Los bancos para sentarse del gran islote de concreto, en medio de la avenida, están desocupados. Hay pocas personas por las calles, se siente que la gente está guarecida en los apartamentos. La panadería Rocanera es lo único con vida. Hace tanto calor que compro un segundo Gatorade. Todo se ve desvencijado. Se percibe la zozobra, casi estrangula. A la vez, todavía hay una mezcla de nostalgia italiana junto a la precarización de la zona.

La Casona, al final de la calle, ahora tiene más barreras. De un par de edificios que están en la novela que escribo asimilo los detalles, me imagino a los personajes detrás de sus paredes. En Internet, gracias al anuncio de unas inmobiliarias, están las distribuciones espaciales de esos apartamentos que ahora veo desde la calle. El restaurante Lucky Luciano desapareció y ahora funciona allí un Centro Hípico y de apuestas. El edificio Poggio Morello, que deslumbraba en los años cincuenta con su sala de cine para proyectar películas italianas, se nota también deteriorado.

 

En la Francisco de Miranda, pegado sobre una caseta de electricidad, noto un cartel de un hombre desaparecido en mayo. Me pregunto si podría haber sido el resultado de una pelea como la que había presenciado en Santa Eduvigis. En este regreso a Caracas he visto muchos letreros de gente desaparecida. Algunos relacionados con el Alzheimer, otros cargados de misterio e incertidumbre, como el que veo al dejar La Carlota. El hombre de la foto, con su camisa de cuadros, su corte de pelo, me parece como sacado de alguna película estadounidense de hace unas décadas en algún suburbio de la mal llamada «América profunda».

En la Rómulo Gallegos continúo el trayecto hacia Los Ruices y El Marqués. Recuerdo una vez, más más o menos a esta altura de la avenida, durante las marchas de los años 2001, 2002, 2003, un hombre que tocaba una melodía melancólica con su trompeta desde un balcón. En Los Ruices, al lado de un mercado de calle que se instala, leo en una pared la leyenda: «Quien juzgue mi camino le presto mis zapatos. Yo estaré construyendo el país que quiero». Los Ruices está lleno de grafitis de la lucha de los jóvenes de la Resistencia. Al lado de la Iglesia San Antonio María Claret, sobre una pared, la leyenda: «Dios no se muda».

A lo largo del municipio Sucre lo que más impacta es la presencia de muchachos entre unos ocho a doce años que deambulan como una tropa de huérfanos insensatos. Veo a varios grupos dispersos con sus pocas pertenencias dentro de un enrejado lleno de basura. Están echados en las calles, en las islas de separación de vías, cerca de los semáforos, a veces solos, en cualquier rincón aparecen, dan la impresión de que los hubieran echado a patadas de una casa para niños huérfanos.

Hay mucha soledad en la Rómulo Gallegos y presiento que debo regresar a la Francisco de Miranda, en la ruta de Los Ruices hacia El Marqués. La Francisco de Miranda también por momentos parece tierra de nadie. Hay hombres solitarios, andando, errando, sin un rumbo particular. Frente a un taller un grupo tribal habla en lenguaje malandro, estentóreamente, sin tapabocas. Uno le mete un puño en un brazo al otro en señal de cariño, como si todo fuera un vacilón, la vida es un juego de desafíos. La avenida se ve a esta altura de una anchura peculiar, marcada por un reflejo expandido ante los ojos por el efecto de una lupa.

Al lado del Central Madeirense en la Parroquia Petare está un conjunto con la firma gigantesca de Hugo Chávez y una foto de los ojos del finado comandante a un costado de los edificios amarillos de la Misión Vivienda, similares a muchos que he visto en otras caminatas y lugares. Se trata del proyecto habitacional Maca Socialista, también conocido como «Samán de Güere». En la fábula chavista, Hugo Chávez, junto a otros militares, juró en ese lugar liberar a Venezuela de la miseria y la pobreza, un símil fallido con el que pretendía, como un delirio, equipararse a Bolívar. El muro de las viviendas tiene consignas revolucionarias como «Gringo respeta» o «Somos Chávez», cosas así.

A medida que me aproximo a Petare el caos aumenta y se acorta el distanciamiento social entre la gente y el uso del tapabocas. En estos días hay enfrentamientos entre bandas en los barrios. Las noches se visten de guerra. Las detonaciones arman una danza sonora macabra. El país se tiñe de violencia. Un estado policial y militar: una masacre en una cárcel de Portuguesa; colectivos montan videos en las redes mientras circulan por las calles vociferando amenazas a la población; un ejercicio militar de defensa del Cuartel de la Montaña; una supuesta operación militar en Macuto para acabar con el régimen; noches de explosiones y tiroteos, bloqueos de calles y urbanizaciones.

Hace poco terminé de leer los diarios de Rufino Blanco Fombona y resulta espeluznante que cosas escritas en 1904 o 1905 tengan tanta vigencia al día de hoy:

En Venezuela el peor gobierno es preferible a la mejor de las revoluciones… En este país no gobiernan, en primer término, ni tienen influencia decisiva sino los militares, aunque los militares, a su vez, sean gobernados, dirigidos o simplemente influidos por los civiles, los rábulas.

Al pisar la Redoma de Petare me doy media vuelta, no por temor a un asalto, sino porque no me parece segura la zona epidemiológicamente hablando. A lo lejos, sobre una edificación de dos pisos, la consigna «Petare es nuestro». Me he tomado ya casi dos Gatorades y el camino de regreso es largo. El ímpetu me ha llevado hasta aquí, de manera inevitable, guiado por una fuerza superior a mí, por instinto. Así voy con mi supuesta pinta que no llama la atención. Con mi máscara de pato N° 95, mis lentes para proteger la mucosa de los ojos, una gorra para el sol, mi pote de gel. Siento la cabeza recalentada como un radiador a punto de accidentarse. Los músculos de las piernas entumecidos.

Avanzo de regreso, un largo camino de vuelta. El cuerpo se arrastra por inercia. El Museo del Transporte es solo ruinas, una bandera venezolana rasgada como un trapo abandonado, los carteles oxidados, el patio lleno de hojas muertas, el avión monomotor parece que simbolizara el retroceso que ha sufrido el país en todos los órdenes, el viaje de vuelta al pasado.

La grama del Parque del Este está seca, de un color tan sepia como la Caracas que vi al llegar los primeros días, la grama y la vegetación están como si hubieran sido incendiadas. Hace algunas semanas la muerte de Kalíope, la nutria del parque, produjo mucha consternación. Varias organizaciones denunciaron que había fallecido de hambre. De pequeño mi madre me llevaba a ver los animales al Parque del Este y veía, comiendo algodón de azúcar, las nutrias juguetonas que eran mis favoritas. Afuera del parque clausurado están las unidades de transporte con destino a Guarenas.

Paso por una valla que advierte «Caída de escombros». Me han caído muchos escombros en mi espíritu al atestiguar la nueva ciudad que es mi ciudad pero que ya no es mía, al tiempo que redescubro y revivo mi pasado, seguro beneficiando mi cerebro al despertar al perezoso archivador de recuerdos: la casa de mi abuela Yiya, encontrar el murito y las matas de mango donde transcurrieron los primeros cinco años de mi infancia, la casa de mis abuelos en La Carlota de la que no supe precisar su ubicación, la de mi abuelo escritor, del que seguro heredé algunas de mis inquietudes. Todo ello rescato como un arqueólogo en medio de las ruinas, esperando descubrir tesoros de la memoria, una piedra por cada hecho del pasado que colocaré para cruzar a paso seguro un río de aguas turbulentas.


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