Entre el nervio y la ansiedad: Depeche Mode y Bilbao

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

25/05/2024

El viaje de siete horas comenzó con la presencia de cuatro mujeres y cuatro hombres anarquistas a bordo del tren de Barcelona a Bilbao. Utilizo la expresión anarquista en el sentido de aquel que quiere hacer lo que le da la gana sin importar el perjuicio o la molestia que pudiera ocasionar a las demás personas con las que comparte una experiencia común en tiempo y espacio.

Me costaba concentrarme en la lectura de Ardor guerrero, de Antonio Muñoz Molina, texto basado en el tiempo cuando le tocó hacer «la mili», durante catorce meses, en el País Vasco, la época de mayor peligro. Al inicio de la novela se relata el tortuoso viaje en tren, en 1979, desde Jaén, su pueblo natal en Andalucía, hasta la ciudad vasca de Vitoria: «El tren no llegaba nunca, no iba a llegar nunca, apenas empezaba a cobrar velocidad y ya frenaba lentamente de nuevo, se detenía en una estación abandonada o en medio de un paraje desértico y nunca volvía a ponerse en marcha».

A mí también me parecía que el tren no llegaría nunca. Los anarquistas hablaban a bocajarro como si estuvieran en una casa okupada que avanzaba sobre los rieles del árido paisaje que no nos abandonaba. Tenían los pies colocados sobre la cabecera de nuestros asientos. Dada la flexibilidad que mostraban, me daba la impresión de ser unos bailarines que se sentían dueños del mundo. Se reían en bloque, ponían música en los móviles. Lo peor del caso es que nos tenían rodeados: una chica a nuestro lado en un puesto individual, dos sentados delante y el resto justo detrás. ¡Qué mala suerte!

El recorrido incluía paradas en varias comunidades autónomas: Cataluña, Aragón, Navarra, La Rioja, Castilla y León y País Vasco. Es costumbre en España que, en situaciones bien sea en transporte público o en otras circunstancias, si una o varias personas perturban la tranquilidad de la colectividad lo común es que nadie diga nada. A menos de que la situación se desborde y entonces sí que aflora la furia española.

Habíamos soportado la penuria de los okupas del vagón durante tres horas. Como hacían comentarios en cuanto a lo que se dedicaban pillamos que en efecto eran bailarines y que iban hasta Logroño, a cuatro horas de inicio del trayecto en Barcelona. Buscamos en las redes con base en la información que oíamos en su desconsiderada cháchara. Allí estaban: en una fotografía en movimiento sobre un escenario. La presentación de danza que harían en Logroño tenía el título de Odisea: un viaje trepidante. Leímos sus nombres. Podríamos nombrarlos en voz alta para sorprenderlos: Ariadna, Nilufer, Robert, Osmani, Ángel, Idolina, Marina, Yasser: ¡¿Por qué no se callan?!

Faltando una hora para Logroño no soportamos más. Decidimos mudarnos a otro vagón con el riesgo de que en Logroño alguien tuviese reservado los puestos que tomaríamos. Apenas traspasar la puerta que comunica un vagón con otro disfrutamos del silencio, como la canción de Depeche Mode «Enjoy the silence», la banda que veríamos en la noche en el Bizkaia Arena.

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Al entrar en La Rioja el paisaje cambió de la aridez desértica que caracteriza la mayoría del territorio español a fértiles viñedos. Alrededor de Haro vimos varias edificaciones campestres, amplias, de la Compañía Vinícola del Norte de España. En la madera de un galpón logro leer «Ribera del Duero». Los sembradíos hacían juego con algunos peñascos e iban dando paso a un verde intenso de magnitudes más amplias y a montañas que crecían a medida que nos aproximábamos a nuestro destino.

En el video de la canción «Enjoy the Silence» David Gahan, vocalista líder de Depeche Mode, viste una ancha túnica de gamuza roja con blanco. Lleva guantes también blancos y una corona de rey. Al inicio, camina por senderos entre las monumentales montañas de las Tierras Altas de Escocia, muy parecidas al paisaje que veíamos a través de las ventanas del tren. Lleva una silla de extensión; al llegar a la cima se sienta a mirar hacia la lejanía:

Las palabras como la violencia
Rompen el silencio
Se estrellan
Dentro de mi pequeño mundo

Proseguía la lectura de Ardor guerrero, a la altura de las escenas donde se relata la amistad del narrador con un colega escribiente del servicio militar de orientación política distinta a la suya: «Yendo con él, en San Sebastián o Bilbao, tomé vasos de vino en bares que tenían paredes decoradas con grandes fotografías de terroristas encarcelados o muertos ikurriñas con crespones o insignias etarras».

Muy cerca de la entrada de Bilbao comenzamos a ver banderas colgadas en muchos edificios. Pensamos que se trataba de pabellones independentistas, como suele ocurrir en Cataluña, pero luego de indagar en Internet nos dimos cuenta de que se trataba de estandartes del Athletic Club de Bilbao. 

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Fotografía de Pedro Plaza Salvati

En la estación Bilbao-Abando impresiona el vitral de doscientos cincuenta y un metros cuadrados que data de 1948 y en el que se hallan representados temas alusivos al pasado y a los valores de la sociedad vasca respecto de la industria, la agricultura, la religión y el deporte.

Al salir de la estación nos percatamos de que habíamos llegado a una ciudad de España que parecía encontrarse en un país diferente. Apenas caminar por sus calles y mirar los edificios sentíamos una especie de mezcla entre Alemania y Francia. Tan particular como puede ser su idioma: el euskera, la única lengua europea que no tiene parentesco comprobable con otra.

Viniendo de Cataluña pensé que íbamos a escuchar a todos hablando en euskera. Sin embargo, esta impenetrable lengua raramente es usada en las calles de Bilbao o en los establecimientos de cualquier tipo. Todos se comunican en castellano. Solo en una librería, Elkar, la cajera hablaba en euskera. No obstante, tomé una revista literaria (de la que no entendía nada, solo las fotos) de la cadena de tiendas. (Me ocurrió lo mismo que cuando visité Atenas y entré a la librería Books Plus). Con el euskera hablado me pasó algo similar que con el griego: sonaba familiar, pero no entendía nada.

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La temperatura era agradable pese a que el polen abundaba en las calles como pequeños copos de nieve. Copos que generan estornudos, ojos enrojecidos, ahogos y picor en la garganta.

Llegamos al Bed & Breakfast en la calle Santa María en el casco viejo de Bilbao el 21 de marzo, fecha en la que, además del concierto, sería el día más concurrido del congreso Wind Europe 2024, que reunía a la industria eólica. El viento que sentimos al salir de la estación y que percibiríamos en el transcurso de la estada daba ambientación cinematográfica al tema de este congreso.

La asistencia de miles de personas al Wind Europe 2024 había copado las habitaciones de cualquier tipo de alojamiento. Por suerte habíamos comprado las entradas del concierto meses atrás y hecho las reservas del caso. En las redes se comentaba que muchos de los asistentes al concierto que llegaban de otras latitudes de España se tendrían que quedar en Castro Urdiales o incluso en San Sebastián. Estaba emocionado por ver una de las bandas que tenía en la lista de conciertos pendientes desde hacía mucho. El año pasado habíamos visto a Pet Shop Boys (primera vez) y a Rammstein (quinta vez).

Cuando entramos a la habitación, pensando en el descenso de la temperatura durante la noche, probamos la calefacción y esta no funcionaba. Una atenta chica junto con su madre, ambas del servicio de mantenimiento del hotel, hicieron maniobras durante más de una hora y nos explicaban que la calefacción y el agua están integradas en un sistema y que apenas se calentara el líquido comenzaría a funcionar.

El bloqueo de ruido de la habitación era asombroso. Al abrir las ventanas nos llegó un escándalo anormal desde la calle. Nos asomamos al balcón de aquel primer piso y justo debajo de nosotros se hallaba uno de los puntos de partida de una especie de maratón. La muchacha, angustiada porque el agua continuaba fría y la calefacción no arrancaba, dijo:

‒Es la korrica.

‒¿Y eso qué es? ‒preguntamos.

‒Una carrera por la defensa del euskera.

Averiguamos con más detalle y, en efecto, se trata de carreras o marchas en apoyo a la lengua autóctona que se celebran en distintos tramos del País Vasco. La korrika llegaba a Bilbao para recorrer unos ochenta kilómetros de la ciudad a partir de las 15:30 h. Nuestro tren se detuvo a las 15:36 h. Solo seis minutos separaban ambos eventos.

En medio del fragor de las maniobras para activar la calefacción, que ya parecía un proceso alquímico, vimos cómo avanzaban los participantes a la par de un pintoresco camioncito. Oíamos consignas que no comprendíamos; la chica nos aclaró lo que coreaba la muchedumbre deportiva: primero el “Tipi-Tapa, Tipi-Tapa” desde los parlantes de un vehículo y, luego, lo que la gente respondía: “¡Korrika!”.

Lo que no resultó tan pintoresco es haber leído después que, según Convite (Colectivo de Víctimas del Terrorismo), se colaron varios corredores etarras cuyas fotos circularon en los medios: entre estos, dos hombres que intentaron cometer una masacre en la estación de trenes de Chamartín, quienes disfrutan de libertad condicional desde diciembre de 2023. Estos activos de ETA pretendieron detonar cincuenta kilos de explosivos en el interior de un tren que partió de San Sebastián y que tenía previsto arribar a Chamartín la Nochebuena de 2003.

Narra Muñoz Molina en Ardor guerrero:

Desde que supe adónde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bombas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles.

Las bienintencionadas chicas no lograron hacer funcionar la calefacción, y como no había una sola cama libre en la ciudad ‒no podíamos pedir el reembolso y mudarnos a otro lugar‒ ofrecieron cambiarnos de habitación al día siguiente.

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Nos dimos un baño de agua fría y comimos los sándwiches que habíamos traído de Barcelona. Quedaban tres horas para el inicio del concierto de Depeche Mode, aunque las puertas las abrirían dos horas antes para la actuación de la cantante australiana Suzzie Stapleton, cuya música y performance ‒adelanto‒ resultó desangelada y de ese mismo modo le correspondió el pálido público. Cuando salieron a la venta los boletos para el concierto de Depeche Mode en Barcelona en julio de 2023 no imaginamos que se venderían en un solo día. Por ello decidimos venir a verlos a Bilbao, donde había entradas de sobra.

Caminamos por el casco histórico. Luego bordeamos el río Nervión siguiendo la figura que hace un arcoíris hasta llegar a la estación de metro Zazpikaleak Casco Viejo. En su exterior, las estaciones del subterráneo son metálicas, como si accedieras al interior de una plateada concha marina con cúpulas abovedadas de gris futurístico. Diseñadas por el arquitecto Norman Foster, recuerdan la sobriedad y sencillez del metro de Washington D.C., solo que a menor escala.

La pantalla de la máquina dispensadora de boletos tenía información sobre el concierto de Depeche Mode World Tour 2024: la línea L3 dispondría de trenes para trasladar a los fanáticos al terminar el evento desde la estación Ansio, nuestro destino en ese momento. Pensando en que nos quedaríamos un par de días para conocer la ciudad compramos una Bilbao Bizkaia Card a la que cargamos quince euros.

A medida que el metro se detenía en las distintas estaciones se subía gente con evidente pinta de ir al concierto. A nuestro lado se colocó un grupo de mujeres rusas (¿o ucranianas?). Había ingleses, franceses, alemanes, y españoles a los que se notaba ‒por el acento‒ que provenían de otros parajes de la madre patria. El perfil de edad promediaba los cuarenta años. Casi todos descendimos en la estación Ansio, Barakaldo, en las afueras de Bilbao. Al salir, pensando en el regreso, preguntamos a un empleado del sistema: “No os preocupéis, no los dejaremos solos. Habrá metro para todos al terminar el concierto”. Empezaba a captar la amabilidad de la gente en Vizcaya con la que nos toparíamos a cada rato.

Había un patio gigantesco fuera del recinto donde se armaba una fila que giraba y daba vueltas alrededor como una anaconda. Era la gente que iba a la pista, los que verían el concierto de pie a la altura, aproximadamente, del escenario. (Una vez dentro vimos, desde nuestros asientos, que había una sola entrada esquinera a la pista, un solo boquete semejante a una madre pariendo una multitud.)

Nadie en aquella fila infinita ‒con simpatía, eso sí‒ supo indicarnos cómo llegar a la puerta que nos correspondía. Hasta que abrimos un plano de calle en el buscador de Google y visualizamos que la entrada se hallaba detrás de la inmensa estructura que parecía tener el diseño del Sawgrass Mall, meca de compras del sur de Florida, o de la sede del Pentágono en Arlington, Virginia.

Caminamos mucho para llegar a nuestro acceso. Con sorpresa nos percatamos de que era la misma locación donde tenía lugar el congreso eólico europeo. Dentro del recinto colgaban afiches de varios expositores de renombre mundial. Antes de mostrar nuestras entradas para que verificaran el código QR entro al komuna o baño. Increíble la palabra en euskera para baño. Con ese nombre imaginé un sanitario hippie sin divisiones entre los váteres y todos fumando.

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Fotografía de Pedro Plaza Salvati

A Depeche Mode, con más de cuarenta años transcurridos desde su primer disco, se le considera uno de los padres del rock electrónico. También se le categoriza como una banda de tecno pop, new wave, dark wave y rock alternativo. Su sonido resulta singular, sobre todo por el sugestivo uso de sintetizadores y secuenciadores, y la inconfundible voz de Gahan: grave, nasal, misteriosa, comedidamente optimista sin llegar a trasmitir sentimientos eufóricos.

El nombre de la banda se inspiró, aunque no lo parezca, en una revista de modas francesa llamada Dépêche Mode (sin los acentos). Hay distintas interpretaciones sobre la traducción: “moda pasajera”, “moda rápida” o, simplemente, “noticias de moda”, como la revista misma. Uno piensa que el nombre de una banda es resultado de largas meditaciones o de una iluminación luego de un viaje alucinógeno, pero ya se ve: muchas veces es resultado de algo superfluo.

Lo que sí es cierto es que esta banda no pasa de moda desde su creación en 1980. Un cuarteto compuesto originalmente por Vince Clarke (tecladista), Andrew Fletcher (bajo y sintetizador), Martin Gore (compositor principal, guitarrista y segunda voz) y David Gahan (cantante líder y hombre espectáculo).

De los miembros fundadores Clarke duró poco tiempo, pero dejó una perdurable canción, «Just Can´t Get Enough», que tocaron en el encore de Bilbao. Andrew Fletcher falleció en mayo de 2022 debido a una disección aórtica. Esta pérdida coincidió con la producción del disco Memento Mori (del latín: «Recuerda que morirás»), el décimo quinto disco de la banda.

La gira se convirtió en un tributo a la memoria de Fletcher asociada a la sonada pieza y video en blanco y negro «Ghost again» en donde Gahan y Gore presentan una supuesta visión optimista de la muerte. En el escenario predominaba una “M” gigante con triple alusión a “Mode”, “Memento” y “Mori”.

Mi emoción estuvo algo refrigerada en las primeras canciones del concierto. El despliegue de luces, imágenes o efectos especiales sobre el escenario no sobresalía, aunque la puesta en escena tenía su toque místico. Me pareció, sobre todo, que en la mayoría de las canciones Gahan no alcanzaba el registro que ameritaban. Tal vez pudo haberle pasado factura su pasado de consumo de drogas potentes en la década de los noventa, haber sufrido un infarto sobre el escenario en Nueva Orleans en 1993, habérsele detectado un tumor maligno operado con éxito o su intento de suicidio el 17 de agosto de 1995. En 1996 estuvo clínicamente muerto durante dos minutos debido a una sobredosis de heroína y cocaína en la que, lo relata él mismo, mientras los médicos trataban de auxiliarlo, podía ver su cuerpo elevarse encima de ellos (Recuerda que morirás).

Tocaron muchas de sus mejores canciones, himnos internacionales y piezas del último álbum durante unas dos horas y cuarto. El cierre teórico del concierto fue la versión extendida de ‒no podía ser otra‒ «Enjoy the silence». Fue solo en el encore, en el que tocaron cuatro canciones, cuando el espectáculo tomó verdaderamente aire de concierto y Gahan, para nuestra felicidad, alcanzó el registro de su propia voz dando un muy grato y elevado sentimiento de euforia en la parte final.

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Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Al salir recorrimos de nuevo el interminable centro de convenciones no sin antes detenerme en la komuna. La caminata hasta la estación de metro fue bastante larga; al llegar encontramos gente aglutinada en la puerta. Imaginaba que habría fluidez y que dispondrían de más trenes de los habituales. La lentitud con la que nos movíamos, pasito a pasito, demostró lo contrario. Éramos una multitud frente a una pequeña entrada. Un claustrofóbico embudo. Oíamos distintos idiomas que ilustraban la variedad de nacionalidades convocadas a aquella cita (casi quince mil personas) con el rock electrónico.

Trataba de pensar en otra cosa. Si giraba la cabeza y miraba hacia atrás era mucho peor porque me daba cuenta de que estaba en medio de una enorme marea de almas ávidas de transporte público, el único en los alrededores de Barakaldo. Casi como un fogonazo de lucidez concordamos: qué rara la ciudad con los nombres y la situación en la que nos encontrábamos. El gran río que la atraviesa al lado del cual habíamos caminado un trecho hasta tomar el metro se llama Nervión que, según el DLE de la RAE, significa: «Que tiene nervios, intranquilo, inquieto, agitado». ¿Y qué decir del nombre de la estación? Según el diccionario histórico de la lengua española (1960-1996) «ansio» significa ansioso o angustiado.

Estuvimos apretujados casi una hora hasta llegar a la puerta-embudo. No obstante, cabe destacar el civismo del público y el orden porque tengo la completa seguridad de que en otras latitudes hubiera ocurrido una desgracia o algunos altercados violentos. Los vascos se comportaban con orden, disciplina y estoicismo, así como los visitantes extranjeros, con todo y el sprint final para entrar a la estación. En algún lado había leído que, para los vascos, las sociedades modélicas son las escandinavas.

Cruzar la puerta fue un triunfo a la perseverancia y al aguante mental. Al descender al andén nos indicaron “al fondo”. Subimos a un vagón bastante vacío y creíamos que el tren partiría de inmediato. Pero no. Estábamos de nuevo apretujados con la diferencia de que esta vez hubo grupos alegres haciendo chistes y riendo a carcajadas. No podíamos movernos ni siquiera un paso. En las primeras estaciones bajaban, a lo sumo, cinco personas. Hasta que en Moyua descendió un gentío y también en la nuestra, la del Casco Viejo, como si se hubiera desatascado una tubería.

Salimos por la plaza Miguel de Unamuno donde vimos un extraño busto que parecía suspendido en el aire, encima de una columna romana, como si la cabeza hubiera sido guillotinada y exhibida cerca del lugar de nacimiento del notable pensador. Constatamos en el suelo la concha vieira amarilla indicativa de la ruta del Camino de Santiago. Sobre una reja de la plaza había varias consignas políticas, entre ellas una pancarta blanca con letras negras y verdes: «Euskarak Independentzia Behar Du» («Los vascos necesitan la independencia»).

La habitación estaba más fría que la temperatura de la calle. La ducha fue una prueba ártica. Nos metimos a la cama con suéteres y con las cobijas extras dispuestas en el clóset. Nos abrazamos para darnos calor, como sobrevivientes de un avión caído en la nieve.

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El amanecer se presentó nublado con algunos escurridizos pedazos de cielo azul. Subimos a desayunar al cuarto piso. En este viejo edificio con dos estatuas de perros como columnas equidistantes en la entrada, el Bed & Breakfast ocupa la primera y la cuarta plantas. Saludo a madre e hija, las que intentaron ayudarnos la tarde pasada, ahora en plena faena de limpieza. Al terminar el desayuno fuimos a la gerencia por las llaves magnéticas del nuevo cuarto, con agua caliente y calefacción, y nos aprestamos a salir.

Entramos a la Biblioteca Municipal de Bilbao. Sobre las escaleras con alfombra roja caía una delicada proyección de luces que anunciaba el festival «Bilbao Poesía». Se trata de un edificio de estilo ecléctico construido entre 1888 y 1890 e inaugurado como sede de la Sociedad El Sitio. Un lugar de tertulias sobre el acontecer cultural y político a las que asistían Eugenio d’Ors, Benito Pérez Galdós, José Ortega y Gasset, Federico García Lorca, Miguel de Unamuno. 

Por cierto, en Sensaciones de Bilbao Unamuno hace referencia a Simón Bolívar de manera fervorosa. Da a entender que si no se hubiera producido el enamoramiento y la persecución de Bolívar a María Teresa del Toro hasta Bilbao, donde residió Bolívar entre 1801 y 1802 a la edad de dieciocho años, no hubiese sido el héroe independentista que fue. Escribe Unamuno:

Es evidente que la muerte de Teresa, su Dulcinea, lanzó a Bolívar, el rousseauniano, a su vida de heroísmo público; fue la gran sacudida divina que despertó su alma civil… A Bilbao fue a mirarse en sus ojos y mecer el amor inmortal en su alma… ¡Qué no habría de ser, pues, Bilbao, para Bolívar!

Regresamos a la habitación para abrigarnos de manera más adecuada dado que había mucho viento. Coloco en Google la dirección desde el Bed & Brekfast hasta Casa de Bolívar y me da un trayecto casi recto desde los últimos metros de la calle Santa María, siempre repleta de alegres grupos de bilbaínos en los bares, hasta el número 1 de la calle Banco de España. Tiempo de caminata: ¡dos minutos! No imaginamos que estábamos tan cerca. Pensar que Bolívar anduvo por estas calles me hacía sentir que estar allí era como un viaje al pasado: «En esta casa vivió Simón Bolívar (1783-1830), el Libertador, líder de la independencia de los países de América del sur de la monarquía española», reza la placa colocada por las autoridades locales.

El tiempo sigue nublado, la humedad alcanza cien por ciento. El viento pendenciero hace ostensible su presencia. Nos dirigimos hacia el lado de la estación Abando y pasamos por el llamativo Teatro Arriaga: un edificio de estilo neobarroco inaugurado, como la sede de la Biblioteca Municipal, en 1890. Enfrente hay una ancha plaza en la que un grupo de argentinos sostiene una larga pancarta: «1976, Juicio y castigo, ni olvido ni perdón».

Cruzamos el bonito puente del Arenal. Siempre he pensado que una ciudad con río es una ciudad con alma. El agua apacigua los elementos fogosos de la naturaleza: tierra, fuego y viento. Nos disponemos a llegar hasta el funicular de Artxanda a orillas de la ría de Bilbao, como también se le llama al Nervión. El tiempo nos regala pedazos de cielo azul, pero el viento arremete.

Nos sorprende encontrar una Plaza Venezuela con un busto de Simón Bolívar y textos que honran su memoria en euskera y castellano. Erguida en 1989 por gestiones del consulado, este punto sirvió para celebrar el bicentenario (1801-2001) del paso de Bolívar por Bilbao. En ese acto se estrenó el himno a Bolívar con letra en euskera: «Nun nai dakusguz gudalburuak / Begira Simón Bolivar’i» . Un Bolívar enamorado visitaría en esa época la puebla de Bolívar-Cenarruza de donde provenían sus antepasados y que hoy cuenta no solo con un monumento a Bolívar, sino con un Museo Simón Bolívar que alberga colecciones que representan la trayectoria personal y política del Libertador.

En la Plaza Venezuela vemos ondear nuestra bandera tricolor. Nos acercamos a la sede del consulado en esta ciudad. En los múltiples vidrios que dan hacia la calle hay grandes infografías con una distorsionada versión de la historia venezolana reciente (la de los últimos veinticinco años).

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

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La Bilbao Bizkaia Card nos sirvió para tomar el funicular al mirador de Arxanda. Bilbao es un valle rodeado de una cadena montañosa que nos recuerda Caracas. El sol caía sobre el Museo Guggenheim y, a orillas de la ría, daba la impresión de ser una ballena metálica con la boca abierta y la cola ladeada en la superficie, luego de salpicar el agua de un coletazo. Más allá del plateado cetáceo se halla el rascacielos más alto del norte de España: la Torre Iberdrola (165 metros), que nos produce un efecto parecido al de mirar las torres de Parque Central desde Sabas Nieves, aunque las moles caraqueñas la superan considerablemente en altura.

Descendemos del mirador y caminamos hacia Gran Vía. Frente al Palacio de la Diputación está la estatua en homenaje a John Adams, quien en 1780 hizo parada en Bilbao en su periplo de recaudación de fondos para la guerra de independencia estadounidense y para conocer el funcionamiento del sistema foral, nombre al uso para el conjunto de instituciones y sobre el ordenamiento jurídico de la comunidad autónoma del País Vasco. En el busto de Adams se lee: «Esta gente extraordinaria ha preservado su antigua lengua, genio, leyes, gobierno y costumbres sin cambios, mucho más que cualquier otra nación de Europa».

Debemos esperar para cruzar la calle, pues se nos atraviesa una manifestación de la UGT. Al ambiente de fútbol que se respiraba en la ciudad y en las conversaciones se suma el tema las elecciones vascas del 21 de abril para elegir al Lendakari, oficialmente jefe de gobierno de Vizcaya. El ambiente electoral caldea la ciudad. Vemos una gigantesca valla del candidato del PNV, Imanol Pradales ‒quien resultó ganador y habilitado para gobernar en alianza con el PSOE‒. Él y Pello Otxandiano de EH Bildu lideraban las encuestas.

La sociedad vasca, se afirmaba, votaba más abertzale que nunca ‒un tema con el cual tanto PNV como Bildu se identifican‒. Abertzale es una palabra en euskera que significa “patriota” o “nacionalista”. No debe confundirse con la idea de independencia de España, de la que se distancia el PNV y de la que Bildu es beligerante. La sede de Bildu ‒los llamados sucesores de ETA‒ se ve al llegar a Plaza Venezuela, del otro lado de la acera del consulado tapizado de infografías que reescriben la historia venezolana.

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En la tarde hordas de hinchas se apoderan de las calles del casco viejo. Lo podemos ver desde el balcón de la habitación. Un ejército de jóvenes con cantos exaltados que sonaban patrióticos. Luego oigo con detenimiento y copio alguna de las letras que logro distinguir. Las busco en Google y menuda sorpresa: se trata de un himno que cantan los jóvenes en el estadio de fútbol El Sadar, en Pamplona, comunidad autónoma de Navarra, donde juega el Club Atlético Osasuna. Era una multitud avanzando por las estrechas calles, como invasores de otra región que han tomado una ciudad adversa. La canción se llama «Nafarroa» y la interpreta una banda de rock metálico llamado Siete balas, de corte nacionalista navarro:

Cuando luchas un pasado,
cuando luchas un destino,
recuperas nuestra tierra,
 y aplastar al enemigo.

¿Y por qué estaban en Bilbao? Al día siguiente se disputaría un amistoso Uruguay-País Vasco en el estadio de San Mamés del Athletic de Bilbao. El Correo reportaría el colapso del tráfico y la quema de contenedores en las inmediaciones de San Mamés.

Al mismo tiempo, la previa del partido de la final de la Copa del Rey seguía presente en las conversaciones. Una señora hastiada, en una parada del tranvía, se quejaba de que no podía ser que todo era por el Athletic. En un quiosco había un letrero: «Una limosna para ir a Sevilla», donde se disputaría la final, con una alcancía al lado. La afición futbolera vasca parecía sobrepasar la de muchas comunidades autónomas.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Las nubes grises continuaban encapotando la ciudad. La humedad se metía en los huesos y esporádicas lluvias caían para regalar momentos de sol y cielo despejado. Al mal tiempo se seguían añadiendo los copos de polen.

Cerca de la plaza Ernesto Erkoreka nos detenemos ante una composición urbana. Al fondo de un estrecho callejón hay una inmensa fotografía o afiche en blanco y negro que cubre un alto muro con la estampa de una carretera, con su blanca línea intermitente en medio. Sobre el afiche sobresale la escultura de un ángel que mira al cielo con las alas abiertas y una argolla en las manos. Una calle más arriba hay un edificio rojo: Beilatokia Tanatorio Servisa. Parecía una macabra puesta artística, pero en realidad producto del azar.

Mememto Mori

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Dábamos vueltas por el caso viejo cuando se nos cruza una procesión. Hombres vestidos de blanco a cuerpo entero y con capuchas puntiagudas. En el imaginario de los que venimos del otro lado del Atlántico asociamos esto con el pasado de discriminación racial en Estados Unidos. La procesión ocurría el 22 de marzo, pasadas las ocho de la tarde. Me coloqué detrás del último hombre con capirote y anduve detrás de ellos por varias calles sin tener idea de adónde nos llevaban. Hasta que el último enmascarado volteó con rabia para mirarme con ojos brotados. Me detuve.

Una vez vi un cartel en otra procesión, no sé si en un reportaje de televisión o en un diario, en el que, en medio de estos rituales de Semana Santa, un letrero dirigido al público, con humor andaluz, aclaraba: «No Ku Klux Klan. Spanish tradition». La marcha que seguía iba acompañada de tambores marciales, lo que le daba un aire más intimidante.

De regreso en dirección al puente Arenal. Pasamos por un lugar lleno de cámaras de televisión y con un público a la espera y alerta. Era el edificio de la Sociedad Bilbaína. Nos quedamos mirando, curiosos, hasta cuando vemos aparecer al líder del PP Alberto Núñez Feijóo, quien entra al recinto. Se trataba de la presentación de un libro del candidato a Lendakari por el PP.

El azar nos ha mantenido en modo frenético desde que salimos de Barcelona.

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Fotografía de Pedro Plaza Salvati

El tren de regreso sale a las tres y media de la tarde, por lo que nos levantamos temprano para aprovechar la mañana. Tomamos la inagotable Bilbao Bizkaia Card ‒a la que todavía le queda un tercio del saldo‒. Llegamos a un suburbio llamado Las Arenas que conserva mansiones extraordinarias a orillas del río, donde vivía o veraneaba la burguesía vasca, en algún momento la más poderosa económicamente de España. Villas decimonónicas de fines del siglo XIX y principios del XX. Hay carteles a lo largo del paseo que explican el contexto social de la época.

Con la multiusos Bilbao Bizkaia Card cruzamos el río Nervión. Debajo de la estructura aérea metálica, que conecta ambas orillas como un cangrejo de Alaska de patas largas salido de una película de terror marino, tomamos una suerte de vagón de metro aéreo suspendido sobre el río para llegar a Portugalete. 

Aunque se parezca a Lisboa con sus calles empinadas y la vista al río que desemboca en el mar Cantábrico, Portugalete no tiene nada que ver con Portugal. Unos días más tarde, el 11 de abril, entraría la gabarra por este lado con los jugadores campeones del Athletic en una procesión acuática ‒fútbol y religión‒ en la ría de Bilbao. Ganar la Copa de Rey era un sueño añorado por muchos vizcaínos, el cual tardó cuarenta años en repetirse: algo mítico e irrealizable para las generaciones recientes, una historia que oían relatar a sus abuelos. Junto a la gabarra con los jugadores había unas ciento ochenta embarcaciones que desfilaron desde la desembocadura al mar hasta la altura del ayuntamiento, muy cerca de donde nos quedábamos.

Regresamos a Bilbao. Aún disponemos de cinco euros en la tarjeta de transporte. Vemos varios grupos de encapuchados con distintas túnicas que parecen contrapuntear, como bandas de colegio gringo en competencia para conocer quién marcha mejor y toca los tambores marciales con ritmo más solvente. Frente a la Casa del Libro varios hombres sostienen, estáticos, un enorme y precioso altar de la virgen rodeado de candelabros. Las agrupaciones se hallan reunidas como para una gran marcha conjunta.

Almorzamos en el mercado cubierto más grande de Europa, el de la Ribera de Bilbao (10.000 metros cuadrados). Fundado en 1929. Almorzamos pintxos. No dejé de notar que en el muro de afuera del mercado había una señal, no sé si escrita en serio o producto de una broma de mal gusto, que indicaba «ETA», y un recuadro al lado que no supe entender. Tomamos algo de sol a orilla del río antes de dirigirnos al Bed & Brekfast a buscar nuestros maletines.

***

El tren salió puntual y, salvo una señora que no dejaba de toser, el recorrido fue tranquilo. Me recordó los vuelos trasatlánticos que parten de día y arriban de noche. Vi un documental-entrevista espeluznante de Jordi Évole al cabecilla de la banda ETA, José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, considerado una de las figuras más sanguinarias de la organización terrorista: No me llame Ternera. Estrenado el 22 de septiembre de 2023, me mantuvo en tensión al punto de que me perdía los bellos paisajes que atravesábamos.

Termino de ver el documental. Ojeo noticias de Bilbao y leo que se realizará una carrera después de la medianoche del 25 al 26 de marzo dentro del metro, por la vía plana, en el espacio que hay entre los rieles de ida y vuelta. El trayecto de la carrera subterránea sería desde Ansio, la misma estación que tomamos al salir del concierto, hasta Moyua, una antes que la nuestra en el casco viejo. Serán unas doscientas setenta y cinco personas en un recorrido de casi ocho kilómetros, con sus linternas firmes en la cabeza para alumbrar el camino casi idéntico al que hicimos a bordo del vagón al salir del concierto.

Miro afuera la mutación inversa de lo verde a lo árido y el ocaso del día con sus colores pálidos. Entonces pienso en lo inesperadamente acontecido que ha sido el viaje y que era natural que la ciudad se debatiera entre el Ansio y el Nervión, entre los nervios y la ansiedad. De pronto, me parece ver escrito sobre un edificio: ETA: Recuerda que morirás. Pero ya no sabía si soñaba o estaba despierto.


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