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Cuando en 1972 se publica Boves, el urogallo (Caracas, Editorial Fuentes) la academia crítica venezolana apenas se pertrechaba de los rudimentos del estructuralismo francés, esa batería teórica que al decir de Terry Eagleton (Una introducción a la teoría literaria, México, Fondo de Cultura Económica, 1988) proporcionó a los países «subdesarrollados» un asidero que los hizo creerse al mismo nivel de pensamiento de las naciones del primer mundo mediante el sencillo concurso de aplicar un método de análisis literario. Por entonces, a la novela de Herrera se le achacaron defectos técnicos atribuibles al hecho de que su autor debutaba en el género. No obstante, su éxito fue inmediato: «entre junio de 1972 y octubre de 1973 –anota Alexis Márquez Rodríguez– agotó cinco ediciones» (Historia y ficción en la novela venezolana, Caracas, Monte Ávila 1991, p. 230). El hecho, por completo asombroso en nuestro mercado editorial, se repetiría con otras novelas del autor.
Este primer encuentro de Herrera Luque con lectores de literatura trató de explicarse por el impacto que el personaje histórico escogido para construir la pieza causó en una sociedad acostumbrada a entender a Boves como enemigo de la causa independentista. Una curiosidad, entonces, hacer de un antihéroe el protagonista de una narración basada en pasajes de nuestra historia «patria». El tema y no el modo de presentarla fue, según esta perspectiva, el elemento desencadenante de insólitas ventas para un libro de ficción.
Pero en 1975 Herrera Luque reincide: En la casa del pez que escupe el agua (Caracas, Editorial Fuentes) indicaba que su primer trabajo novelesco no había sido un aspaviento de ensayista trocado en creador accidental. Los comentarios oscilaron entre el reconocimiento de una firme vocación de novelista histórico y la sorpresa por el decidido respaldo de los lectores ya cautivados por esa manera de recrear el pasado, en las antípodas de la epopeya y la hagiografía pese al seguimiento sistemático de las relaciones evacuadas.
Por estas fechas, mediados del setenta, comienzan los escollos, las inexactitudes, los extravíos de la academia –de ciertos académicos– al momento de analizar la novelística de Francisco Herrera Luque.
Recordemos que, respecto de la narrativa, aquel trecho literario ha sido denominado por uno de sus más vistosos protagonistas, Luis Britto García, la «década miserable». El paroxismo de la experimentación atacó a noveles y consagrados tanto que, como saldo de época, cualquier diagnóstico termina acogiendo el funesto remoquete y pasa a hacer cuentas de sus nulidades. Inexactitud: en el lapso hubo otras materializaciones narrativas distintas a las meramente experimentales. Escollo: ¿qué hacer con ellas? Extravíos: olvidarlas y asumir que apenas influyeron en el voluminoso talante.
Y es que, para el caso que nos ocupa, cómo calibrar, en medio de tanta barahúnda por la forma y la omisión premeditada de las anécdotas, unas novelas donde ocurrían cosas y el modo de relatarlas era, sin menoscabo, ostensiblemente canónico. Aún más, cómo tomar en serio unas composiciones que mostraban proclividad a convertirse en best-sellers. Lo más sensato: hacer silencio para desterrarlas de la literatura, proscribirlas con el rencor del mutismo y la maledicencia. Nadie se preguntó: literariamente, ¿qué tienen esas novelas?, ¿cuál es el sortilegio que hechiza a los lectores?
Adelantaré posibles respuestas.
El conjunto de la obra de Francisco Herrera Luque –estudios psiquiátricos, ensayos antropológicos y novelas– muestra una organicidad tramada con base en la demostración de una tesis: los venezolanos somos lo que somos de resultas de nuestra «sobrecarga psicopática». Quiere decir: el comportamiento social que observamos es producto de la herencia genética de unos conquistadores torcidamente equipados por la naturaleza: asesinos, esquizofrénicos, baldados. Lo cual no es más que retomar, por vía más científica, un viejo fantasma del siglo XIX: la escurridiza búsqueda de la identidad venezolana.
Positivistas del cuño de José Gil Fortoul pensaban también que el problema de nuestra idiosincrasia tenía causas biológicas, de allí que postulara la necesidad de sembrar el país con ciudadanos del norte de Europa. De ese modo, el menguado patrimonio genético de la república se vería fortalecido con demostrados aportes de efectividad para el trabajo y para el desarrollo intelectual. Esta línea de pensamiento etiológico cifra en ella gran parte de los desmanes que hemos padecido en el transcurso de nuestra historia.
Con variada fortuna, métodos y teorías la idea circula en textos de Lisandro Alvarado («Neurosis de hombres célebres de Venezuela», Caracas, El Cojo Ilustrado, 1893) y Rufino Blanco Fombona (El conquistador español del siglo XVI, Madrid, Editorial Mundo Latino, 1922). Un sesgo cultural le imprime Mario Briceño Iragorry (La hora undécima, Madrid, Ediciones Independencia, 1956) y Arturo Uslar Pietri (En busca del nuevo mundo, México, Fondo de Cultura Económica, 1969); antropológico, J. M. Briceño Guerrero (La identificación americana con la Europa segunda, Mérida, Universidad de Los Andes, 1977). De manera pues que el tema es causa comunitaria de variados ensayistas. Nuestro autor compendia su tesis en el siempre controversial Los viajeros de Indias (Caracas, Presidencia de la República, 1961).
En sus narraciones Herrera Luque escenifica (mediante un diálogo, un excurso, la actitud de un protagonista) su teoría. Así, toda su novelística se halla al servicio de aquella tesis. No obstante, aunque de indudable interés este aspecto no es el que atrapa al lector. Complementa, más bien, la característica miliar de este corpus: la desmitificación de ciertos pasajes de la Historia de Venezuela. Atiéndase, si no, a los héroes representados en sus obras: Boves, Manuel Piar (Manuel Piar, caudillo de dos colores, 1987), Felipe de Hutten (La luna de Fausto, 1983), Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez (En la casa del pez que escupe el agua), Antonio Guzmán Blanco (Los cuatro reyes de la baraja, 1991). Personajes que se comportan en las ficciones según sus ascendientes biológicos; todavía más, como personas reales, si vale la expresión; en fin: calcados de la vida cotidiana.
Esta puesta en escena se gestiona a través de un modo compositivo cercano a los artículos de costumbres –tal como lo han señalado Alexis Márquez Rodríguez (1991) y Roberto Lovera De Sola («Herrera Luque, humanizador crítico de la Historia», en Varios, Cinco siglos de historia irreverente, Caracas, Fundación Francisco Herrera Luque, 2000)–, en el cual no se escatima la sátira, la etopeya y el humor.
Ahora bien, si la literatura consiste, básicamente, en establecer con rapidez un vínculo con quien lee (en tanto entretenimiento, vehículo de ideas o visión particular del espíritu humano) la novelística de Herrera Luque ocupa un alto grado de funcionalidad comunicativa. Tanto más por cuanto el interés temático e interpretativo que despierta viene accionado por el uso de estrategias discursivas en las que prima la relación de acciones y peripecias, el cuento que atrapa y embruja, la magia de la intra o micro historia jugando a hacerse frente a nosotros, mientras seguimos el curso de la menuda anécdota que sin embargo ha hecho la gran Historia.
Aquí estriba la fuerza de estas obras: el arte de hacer novelas en las que lo contado galvaniza unos episodios «fabulados» pero ciertos.
Con todo, dada la presencia de la interpretación antropológica los comentaristas han preferido detenerse en el análisis temático, en la paráfrasis de la tesis del narrador concreto, antes que indagar los mecanismos literarios que activan el universo simbólico de las novelas de Herrera Luque. De allí que solo algunos trabajos inéditos y el capítulo que Alexis Márquez Rodríguez dedica a esta novelística en su ya citada Historia y ficción en la novela venezolana examinen la dimensión estética de esos libros.
Así pues, ¿cómo sopesa la academia la obra literaria de Francisco Herrera Luque? Por años se mantuvo en una actitud indecisa cuando no ataráxica: no sabía si alimentar el horno satánico o soltar amarras para el viaje celeste. Catatónica por su laxitud de sujeción a la moda teórica, al pasado o al descrédito de una torcida idea del arte (no puede serlo lo que todos leen), se aproximaba con mucho a la imagen de una institución derruida y paralizada. Sus socios no comprendían que la actividad de juzgar obras no se detiene cuando estas no se ajustan al método, no estaban al tanto de que la verdadera crítica de literatura es aquella que pregunta sobre problemas a veces irresolutos pero que propician el conocimiento.
En la década del ochenta la Historia como sustrato de las ficciones produjo en la narrativa venezolana una eclosión de autores y obras. La coyuntura benefició la poética de Herrera Luque: en adelante se reconocería su talento en tanto artífice destacadísimo de la tendencia, sin embargo, aparte la escalada del rumor entre colegas escritores, faltaron las meditaciones textuales que avalarán tal preeminencia. Habría que esperar hasta la década del noventa para que sin escamoteos la academia comenzara a enmendar su torpeza. No obstante, algunos todavía niegan a esta narrativa su condición literaria.
Como quiera que sea, las novelas de Herrera Luque continúan siendo fuente de esparcimiento y reflexión para muchos venezolanos, e incluso motivo de controversia en campos especializados como la antropología, la medicina, la historia y, por supuesto, los estudios crítico-literarios.
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[Refundición del texto «Un Francisco en San Francisco» publicado en Servicio crítico. Despachos tentativos sobre literatura venezolana (Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 2013).]
Carlos Sandoval
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