Literatura

‘Casas muertas’ de Miguel Otero Silva

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18/01/2020

En 2020 se cumplen sesenta y cinco años de la publicación de Casas muertas, de Miguel Otero Silva. Para recordarlo, iniciamos esta serie dedicada a valorar la novela con el trabajo de Ana Teresa Torres aparecido originalmente en el volumen compilado por Rafael Arráiz Lucca: Miguel Otero Silva: una visión plural (Caracas, Universidad Metropolitana / Libros El Nacional, 2009). (pp. 83-89).

«Para la preparación de Casas muertas me fui a Ortiz, que para entonces estaba al borde del derrumbe total, busqué a los sobrevivientes de la época terrible, que eran muy escasos, y ellos me contaron cómo eran en esa época los árboles y los pájaros, qué se comía, cómo se vestían, qué canciones cantaban, y yo comencé a llenar cuadernos con sus confidencias. Entre esos interrogados estuvo una vieja maestra de escuela que me suministró los datos más valiosos, me refirió las mejores anécdotas y que aparece luego en la novela bajo el nombre de «la señorita Berenice». [1]

Para prepararme yo a escribir estas páginas repasé algunos textos sobre la obra de Miguel Otero Silva. Los deseché por completo. No porque niegue el valor de la crítica, de la cual soy alumna respetuosa, sino porque comprendí que lejos de aproximarme al libro me extrañaban de él. Voy a leer esta novela –me dije– como si nada supiera de Otero Silva, como si nunca hubiese conocido a Miguel, como si ni siquiera me acordase de que nació en Venezuela en 1908. Voy a leerlo sin memoria ni deseo. Por supuesto, eso no es posible, pero al menos logré despojarme de las categorías (si la novela será criollista o costumbrista, si pertenecerá o no a la literatura de la violencia, si resuelve algún problema venezolano) y de todos los prejuicios a favor o en contra que rodean a Casas muertas. Me quedé solamente con Cercanía de Miguel Otero Silva de Efraín Subero (1978), valiosísima obra referencial, y así pude disfrutar a solas una novela deslumbrante. Cerré el libro con esa excepcional sensación que nos deja saber que hemos atesorado una pequeña joya literaria. Es probable que otras novelas de Otero Silva, por su mayor envergadura, hayan dejado atrás esta historia sencilla y conmovedora, publicada en 1955 por la Editorial Losada de Buenos Aires, reeditada después múltiples veces, dentro y fuera de Venezuela, y traducida al francés, italiano, búlgaro, ruso, sueco, checo, estonio, polaco y portugués, pero fue para el autor una obra fundamental, como veremos a continuación, y lo es también para nosotros.

Cuando Efraín Subero le preguntó, en una entrevista para Papel Literario de El Nacional, en diciembre de 1966: «¿Cuál ha sido el momento decisivo de su vida literaria?», contestó así:

«Después de pensarlo bien le responderé que cuando me puse a escribir Casas muertas. Llevaba quince años enfrascado en el periodismo, fundando diarios y semanarios, ya a punto de ser catalogado en los breviarios de literatura como poeta de un solo libro (Agua y cauce) y como novelista de una sola novela (Fiebre), cuando decidí retornar a un oficio que antes había tanteado. Perdido en el hábito de escritor, cada párrafo de Casas muertas me costó penoso trabajo e innumerables tachaduras y enmiendas. Cuando terminé el libro, no sabía si publicarlo o echarlo a la candela, y si decidí lo primero fue gracias al entusiasmo generoso que desplegó José Rafael Pocaterra cuando leyó los originales». [2]

Le debemos, entonces, a Pocaterra que se evitara ese incendio. Que la novela atravesó por un largo proceso de maduración, no queda ninguna duda; que, como indica la cita inicial, el autor sabía emplear muy bien su sabiduría periodística, tampoco. Pero ninguna de las dos virtudes, la del corrector o la del periodista de investigación, pueden dar cuenta del efecto estético de la narración. Si me olvido de que la novela habla de la Venezuela gomecista –y lo mejor para leerla es dejarlo a un lado de momento–, se alza con el impacto de un drama lorquiano: la sencilla vida de un pueblo cuyas mujeres usan mantilla, sus curas son capaces de disparar si hace falta, su viejo filósofo masón, el amor que rompe la monotonía en la vida de una joven, la muerte acechando desde la primera línea. Pero, vayamos por capítulos.

Un entierro

Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero.

Descrito en clave de tragedia, en una entrada imponente en la que nos parece ser parte de la comitiva que sigue el entierro de Sebastián Acosta, nos encontramos con personajes luminosos y rotundos. En el primer capítulo, que comienza por el final, en un desarrollo cinematográfico de la narración, conocemos a la protagonista, Carmen Rosa Villena, a su madre doña Carmelita, a su sirviente Olegario, y al padre Pernía. Cada uno de ellos hace su aparición como si fueran personajes de teatro, cada uno de ellos con su dignidad e importancia, de acuerdo con su posición en la trama, pero cada uno, también, pulido e impecable. Sabemos que un entierro no es raro en Ortiz, la gente está acostumbrada a recorrer ese camino a pie al cementerio porque se los lleva «la económica» (la fiebre que duraba cuatro días, y evitaba gastar en médicos y medicinas, que, por otra parte, no había), pero su descripción lo hace único. Ha muerto el héroe y su muerte no deja esperanza.

La rosa de los Llanos

Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasado como en aquel pueblo del llano.

A Ortiz se la llamaba «la rosa de los Llanos». Las invocaciones del pueblo en sus tiempos de esplendor tienen una resonancia mítica, precisamente porque toda la intensidad está dispuesta en su vida interior, celebrada como un mundo propio. No nos aturden otras referencias acerca de sus circunstancias ni del país al que pertenece. Es una aldea con existencia intemporal, como Macondo o Comala o Santa María. Ni el autor conoció aquella edad dorada, ni nosotros tampoco, pero es precisamente esa restauración maravillosa de una historia, en sus edificaciones, sus fiestas, su música, lo que nos permite sentir la nostalgia de sus habitantes, que quizá tampoco conocieron ese tiempo, pero lo sueñan, y soñarlo les hace ser, por un lado, más tristes, pero, por otro, más felices. Ortiz existe en el mapa; de haber sido «la rosa» no podemos dar fe, pero su imagen utópica, de un tiempo irreconocible, mueve la vida y la muerte de los sobrevivientes, aferrados a sus ruinas, en memoria de la gloria perdida. Mejor metáfora del país, no se encuentra fácilmente.

En este segundo capítulo conocemos a Hermelinda, la sirvienta de la casa parroquial; a la señorita Berenice, la maestra; al señor Cartaya, anticlerical y amigo del cura; a Epifanio, el dueño de la bodega; y a Casimiro Villena, el padre de Carmen Rosa, antiguo hacendado, que quedó inútil después de la peste española, y dejó a su viuda y a sus hijas un almacén: «La espuela de plata», en la que se vende de todo, y ostenta un cartel que dice: detal de licores.

La iglesia y el río

Ciertamente, la iglesia y el río eran ya los dos únicos sitios de solaz, de aturdimiento, que le restaban al pueblo.

No es difícil imaginar el hastío de Carmen Rosa, cuando su hermana Marta se casa, y ella queda sola con su madre y Olegario, yendo a la iglesia, a veces al río, como únicas distracciones, y ayudando a vender en el almacén. Ya presentados los principales personajes, y el estado de ánimo de esta joven, el novelista nos ha preparado para el acontecimiento capital de su existencia. Esta planificación de los capítulos en secuencias coherentes que se van desplegando siempre con la información de algo que no sabíamos en el capítulo anterior, y que cierra cada uno como si fuese un cuento autónomo, sería un excelente ejemplo para cualquier narrador.

Parapara de Ortiz

Un día de Santa Rosa apareció Sebastián.

Así comienza nítidamente el capítulo quinto. Toda la información está en esa frase. Santa Rosa es la fiesta patronal que el pueblo no deja de celebrar, a pesar de su mengua. Y Parapara de Ortiz es como nombran a Parapara, por considerarla población tributaria, pero Sebastián deja bien claro que él es de «Parapara de Parapara», y ese talante nos indica claramente que Carmen Rosa, en medio de la procesión, los cohetes y la pelea de gallos, tiene ya un motivo para salir del hastío de la iglesia y el río.

Pecado mortal

La presencia de Sebastián fue para Carmen Rosa el punto de partida de una extraña transformación en su manera de ver las cosas, de ver a otros seres, de verse a sí misma.

Hubiésemos pensado que, en su aburrimiento y soledad, una de las pocas jóvenes solteras del pueblo, y con algo más de educación que el resto (logró pasar a quinto grado sin poder estudiarlo porque en Ortiz no había quinto grado), nos prefiguraba una pequeña Bovary criolla, pero el autor nos previene. Lo que cambia en ella, al conocer a Sebastián, es que ella se transforma, que ella logra ver más allá del horizonte infinito del llano. Quien quiera ver un romanticismo tardío entre Sebastián Acosta y Carmen Rosa Villena, es libre de hacerlo, pero todo indica lo contrario. Carmen Rosa es –y aquí sí me acuerdo de que es venezolana– esa mujer que se seca las lágrimas, hace las maletas, y se pregunta por dónde sigue la vida cuando todo parece haberse perdido. Carmen Rosa, hundida en un pueblo en estado de derrumbe, es una mujer moderna, que sin tener una alta educación, intuye el destino de su país, y renuncia a quedarse en el pasado. Y esa transformación nos prepara para el sorprendente final. El novelista quiere tanto a su protagonista que no la deja morir ni de pasión ni de paludismo.

Este es el camino de Palenque

Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando el autobús abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente hacia los llanos.

Todo hace suponer que este capítulo en la mitad del libro, que parte la vida secreta y aislada del pueblo, también partirá la novela. Sebastián se irá detrás de los que luchan contra Juan Vicente Gómez, y esa era la causa de su muerte que supimos en el primer capítulo. Un héroe de la dictadura. En verdad, ese era el deseo del protagonista pero no tiene lugar. Lo interesante de esa lectura del país que aquí se propone es que la narración se centra en una insignificante y minúscula población, a la que llegan lejanos ecos de que el poder está en otra parte, en un lugar que casi no tuviera que ver con ellos, del que poco o nada saben, pero los atraviesa el camión que transporta a los jóvenes estudiantes a un presidio o campo de concentración llamado Palenque. Esta visión de la historia, que un día cualquiera se anuncia como un camión que atraviesa los parajes desasistidos, es también una metáfora iluminadora del país.

El compadre Feliciano

Cuando dijo «hay que hacer algo» en el patio de las Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como mandato imperioso de su condición humana.

Feliciano es el amigo de Sebastián, que sí se une a la lucha. Mientras tanto, todos estos acontecimientos preparan en el pueblo una suerte de movimiento. Los conspiradores son Sebastián, la señorita Berenice (que inesperadamente era dueña de una pistola) y el señor Cartaya. Inicialmente mantienen fuera de sus planes a Carmen Rosa y a la señora Carmelita. Es la ingenuidad de estos héroes imposibles lo que presta mayor drama al episodio. No estamos en presencia de grandes gestos heroicos, ni de complejas intrigas políticas, sino de pequeños seres, que en la soledad de un pueblo en estado de desaparición, han escuchado hablar de que hay gente que se está alzando contra el dictador. Lo han escuchado de la misma manera lejana y maravillada con la que han escuchado hablar de todo lo que no conocen: Caracas y el mar.

Petra Socorro

En la acera de enfrente, con las uñas clavadas en los barrotes de madera de una ventana trunca, Petra Socorro, que ya no era la putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote, lloraba desgarradoramente, como un animal golpeado.

Pericote, un vecino de Ortiz, será víctima del coronel Cubillos, representante en el pueblo del orden y la dictadura. La historia, un tanto secundaria, nos presenta a dos personajes, Petra y Cubillos, que contribuyen con su narración particular a hacernos entender la atmósfera de represión y temor. Pericote muere –ya lo habrá adivinado el lector– porque el coronel Cubillos quiere a esa mujer para él.

Por cierto, que los personajes femeninos son dignos de resaltar. Ni doña Carmelita es una víctima aplastada por las circunstancias, sino una mujer capaz de luchar; ni Petra, que abandonó la prostitución cuando conoció a Pericote, se deja acoquinar por Cubillos; ni la maestra Berenice es sólo una mujer encargada de enseñar a leer y a escribir a los pocos niños que quedan en el pueblo.

Entrada y salida de aguas

No siempre llovía igual, pero siempre llovía.

Este capítulo no tiene la función de avanzar la historia. Es una suerte de descanso del narrador que ofrece en él unas de las mejores páginas de todo el libro. Nos hace pensar que en la lluvia que cae sobre Ortiz, en su desolación, Otero Silva se adelantaba a García Márquez y a Rulfo.

Hematuria

O se aclara la orina o se tranca la orina. Y si se tranca la orina te quedaste sin novio.

Para la escritura de este capítulo debe haber servido la siguiente información que nos da el autor:

«Posteriormente recibí algunas clases o lecciones de Patología Tropical, auxiliado en el trance por nuestros eminentes científicos Enrique Tejera, Juan Francisco Torrealba y Félix Pifano». [3]

Aquí se muestra en firme el talante del novelista que sabe que para ficcionar es necesario, primero, saber del asunto.

La fantasía de Sebastián era ser un héroe («su fantasía era hazañosa y justiciera»), pero el autor no se lo permitió. No es fácil oponerse a la voluntad de un protagonista, pero Otero Silva le tuerce el destino y lo hace morir en la cama, como todo el mundo, como casi todo Ortiz. Es el paludismo, que debió ser el más temible peligro de aquella Venezuela. Crea así un imaginario de la patria: no sólo está enferma de dictadura, es un país amenazado por un mosquito.

Casas muertas

Y cuando se acaba un pueblo, Olegario, ¿no nace otro distinto, en otra parte?

Volvemos a la escena inicial, al entierro de Sebastián, a los pésames que recibe la novia, a la tristeza de una casa vacía. Pero, cuando creíamos que allí enterraría su juventud, como una Doña Rosita la soltera, el novelista nos da vuelta a la historia. Ahora es cuando empieza su vida. Y nos vamos de Ortiz para acompañarla en su aventura petrolera, porque Carmen Rosa monta a su mamá, a Olegario, y los tereques de «La espuela de plata» en un camión (si así puede llamarse) que conduce un trinitario. Del mismo modo en que pasaron los presos de Palenque, Carmen Rosa ha visto pasar gentes que emigran hacia Oriente y ella será la heroína que inicia el éxodo, porque se niega a morir en su pueblo, y prefiere comenzar de nuevo en otro, que todavía no existe, y se llamará El Tigre.

Así que quien quiera seguir sabiendo de ellos no tiene sino que comenzar a leer Oficina Nº 1 y en el primer capítulo se los encontrará.

***

Referencias

[1] Subero, Efraín. «Entrevista de Miguel Otero Silva». En Cercanía de Miguel Otero Silva. Caracas, Oficina Central de Información, 1978. (p. 46).

[2] Subero, obra citada, p. 44.

[3] Subero, obra citada, p. 64.


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