Literatura

Diario de un hombre que quería tener una librería

06/05/2023

El porvenir. Diario 2015-2020 (Libros del Fuego, 2023) de Ricardo Ramírez Requena comienza con una cita del poema The man with the blue guitar de Wallace Stevens, y la última línea (en traducción propia) dice, “las cosas exactamente como son”. Al terminar la lectura comprendí perfectamente la elección del epígrafe. Aquí nos sumergimos en el día a día tal como es, sin frases exuberantes ni adjetivos superlativos, pero tampoco con falsas expectativas ni edulcorantes, el autor nos remite a lo que ocurre, a eso que está –estamos– viviendo. No podría definir si es escritura del exilio o del insilio, expresión íntima o crónica social, realismo o auto ficción, porque me parece que caben todas esas definiciones y unas cuantas más. En fin, es la voz de un venezolano hijo de la clase media de la democracia del siglo XX, que se autodefine como “proletario con estudios” de la Venezuela del siglo XXI. Es el relato de la vida cotidiana de un hombre, de una familia, y en cierta forma de un país, escrito en forma de diario, lo que lo hace más cercano porque no son datos estadísticos sino circunstancias humanas las que se describen en primera persona. Así es este libro. No hay hojarasca de palabras ni distensiones ni digresiones. Conviene tomar aire al empezar porque no habrá pausa. Pasan los días y todo parece lo mismo, a veces peor, a veces igual, en algunos casos un poco mejor, pero siempre arrastrando la misma pregunta que da título al volumen, ¿y el porvenir?

Conocí a Ricardo hacia 2010, cuando participó en la quinta Semana de la Narrativa Urbana con un cuento titulado “La candela” que me llamó mucho la atención porque era muy rara en aquel momento la presencia de la narrativa distópica, y me pareció que se abría una nueva ruta en la cuentística joven de aquel momento. Cuando preparaba Fervor de Caracas. Una antología literaria de la ciudad (Fundavag, 2015) no dudé en incluirlo, junto al utópico “Caracas 2050” de Blanca Strepponi, dentro del capítulo “La ciudad imaginada”. No sé si en otros de sus cuentos el tema distópico haya continuado porque, según él mismo anuncia en una entrada de mayo de 2018, su escritura abandona la ficción y la poesía –aunque cabe mencionar que fue finalista en 2011 y 2013 en el concurso de joven narrativa de la Policlínica Metropolitana con “Pájaros” y “No somos modernos”; así como en el I Primer Premio de Poesía Eugenio Montejo por Maneras de irse (2014)– y se encamina por la biografía y autobiografía, las memorias y diarios, la auto ficción y lo epistolar.

El porvenir continúa la escritura diarista iniciada en Constancia de la lluvia. 2013-2014 (FCU, 2015) que obtuvo el XIV Premio Anual Transgenérico. El volumen actual cubre de 2015 a 2020 y se inicia el 27 de febrero de 2015 con el relato de una reciente operación, todavía en convalecencia para el momento en el que escribe, y abre así el capítulo de la recuperación física y psíquica de una enfermedad crónica de importancia. Oscila la escritura entre sentirse reconfortado por saberse en buen camino y la presencia de la muerte. Murió el fotógrafo Luis Brito, anota. Murió el crítico literario Carlos Pacheco. “Su muerte, en mi sobrevivencia, es una lección de vida”, apunta. Y la angustia por la escasez de medicinas, más el miedo a los robos, a los secuestros, a los organismos policiales. Es la amenaza de la muerte la que se manifiesta, y al verlo escrito es como si se hiciera presente lo que todos hemos más o menos experimentado y ocultado. Como uno de sus oficios ha sido la docencia ligada a la Universidad Central de Venezuela, que ahora ve vaciarse –los profesores emigrando en busca de un salario posible, los alumnos dispersándose detrás de otras oportunidades–, la misma universidad, sola y silenciosa, todo le hace sentirse fuera, desterrado de ella, y la ciudad entera le impone la obligación de “velar los recuerdos de los que se van, de cuidarles su calle, su patio, su ciudad”. Hay algo precioso en esta imagen del cuidador de las ausencias. Algo reparador en ese oficio poético de recuperar “la ciudad real que sigue agazapada en sus edificios olvidados”.

En conjunto, no cabe duda, predomina la nostalgia por lo perdido y lo que intuye se va a perder, podría decirse que el autor vive (vivimos) en un permanente duelo por la ciudad. Quizás algunos rechacen ese relato, o mejor dicho, el sufrimiento de ese relato, y si alguien prefiere dejarlo de lado está en libertad de hacerlo, pero también se perdería de momentos que llenan de fortaleza y de esperanza, y sobre todo de sentirse incluido y reconfortado por la compañía de los otros. Esos otros que somos todos y que la literatura tiene el poder de convocar.

Ahora estoy en la plaza Bolívar de El Hatillo. Espero a mi madre, que hoy cumple 68 años, y a mi hermano Simón, para almorzar juntos. Hace sol y hay un plácido silencio. Es un bello lugar para leer y estar. La lucha real, la lucha de todos los días está en domar, moderar la bestia que somos en la realidad de mierda de este país. Primar el griego. Tener presente ese algo de romano que somos todavía. No echar a la basura el polvo civilizatorio que nos queda. Mantener a raya al Huno. Vivir también la templanza de los días.

Cuando el diario llega a 2017 ocurre un imprevisto. Un vacío de seis meses en los que el autor dice que no quiso hablar, tampoco escribir (esto no lo dice, pero es evidente, pasan los meses sin ninguna entrada). No sabemos qué ocurrió porque resguarda su derecho a la intimidad. Importante lección para diaristas: nadie está obligado a decirlo “todo”, en el supuesto negado de que existiera un todo. El diario, me parece, es una narración auténtica, pero no una suerte de confesión de nuestras miserias y alegrías. El diario, pienso ahora, es un relato en el que se construye al protagonista, una suerte de Yo que va atravesando las aventuras de su existencia, incluyendo sus lecturas, por supuesto, como ocurre aquí, y aunque no las menciono son muy abundantes. Ese protagonista transcurre por algunos caminos, no puede tomarlos todos, de modo que quien escribe no tiene por qué caer en la tentación del relato exhaustivo.

Meses más tarde se referirá a este episodio, “algo murió en mí en 2017, algo que existía antes. Una rara inocencia, incluso una pureza”. El duelo es fecundo, el diario ahora se llena de la alegría del nacimiento de su hijo, de verlo crecer, de aceptar con sosiego la constante emigración de amigos, familiares, alumnos, de renovarse en otros trabajos que van llegando como nuevas oportunidades. Y al mismo tiempo, la certeza de su vocación: ser el dueño de una librería. Fue librero de algunas de las más importantes de Caracas, Ateneo, Tecniciencia, El Buscón, Nacho, Kalathos, y en cierta forma lo sigue siendo en la Fundación la Poeteca, pero permanece el fantasma del deseo siempre irresuelto.

Sigo soñando con una librería cerca de una gran plaza, una gran avenida. Quizás, en El Paraíso. Una librería es un mapa.

Probablemente define la librería como mapa pensando en los libros, pero de alguna manera ellos, los visitantes, también van dejando señales. Pareciera que un librero es alguien escondido en una cueva que poco sabe del mundo, pero es, al contrario, una suerte de escucha, de confidente. Alguien que, sumergido en libros, mira al mismo tiempo por un periscopio lo que sucede en el exterior, y así el diario da cuenta de las conversaciones, los comentarios, los encuentros casi fugaces con escritores, lectores, otros libreros. Si la librería es un mapa, el librero es un testigo. Si tener una es su mayor deseo, espero que ocurra alguna vez en el porvenir.

***

Este texto es el prólogo del nuevo libro El porvenir. Diario 2015-2020, de Ricardo Ramírez Requena.


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