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A todas estas, después de tanto tiempo hablando aquí de los clásicos, me doy cuenta de que no he tenido la cortesía de decirles lo que pienso que son los clásicos. Resulta que a veces damos por sentadas cosas que, bien miradas, terminan por no estarlo. Por lo demás, tengo que decir que, paradójicamente, se trata de una definición muy personal. Y digo paradójicamente porque, a pesar de que he pasado toda mi vida profesional, y no solo profesional, en el estudio y el disfrute de los clásicos, confieso que han terminado por convertirse en una parcela muy privada, un reducto muy particular, podríamos hasta decir que íntimo. Con todo esto quiero decir que la noción de clásico, después de todo, termina por ser muy personal.
Esto entre otras cosas porque, a pesar de que la Real Academia se muestra bastante clara en las diez acepciones del adjetivo (dos de las cuales remiten directamente al mundo grecolatino y una es un venezolanismo tomado del mundo hípico), cada quien se ha venido haciendo una idea muy suya de lo que es un “clásico”. ¿Quién puede dudar de que Pink Floyd es un “clásico” del rock sinfónico, o de que la arepa es un “clásico” de la gastronomía venezolana? ¿O que la película “Bambi”, digamos, es un clásico del cine infantil; mientras que “Star Wars” lo es del cine de ficción? Y es que, a pesar de que la cultura Pop supo adueñarse y deformar, cual suele hacer, el término, hay un punto en que todas sus acepciones, antiguas y modernas, coinciden: el culto.
En el principio era la etimología
Hay un recurso al que todos los filólogos corremos a refugiarnos cuando nos sentimos perdidos: la etimología. Esa es, digámoslo de una vez, una de sus principales funciones. A muchos ayuda saber que el adjetivo classicus proviene del sustantivo latino classis, que eran las “clases” en que se dividía el pueblo romano en los tiempos el rey Tarquinio, pero sobre todo, el ejército, y muy especialmente, la marina. Sí, yo también sentí la misma decepción cuando me enteré hace muchos años: “clásico” es, en efecto, una metáfora militar y, aunque no sea difícil de creer, también una metáfora muy “clasista”. Classis era la flota, y especialmente la flota de primera clase. Classicus el marinero de esa flota superior, también de primera clase. También classici, en plural, eran los ciudadanos de primera clase, “aquellos que estaban censados con un patrimonio de 125.000 ases o superior”, nos recuerda Aulo Gelio en sus Noches Áticas (VI 13). Los demás eran infra classem, o para decirlo con un término que se entienda mejor, proletarii.
Mi querido amigo Francisco García Jurado, en su siempre imprescindible Teoría de la tradición clásica (México, 2017), nos recuerda que fue precisamente Aulo Gelio quien utilizó por primera vez en el siglo II el término classicus para referirse metafóricamente a los mejores escritores, los escritores de primer orden. “Alguno de la cohorte antigua de oradores o poetas, es decir, algún escritor clásico y solvente, no un proletario” (Gel. XIX 8, 15), dice. Puede entenderse, pues, que el término haya sido relacionado desde siempre con el mundo antiguo grecolatino. Para nosotros los occidentales, los clásicos por antonomasia son los clásicos grecolatinos, aun cuando hoy podamos perfectamente referirnos también a una literatura clásica árabe, china o japonesa. Sin embargo, para ellas siempre hará falta añadir un adjetivo.
Los clásicos y el tiempo
Obviamente, el término ha sufrido no pocos ajustes y reacomodos en su larga historia, y ríos de tinta, como dicen, han corrido para tratar de redefinirlo, especialmente a partir del siglo XVIII, cuando hubo un verdadero abuso de él. El siglo pasado tampoco se quedó atrás, independientemente de Pink Floyd, Bambi o la arepa. No pocos autores han tratado de adaptar el término a la cultura de nuestros tiempo, lo que luce bastante complicado. Y es que, a pesar de que lo “clásico” pareciera remitir a algo bastante sólido y estable, lo cierto es que no es así. En un libro cuya utilidad a la cultura de nuestro país no me canso de ponderar, Libros y bibliotecas en la Venezuela colonial (Caracas, 1978), Ildefonso Leal muestra como la Farsalia de Lucano era un libro bastante frecuente en cualquier biblioteca medianamente dotada de las casas adineradas de Caracas, Mérida, Valencia o Cumaná en los siglos XVII y XVIII. El mismo dato puede corroborarse de las listas suministradas por Pedro Henríquez Ureña en su Historia de la cultura en América latina (México, 1947), e Irving Leonard, en su “clásico” estudio, Los libros del conquistador (Cambridge, Mass., 1949), nos recuerda que en el México de finales del XVI se decía de Lucano que “solo Virgilio le era superior”. La Farsalia de Lucano era, pues, todo un clásico latino en la América hispana y colonial. Hoy prácticamente nadie la recuerda.
Pero ¿quién fue este poeta para convertirse, junto con el Quijote, la Biblia y el Arte de Nebrija, en un verdadero best seller colonial? Lucano nació en Córdoba, entonces capital de la Bética en la Hispania romana, en el año 39. Era nieto de Séneca el orador y sobrino nada menos que de Séneca el filósofo. Su poema narra de manera muy realista la guerra civil entre Pompeyo y César, si bien el héroe del poema es Catón de Útica, senador romano del ala más conservadora, bisnieto del célebre Catón el Censor. Catón de Útica había apoyado a Pompeyo, oponiéndose a un ambicioso y demagogo César, tal y como se le muestra en el poema. Triunfante César en la batalla de Tapso, Catón se niega a vivir en una Roma gobernada por el vencedor. Entonces decide quitarse la vida de la manera más cruel y dolorosa: se arroja, como Ayax, sobre su propia espada, aunque yerra en el intento y es auxiliado. Entonces espera a que se marchen el médico y los esclavos, se quita él mismo los vendajes y se arranca las vísceras con sus propias manos. Catón representa los valores del estoicismo hispano tan arraigados en la cultura hispanoamericana, uno de cuyos máximos exponentes es el propio filósofo Séneca. Los estoicos enseñaban que no solo era lícito sino recomendable quitarse la vida si no era posible vivirla de forma digna y virtuosa. La heroica y dolorosísima tragedia de Catón pudo haber impresionado a los lectores de las plácidas bibliotecas coloniales hispanoamericanas. Después, no tengo claro que la sensibilidad de los lectores haya sido la misma.
Los clásicos y la modernidad
Quizás uno de los textos más influyentes sobre los clásicos en el siglo XX haya sido el ensayo de Ítalo Calvino, ¿Por qué leer a los clásicos? (Barcelona, 1993). Allí pasa revista a una serie de definiciones para comentarlas de inmediato. Una de las que más me convence es esta: “Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose en el inconsciente colectivo o individual”. En ese sentido, “toda lectura de un clásico es en realidad una relectura”. Platonismos aparte, esta tampoco se queda atrás: “Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado”. En ambas definiciones se encuentran presentes dos aspectos: la pervivencia, al menos por un buen tiempo, y el culto.
Tampoco Borges, que tanto bebió y bebió de los clásicos, quiso sustraerse de la reflexión sobre el tema. Escribió un ensayo breve y escueto que nunca dejé de recomendar a mis alumnos. Se trata de “Sobre los clásicos”, en Otras inquisiciones (Buenos Aires, 1952). Es un texto mínimo, apenas dos páginas, pero cáustico y lapidario, como si se tratara de Borges. El autor comienza renegando de las etimologías: “de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra”. Ahí ya comenzamos mal con los filólogos (lo que Borges no era, es evidente). “Para fijar lo que hoy entendemos por clásico”, continúa, “es inútil que este adjetivo descienda de classis, flota, que luego tomaría el sentido de orden”. Borges necesita destruir el argumento etimológico (innecesariamente, pienso yo), para convenir en la subjetividad relativista e iconoclasta con que la modernidad prefiere hoy entender el término: “para los alemanes y austríacos, el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio”. Claro que el cosmopolita Borges no querría pensar en la Farsalia que con tanto gusto habrían leído sus paisanos porteños en el siglo XVII. Sin embargo, el ejemplo sirve también para pulverizar, dicho de paso, la tentación del cánon, mal que le pese a Bloom.
“Llego ahora a mi tesis”, continúa Borges: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. Un “largo tiempo” que, sin embargo, periclita y a la vez todo lo cambia. Confieso que sigo sin entender la inutilidad de las etimologías, según quiere Borges, sin embargo siempre dispuestas a desentrañar el origen e iluminar el no siempre claro camino de las palabras a través de las épocas y los lugares. Tampoco entiendo por qué el dato etimológico tiene que estar reñido con el relativismo. De la definición de Borges resalto las dos notas con que la modernidad quiso comprender el concepto de lo clásico: el culto y la pervivencia, al menos relativa. Lo dice Borges, al final de su ensayo: “Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.
Mariano Nava Contreras
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